Esta semana nos hemos despertado con la sorprendente noticia del acuerdo entre la defensa de Julian Assange y la fiscalía de EEUU. Después 14 años de persecución por parte de la estructura judicial del «mundo libre», y cuando todos pensábamos que después de encarcelarlo y tirar la llave el futuro de Assange sería perecer en la cárcel, es imposible no sorprenderse primero y alegrarse después por esta noticia.
Porque independientemente de tus ideales políticos, valores éticos, empatía hacia el resto de seres vivientes es imposible no alegrarse de esta noticia. Assange ha sido perseguido judicialmente por medio mundo por acceder sin autorización a una serie de pruebas de delitos graves cometidos por militares estadounidenses. Información que fue clasificada y ocultada para encubrir estos delitos. Y tras recuperar estas pruebas ha sido perseguido y hostigado por diferentes sistemas judiciales que, paradójicamente, incluyen como delito el encubrimiento y el ocultamiento de pruebas.
Durante esta última década, la figura de Assange ha estado siempre rodeada de polémicas y acusaciones. Algunas provocadas por el mismo a través de las redes sociales (recordar declaraciones sobre Cataluña en los convulsos días de septiembre de 2016). Otras fabricadas como la acusación sobre agresión sexual de la fiscalía sueca. De igual manera su reclusión voluntaria en la embajada de Ecuador estuvo siempre rodeada de un aura de misterio, finalizando de forma abrupta rodeada también de acusaciones de comportamientos inadecuados contra sus anfitriones diplomáticos. Pero al margen de todas las polémicas sobre el personaje no hemos de olvidar que la condena a la que se le ha sometido a ha sido totalmente injusta y ejemplarizante. No es más que una lección para quien tenga la tentación de seguir los pasos del australiano: «si te atreves a rebuscar en nuestros secretos ya sabes lo que te espera». Imposible no acordarse de otras figuras que sufrieron destinos similares o incluso peores que el de Assange. Chelsea Manning, encarcelada por el mismo caso durante tres años, Edward Snowden, que evitó la persecución exiliándose de por vida o Aaron Swartz, que viéndose injustamente condenado a una prisión federal terminó con su vida.
Es importante no olvidar estos casos para no perder nunca la perspectiva que tenemos enfrente. Los límites de la libertad de expresión y del derecho a la información están meridianamente claros en nuestros países. Aunque la ilusión creada nos confunda y nos haga creer que se encuentran lejos, los tenemos a dos palmos de nosotros y apenas nos ofrecen margen de maniobra. Cruzarlos aferrándonos a la ética y a los valores humanos ya sabemos a donde nos lleva.
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Junio 2024