La lectura de uno de los pecios de Campo de retamas, de Rafael Sánchez Ferlosio, me ha hecho recordar mi relación infantil con los escaparates. Ferlosio se recuerda mirando el de una ferretería, con la frente apoyada en el cristal, embelesado pensando cuántas de las herramientas y materiales que veía allí se compraría.
Yo me recuerdo así en el escaparate de una cuchillería que tenía el escabroso nombre de “Sindicato del crimen”. Me veo mirando con fijación morbosa las enormes navajas albaceteñas, los finos estiletes de despliegue automático o los inquietantes cuchillos jamoneros. Aunque la persistencia fija de ese escaparate y ese nombre me obligó a preguntar a algunos coetáneos por tal tienda y nadie la recordaba. Así que su fijeza onírica y la falta de otros testimonios me ha hecho pensar en una imagen desprendida de un sueño, pues ¿qué es la vida, al decir de Anne Carson, sino una cadena de sueños?
Los otros escaparates anclados en mi memoria son más comunes y previsibles: los de las jugueterías en Navidad. El niño que miraba obsesivamente pegado al frío cristal era un niño pobre cuya casa visitaban, en las madrugadas heladas de enero, Reyes Magos también pobres. De la fascinación de esos escaparates, al contrario del que describía al principio, me libré pronto, con cierto alivio, todo hay que decirlo…