En su colegio nunca habían terminado de techar y acondicionar la cancha de básquet, así que, una vez a la semana, Martina salía en procesión junto a sus compañeras hacia el único complejo deportivo de su pequeña ciudad. Y allí, entre talas y lapachos tan viejos como las baldosas rotas de la volley court, cumplían con las horas de Educación Física. Lejos de las miradas de sus compañeros varones, ocupados como siempre en perseguir la pelota en una cancha lejana.
El primer trimestre, atletismo. El segundo, práctica de deporte tradicional (voley, siempre voley). Las últimas semanas del ciclo dedicadas a improvisar piruetas y coreografías con lo que fuera que estuviese en alta en Los 100 Más Pedidos. Y así una y otra vez, un loop repetido todos los años, como las estaciones.
Excepto que para Martina las estaciones no tenían tanta importancia al vivir en una región del mundo donde la gran parte del año hacía un calor sofocante. Y asesino durante la siesta. La chica tenía que envalentonarse para salir de casa y comenzar la caminata hacia el complejo. Muchas veces se hacía la tonta y se quedaba viendo las novelas junto a la abuela, escuchándola insultar a la tele, hasta que eventualmente la señora se daba cuenta de su presencia. Entonces un solo grito de qué hacés acá todavía chinita sonsa bastaba para que Martina saliera disparada hacia su clase.
Una de esas tardes tuvo que salir muy temprano, en medio de ese sol inmundo que hacía que todo se viera de un blanco sucio. Estaban las dos, doña Amalia y ella, sentadas en la cocina haciendo zapping. Noticiero 24 hs, novela, chimentos, novela repetida, informes del programa de Tinelli. Y de golpe doña Amalia apaga la tele, medio que la empuja fuera de la casa, que cómo pueden pasar eso al aire, que por qué sigue perdiendo el tiempo y no se va a gimnasia. Todo es tan abrupto que Martina tarda un poco en procesar lo que oyeron y escucharon del viejo televisor.
Dos mujeres de una serie gringa, robándose un beso. En medio de la oscura cocina de doña Amalia, entre sus adornos de girasoles, debajo de la Virgencita que la abuela tiene encima de la tele.
Martina no dice nada durante la caminata. Escucha a sus amigas y no las escucha. Porque en la cabeza todavía retumban las palabras atropelladas de la anciana.
Martina no sabe si le daría asco besar a una chica. Quizás le daría cosa, que casualmente es un anagrama de asco, pero no debe ser lo mismo. Capaz quue en realidad depende con quién. Luego se acuerda de Emilia y cómo todos los martes le presta su botellita de agua. Emilia que siempre la corrige cuando hace flexiones y estocadas, mientras sonríe y se le hacen hoyuelos en la cara pecosa. Emilia, la única que la puede llamar Martu. A Martina no le importa ser Martu para Emilia.
Por eso esa tarde a la vuelta, cuando Emilia le pregunta en qué está pensando que estuvo tan callada toda la clase, Martu le dice nada pero siente y mucho. No siente asco, pero definitivamente algo que la perturba. Siente que todo el blanco sucio de la siesta se le mete en la cabeza y la deja ciega, se le mete por los ojos y los oídos; y que el vapor de la calle le inunda el cerebro y toma la forma de mujeres de blanco bailando, después de dientes blancos que le sonríen, que luego mutan en la cara de Emilia que se arrima para robarle un beso en la blanca cocina de la abuela Amalia. Todo eso en un torbellino de un microsegundo.
Su amiga la despierta de su siesta caminante riéndose, algo en la calle que Martu no alcanzó a ver le hizo sacar a relucir su risa de lluvia.
Emilia de golpe le da la mano. Con la otra le señala el crepúsculo todo rosa y naranja y violeta y estrellado. Qué bonito le dice, es igual a tu vestido de quince Martu, ¿te acordás? Estabas preciosa esa noche. Martu se ríe también y no le suelta la mano. El rumor de los lapachos en flor acariciando la tarde le calma los oídos. El blanco en su cabeza se esfuma, el rosa y el naranja y las estrellas de la tarde noche bailando entre sus pensamientos.
Cuando Martina volvió a casa esa tarde se tuvo que aguantar las ganas de contarle a la abuela que no, de seguro no se sentía asco cuando dos mujeres se besan. No tenía las palabras exactas para describir la enigmática sensación, pero era imposible que fuera asco, y esto por una lógica irrefutable. Porque Martu sabía que, si a ella se le metían todos los colores de la siesta y de la tarde cuando su amiga le daba la mano, entonces un beso de Emilia debía, tenía que sentirse como pintar el mundo con la paleta del infinito.
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Este relato lo escribí como parte de una capacitación/taller sobrESI, en noviembre del 2022. No sé si cumplía del todo con la consigna, pero me gusta lo que salió de todos modos.