2004-01-28
En realidad, no detesto el invierno tanto como pudiera parecer[1], aunque es cierto que el cielo gris me deprime y la lluvia me pone melancólico.
Sostengo la teoría de que, puesto que todos somos hijos de las praderas africanas, nacimos para disfrutar de las caricias del sol. En cierto modo, las nubes nos arrancan una parte de nuestras raices.
En cualquier caso, lo que detesto de verdad es sentir el invierno dentro, y eso es algo que puede ocurrirme en pleno agosto.
Lo bueno de los inviernos es que en algún momento terminan, y llega la primavera.
Lo malo es que siempre acaban regresando, porque la primavera también es transitoria.
Recuerdo haber leido un cuento en el que un rey pedía a sus sabios un objeto que fuera capaz de hacerle feliz cuando estuviera triste, y triste cuando fuera feliz.
El cuento decía que los sabios le mostraron un anillo que tenía grabada la inscripción "**Esto también pasará**".
Es algo parecido.
Todo esto viene a que anoche hacía frío, una fina lluvia pinchaba la piel, y la brisa arrastraba el vapor del aliento.
Pero no era invierno.
En relidad, hoy quería contar una curiosa historia de microorganismos, contaminación y evolución. Pero, lo siento, hoy no tengo cuerpo de biología. Y sí, ya sé me pongo muy aburrido cuando me dá el día metafísico.