prado de nubes
caricias en mi frente
― río de cielo
susurra el mar
ronrronea la guitara
― playa de enero
aires de brisa
susurra la arena
― la niña toca
luna y estrellas
cielo de azules tibios
― bruma de arena
desde su nido
salta a tomar el cielo
― un retal de papel
silencio
― la luna espera al mirlo
en el estanque
Estoy sentado junto a los sacerdotes, revestido de acólito. Acabamos de cantar los primeros himnos mientras lucho contra la alergia que, una vez más se adueña de mi pobre ser. Intento concentrarme pero todo falla cuando sé que me es imposible disimular. Pronto, a buenas o a malas, estornudaré, ya lo haga delante de todo el mundo o refugiado en la sacristía. Sin embargo, —contra toda esperanza—, me resisto.
Quizás por eso torno mi mirada a lo alto y en una de las vidrieras más sencillas, formada por un ajedrezado de rombos, descubro que en cuatro de esos rombos habitan tantos brillos, reflejos del Sol, que se me antojan eternos, aunque sepa que solo están ahí por mi mirada.
puzles de cristal
de mil piezas, cuatro luces
― briznas de mil años
buscando haikús
el mundo permanece en su sitio
― mis ojos a todos lados
mañana de kayak
resplandecen las olas
― mil flores de luz
brillan las ventanas
un ejército de edificios bajo el azul
― calles desiertas
riela el fluorescente
las sombras se esconden en la luz
― merece un poema
el kayak planea
― las olas pasan ligeras
― acariciadas
bajo la manta
― las llamas crepitan
― hasta resurgir
loco del banco
escupías poemas
― muro de risas
llueve
vapor gris de lágrimas
― velos de viento
timbres, pantallas
el fax chismorrea
― las flores callan
bruma
ventana teñida de acuarela
― libros, té, nada
velo de nieblas
― amores imposibles
invisible final
quieto el cisne
― fluye el río de luz
quieto el estanque
libro al pecho
tesoros al corazón
― ojos cansados
tocan la tierra
― tesoros del otoño
― hijas de rama