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Cumplís catorce años en los tempranos años 90.

De la noche a la mañana te enterás de que un borracho de mierda asesinó con el auto a una persona a la que querías mucho, muchísimo. Tanto la querías que te considerás virtualmente viudo (de no ser porque faltan todavía unos lustros para que el matrimonio igualitario exista y puedas darle uso, y también para que las marchas del Orgullo dejen de ser imprescindibles).

Te lo dicen sin anestesia porque no saben que más allá de las ocasionales juntadas con el resto del piberío de la cuadra tenías una historia mucho más profunda (tan profunda como esos ojos verdes que hacían que tu corazón latiera a mil al contemplarlos).

No podés llorar porque eso es de maricas. No podés romper cosas porque te romperían la crisma y te harían trabajar para pagarlo. No podés irte a la mierda porque al otro día tenés taller en la escuela (donde no sabés cómo diablos vas a hacer para mantener la compostura).

Entonces te rayás y pasás diez años sintíendote disgregado de todo. No demuestra interés empiezan a decir tus boletines de la escuela, y te pegan y a vos te recontra chupa un huevo.

Un día pasás por Plaza Italia, ves un libro y lo comprás. Uno de Raymond Moody que habla de lo que hay después de la muerte. Comprás la historia porque además justo leíste en una Muy Interesante que Víctor Sueiro también vio cosas así, y Marilina Ross, etc.

Una noche se te ocurre que a lo mejor la vida no es para vos, y tratás de matarte, pero justo cuando estás al borde de un precipicio de cincuenta metros de altura te cae la ficha y poco a poco te recomponés, aunque vas a necesitar diez años más para volver a centrar esa pieza que gira y gira dentro de tu cabeza.

La escuela ya fue. Renunciás, te las pirás, arrancás a laburar por ahí porque te emancipás (los moretones en la espalda te ayudan a convencer al juez) y veinte años más tarde te acordás de una cosa que hiciste con ese pibe que te volvía loco durante los años de las pizzas, el champán y la homofobia, y sonreís como los locos, porque a pesar de que el mundo se fue rayando mientras vos recuperabas la cordura, nadie te puede robar la mirada de asco y morbo de la vieja conchuda que pasó por ese puente justo cuando te estabas chapando a tu amigo.