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Conservo entre mis apuntes una entrevista telefónica con un viejo conocido de mi barrio de Colegiales: un sereno llamado Sosa, que custodiaba la entrada de una fábrica de fideos en los arrabales de Crámer y Arévalo en la década del 70 y con quien mantuve de niño algún que otro intercambio de palabras cuando mi viejo me llevaba a pasear por la zona. La llamada telefónica me encontró atareado en la redacción de unas notas olvidables para un medio execrable; algo en la voz del viejo me hizo tomar la libreta y la birome, con la que a los pocos minutos comencé a garrapatear una historia que se me antoja increíble. Lo que sigue es una reconstrucción de aquel diálogo (o más bien monólogo, ya que apenas intercalé palabra en su fárrago). » Encontré su número de teléfono en la guia, luego de cerciorarme de que usted es periodista o redactor en un medio. Lo que tengo para contarle le sonará tal vez extraño, pero atiéndame hasta el final y saque luego sus conclusiones. » Como usted recordará, trabajaba yo de sereno en la vieja fábrica de fideos, allí en los arrabales de Colegiales. Su padre solía pasar por allí con usted cuando paseaban, y se detenía en la reja a conversar conmigo. Más de una vez les pasé paquetes de pasta que por una razón u otra me eran confiados. Eran tiempos difíciles, como su padre le recordará. Pues bien: unas semanas después de su última visita la fábrica cerró, y los trabajadores quedamos cesanteados. Algunos consiguieron ingresar en otras empresas; los desafortunados como yo nos vimos de pronto privados de un ingreso que ya era magro. » Tuve contacto con su padre una o dos veces más; dentro de la fábrica quedaron muchos paquetes de fideos, y una noche de luna llena ingresamos sin más a llevarnos todo lo que podíamos cargar. Creo que su padre volvió con una caja llena; por mi parte, al vivir más cerca, tuve suficiente como para vivir unos tres meses. » Fue un remedio pasajero. Pronto las deudas se acumularon, lo mismo que el hambre y el olvido. No, despreocúpese, no hay rencor en mis palabras. Ustedes también tenían lo suyo. Para no alargarla más, don Becker: decidí una noche infame que sería el ferrocarril el que me eximiera del albur de ser un don nadie en una época de mezquindades. Me vestí y rumbeé para el paso peatonal de la calle Jorge Newbery, donde la curva implacable se encargaría de hacer segura la faena de morir. » Aquí es donde empiezan las extrañezas. Me recosté sobre la vía del lado de Amenábar, tapado con una frazada mugrienta que tenía por ahí, con la esperanza de que el motorman no me viera hasta que fuera imposible frenar. Y así ocurrió. Escuché el campanilleo del cabín de Lacroze, el pitido nocturno, los motores en aceleración. Cerré los ojos, me cubrí con la frazada y esperé, y esperé. El ruido se acercó cada vez más, pero por alguna razón no sentí nunca el tren encima mío, ni las ruedas, ni dolor alguno. Fue como quedarme dormido. » Desperté al cabo de un rato, tiritando. La frazada había desaparecido. Me incorporé, extrañado, y me pregunté si por alguna magnífica coincidencia habrían mandado el tren por la vía contraria, o si inexplicablemente alguien en el cabín lo hubiera desviado hacia los silos. Con amargura volví sobre mis pasos, consciente de que ya clareaba y que yo debía de dar la impresión de ser un linyera más de los que pululaban por allí. Llegué a casa, me di un baño y me acosté. » Las cosas siguieron tan mal como antes pero con un añadido: a las pocas semanas comencé a notar, con preocupación, que la ceguera me estaba llegando. Todo el aire en derredor me parecía estar permeado de un humo blanco finísimo, como un velo, que me impedía ver con claridad. Fue tan gradual su aparición que me tomó unas semanas notarlo. » Así, poco a poco, fui perdiendo la vista, o al menos eso creía yo en un principio. Fue al ir a la cocina a servirme un vaso de agua cuando pasó: por más que lo intentaba, no podía agarrarlo. Mi mano parecía no responder correctamente a mis impulsos nerviosos, y le erraba a la distancia, pues mi mano se cerraba en vacío. Terminé bebiendo del grifo, pero incluso así me pareció que el agua misma perdía _sustancia_. » Y así llego al final de lo que tengo para decirle. Desde lo del vaso pasaron unos ocho días. Todo en derredor mío está afantasmado. Ya me cuesta mucho mover las cosas, agarrarlas, incluso patearlas. La mayoría de las veces mi pie, o mi mano, pasan a través de la materia como si yo fuera un fantasma. Sólo que es al revés: todo está desmayándose a mi alrededor, todo se me hace tenue, vaporoso, excepto mi cuerpo. ¡No soy yo el fantasma, es el mundo el que está desapareciendo! En este momento mis apuntes recogen un ruido súbito en la línea, y luego un murmullo incomprensible, un jadeo, un manoteo, como si alguien intentara tomar el tubo pero no lo alcanzara. Al cabo de un rato de incredulidad y duda, colgué el teléfono y me quedé allí, frente al teclado de mi computadora, observándolo. Anoche, ya tarde, creí escuchar un murmullo apagado en la puerta de mi casa, como si alguien intentara abrirla mediante soplidos. Confieso que me ganó el pavor, y que decidí no abrir la puerta, pues pensé en Sosa, y en que, en su desesperación, intentara como última jugada venir a mi puerta a pedirme auxilio.