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— ¡AAAAYYYYYYYYYY, DIOS MIO, ME ASSSSSOOOOOOOOOOAHHHHHHHHHHHHIIIIIIII!

Estas fueron las últimas palabras —si es que se las puede llamar así— de José Luis Ordóñez y Núñez Cabeza de Vaca, último integrante de Falange Franquista, un movimiento homónimo surgido en la España tecnológica de finales del siglo XXI.

José Luis no era muy brillante aunque nadie jamás pudo poner en tela de juicio su lealtad hacia la FF, y por eso lo eligieron, hacia el final, para obtener el Anillo que les permitiría viajar en el tiempo y perpetuar, _con el diario del lunes_, el linaje franquista antes del atentado al Almirante Carrero Blanco.

Fuera de los círculos fascistas, que ya eran pocos y muy desprestigiados al final del Siglo de las Sombras, José Luis era un ignoto, un don nadie. Por eso le fue sencillo infiltrar el Colegio de Ciencingeniería, hacerse del Anillo y volver en el tiempo a las gloriosas épocas que sólo conocía por sus _videcturas_.

Fungió como un gran prócer: su sencillez rayana en la estulticia hicieron de él un gran asesor de Carrero Blanco —que en la nueva línea temporal José Luis nunca murió— y pronto ganó honores y medallas y otras condecoraciones de peor gusto.

Fue así que un día leyó sobre Ícaro, malinterpretó la moraleja y decidió imitar la hazaña, ¡por el bien de la España Única, Grande y Libre! Le emocionaba por sobre todas las cosas eso de poder cantar el Cara al Sol justamente, de cara al sol. Lo más cerca posible del Sol. ¿Y de qué manera podría aproximarse al sol? Pues con alas, las alas del espaciotiempo que le daba el Anillo.

Una mañana soleada de mayo se calzó el artefacto y concentró su mente en un sol mayestático, imponente en el espacio, y a él mismo frente a su ígnea presencia, entonando las estrofas del himno falangista.

Aquí me dicen que redondee la historia. Pues bien: un microsegundo después de finalizar la _petición mental_, apareció de cara al sol, pero un sol tardío, expandido, rojizo y fatal: el sol del final de su secuencia principal. Una gigante roja naciente.

Dicen que en el espacio nadie puede escuchar tus gritos. Pues José Luis pudo escuchar el suyo. No a través de sus oídos, sino indirectamente por resonancia, mientras su piel se asaba de inmediato y su sangre comenzaba a bullir ante la falta total de presión atmosférica.