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El Norte es el rumbo, hacia dónde vamos. Para quienes habitamos el hemisferio sur, es el calor o donde vive la mayor parte del mundo. En Argentina, el Norte es selva, es Puna, es 40°C a la sombra. Para quienes habitan el extremo sur, la zona más austral de la Patagonia, el Norte es cualquier dirección en el mapa, a excepción de Antártida.
La salida de Ushuaia merecería un relato aparte pero no es el objetivo de este escrito. Solo diremos que llevó su tiempo (¡y dinero!). Tomamos nuestros libros (45 cajas, ok, quizás exageré un poco con mi fanatismo por la lectura), juguetes, el gato, y nos fuimos al norte. No sabíamos cómo nos iría, ni si estaríamos de regreso en unos meses, pero teníamos que intentarlo.
Nuestro primer destino fue San Luis, provincia ubicada en el centro de la Argentina. La zona elegida fue pegada a la sierra comechingona, en el valle de Conlara; región de monte, con clima benévolo y mucho sol. Salimos con -14°C, hielo y nieve, cinco días atravesando la Patagonia en pleno invierno. Llegamos un mediodía de sol y remera. Alquilamos una casita al pie de las sierras. La calle terminaba en un arroyo seco y les niñes podían jugar sin peligro de los autos. Nos habilitaron para armar huerta, de hecho ya existía una pero la dueña la estaba trasladando a su nuevo hogar. Un lugar idílico, aunque todavía teníamos que adaptarnos a los cambios. De chica mi estación favorita era el otoño. Me gustaba ver las alamedas doradas y escuchar el crujido de hojas secas cuando las pisaba. Me gustaba despedirme del calor sofocante del verano y ponerme ropa abrigada para envolverme y esconderme un poco de otras miradas. En Ushuaia aprendí a querer el verano. Días largos y cielos rojizos interminables. Las vacaciones traían turistas de todo el mundo y despejaban las calles de autos. El Parque explotaba de verde y volvían las bandurrias. En San Luis, el invierno tiene su encanto. Durante el día, el sol calienta y el afuera es agradable. El tiempo va más lento y los bichos más incómodos duermen. Al atardecer, la temperatura baja y es momento de guardarse, prender la estufa y acostarse temprano. Nuestro primer invierno allí fue una mezcla de excitación, cansancio y adaptación. Al principio estábamos perdidos con absolutamente todo. La basura se sacaba solo dos veces por semana y había que dejarla a media cuadra porque el camión no llegaba hasta nuestra calle. Reorganizar ese tema no fue nada difícil. Incluso a veces la hemos sacado una vez cada dos semanas.
a- Papeles y cartones, a la salamandra.
b- Botellas de plástico y paquetes: a hacer ecoladrillos.
c- Cáscaras de huevo, de verduras, y todo componente orgánico vegetal: pasaba a formar parte del compost.
d- Restos de carne y otras comidas que no pueden ir al compost: a los animales.
La calefacción fue otra cosa. Pasé algunos años en Ushuaia sin una estufa ni salamandra ni gas natural. No lo recomiendo. Es un lugar donde la calefacción se usa todo el año. La única diferencia entre el invierno y el verano, es que la perilla del termostato va de mínimo a máximo. Sin embargo, esos años sin calefactores a gas, mi respiración era mucho mejor y prácticamente no me enfermaba. Costaba salir de la cama, el agua que chorreaba de las canillas de la pileta del baño y la cocina se congelaba y el aire parecía pegarte una cachetada. Pero cuando finalmente tuvimos gas “natural”, es decir, conectado a una red, las estufas calentaron la casa, al borde del sofoque, el aire se resecó y era más sucio. No nos damos cuenta, a menos que hayamos cambiado de vida. El bosque, en cambio, era otro asunto. Allí se respira muy distinto.
En San Luis la estufa se prende solo en invierno, menos de tres meses por año y únicamente cuando cae la noche o si el día estuvo nublado (lo cual no es tan común). Pero la casa nunca se calienta del todo. Además, como todo el mundo se prepara para el calor del verano, las viviendas están frías y la fuente de calor suele ser pobre. Sobre todo en las zonas más rurales, como en la que vivíamos.
La casa que alquilamos era pequeña, orientada hacia el este, para la calle, con una bella vista de las montañas. Una habitación estaba hecha de adobe y se notaba porque el aire se respiraba mejor ahí. La estufa que había era una pequeña salamandra muy simple: tacho de hierro con caño al exterior. Costaba prenderla, costaba mantenerla, la leña había que cortarla para que entrara en la abertura y por supuesto, no calentaba más que a medio metro a su alrededor.
El gato y las bolsas de dormir traídas del extremo sur nos permitieron pasar noches abrigadas pero desde que caía el sol hasta que nos acostábamos, sufríamos el frío. Quién iba a imaginarlo. A diferencia de lo que solía ser en Ushuaia, donde estábamos con poca ropa dentro de casa y muy abrigados apenas cruzábamos la puerta, en San Luis nos poníamos más ropa para entrar a casa. Además, teníamos que comprar la leña y la camionada salía un billete. Ni hablar si el leñero no iba o había juntado menos leña de lo previsto y venía con la mitad del pedido. Todo esto, por supuesto, porque nosotres aún no habíamos aprendido a manejarnos en nuestra nueva situación.
Lo primero fue hacer más eficiente la estufa que ya teníamos. Palucho le puso ladrillos adentro para que el calor se escapara más lento. Le llamamos “la truchen”. Y algunas veces resolvimos con la leña cerca del arroyo seco, donde algunas ramas caídas nos servían muy bien.
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