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Hoy veía pasar por Mastodon una noticia en la que se informaba que tres cuartas partes del tráfico de la antaño utópica (al menos en comparación con su estado actual) red social Twitter provenía de bots. Siendo uno de cada diez de dichos bots un anunciante de sitios porno.
La lucha contra el spam es prácticamente una necesidad desde que se quebró la ingenuidad de tiempos pretéritos. Una escalada armamentística entre la habitabilidad de la red y el ansia capitalista por monetizar su alcance y convertirlo en un negocio. Negocios grandes y pequeños, negocios globales, estafas y campañas de desinformación incesantes. Y pagamos por ello, pues lo que comenzó siendo una enorme pradera de inabarcable libertad, fue parcelizandose con alambrado de espinos por las grandes compañías tecnológicas para finalmente contenernos a todos como el ganado en los cuatro o cinco nexos que nos es inevitable poblar. Y es deliberado el uso de la palabra ganado, pues es la forma exacta en la que somos explotados y utilizados: como un recurso, ya que somos el producto.
Internet tal y como había sido en el comienzo del milenio ya había recibido su estocada letal con el auge de las redes sociales, para dejar detrás de sí un erial apocalíptico de páginas personales y blogs abandonados. No tuvimos mucha elección, pero abandonamos nuestra independencia tecnológica a cambio de la promesa de comodidad y seguridad. Vendimos nuestra privacidad cuando nos convencieron de que no tenía valor.
Más de una década y media después de los hechos que transformaron la red de un día para otro, reflexiono sobre los ecosistemas online en los que merodeamos la mayor parte de nuestro tiempo para darme de bruces con un deterioro tan paulatino que lo hemos convertido en cotidianeidad. Personalmente tengo un apego sentimental por twitter, porque mucha de la gente a la que he seguido y sigo desde hace ya más de una década sigue siendo tan asidua como yo. Se han convertido en cierto modo en rostros familiares, gente de la que ya me conozco sus costumbres y peculiaridades, sus gustos, el nombre de sus mascotas, sus vivencias y pensamientos siempre filtradas por esa tenue sombra de privacidad que aun nos queda, pero que componen una imagen conformada por miles de pequeños momentos expresados en menos de doscientos caracteres. Es habitual que, en ciertos círculos, sea más fácil reconocer a una persona si te dice cual es su cuenta en twitter que su nombre real.
Por ello me da pena que la red que fuera a la vez el rincón más cómodo del pub donde ver caras amistosas, y la gran plaza global donde corrieron como la electricidad las chispas de la primavera árabe, o las protestas del 15M, o las revueltas de Ocupy wall Street, o tantos miles de acontecimientos que transcurrieron brevemente por nuestras pantallas como una medición en tiempo real del pulso de la sociedad, languidezca consumida ya no por Elon Musk, sino por las mareas de los tiempos presentes. Con esto quiero decir que, como he oido ya expresar acerca de más de un tema preocupante, ya hemos pasado el umbral de una nueva era, y no es la posthistória lo que nos toca vivir. Es la era de las consecuencias.
El termino se refiere originalmente al cambio climático, pero desde que lo he leido se ha quedado grabado en mi mente como un descriptor perfecto del espíritu de la actualidad. Será mejor empezar a creer en las distopías, porque vivimos en una distopía estúpida, torpe y rota, de una avaricia y egoismo desmesurado, pero no por ello inteligente o eficiente en ningún sentido. Movida por vientos que nadie salvo Eris maneja y ahogada en la entropía, incapaz de avanzar dos pasos sin tropezarse consigo misma. Como los algoritmos que dictan el entretenimiento y la información que nos es servida cada día y que nadie tiene el poder de controlar.
Vano es el consuelo de los negacionistas y creyentes de conspiraciones que ponen su fe en que alguien esté manejando la situación aunque sea con fines maliciosos. Sólo hay una carrera de tiburones a ciegas que luchan por dar el golpe de sus vidas sin importar el daño que puedan hacer. Las criptomonedas, los NFT, el metaverso, y ahora las IA, la máquina de robar y corromper definitiva. Un arma sucia, radioactiva, con un potencial dañino para la sociedad en una escala nunca vista.
Y mientras eso sucede y las redes guiadas por algoritmos hechos para maximizar la rentabilidad y no el servicio entran en una fase de decadencia irrecuperable, las personas seguiremos creando nuestros espacios lejos de ellas, seguiremos comunicandonos, seguiremos buscando a nuestros semejantes. Seguiremos creando arte, poesía, opiniones, blogs, expresiones de nuestra humanidad. Y simplemente ignoraremos a la máquina. Porque todo el mundo aprenderá a reconocerla.
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