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El miedo se presenta de innumerables formas: una sábana agitada por el viento en lo profundo de la noche, la súbita aparición de un gato negro en el camino, el llamado del teléfono en plena madrugada. Para Eleuterio Luna, pescador de fin de semana, el miedo se presentaría esa noche bajo la forma de una vieja canción infantil sobre la Pora.

Eleuterio tenía una lancha fondeada en Puerto Ruiz, desde donde salía a probar suerte, todos los viernes a la noche, hacia los esteros.

En aquellos parajes de difícil acceso la soledad era imponente: la única escuela de esos pagos tenía sólo dos alumnos. En total había veinte pobladores permanentes. El resto era pastizal, arroyo, barro, monte y lechiguanas.

Cuando arribó al puerto, ese viernes, la luna llena comenzaba a remontar vuelo por encima del horizonte mientras el sol se demoraba en juegos cobrizos sobre los esteros. Su lancha flotaba, quieta, sobre los camalotes. Embarcó sus cosas y partió al anochecer.

Unas horas después fondeó su lancha en una orilla del arroyo Clé. Unos árboles ofrecían reposo y apoyo suficiente allí donde desembarcó. Su magro equipo de pesca quedó sobre un tocón, y poco después tenía armado el campamento. Abrió su maletín, retiró una línea con anzuelos, y se sentó sobre el tocón a contemplar la noche.

Los grillos cantaban, el agua murmuraba, queda, y de a ratos el eco traía el rumor lejano del Gualeguay. Su mente comenzó a danzar en círculos hacia su propio pasado: sus primeros trabajos en la cosecha fina, sus días de escuela, su primera infancia, cuando su madre le cantaba una ronda peculiar:

> A los nenes que desobedecen a su mamá / los lleva la Pora a los esteros del Iberá. / Pora, Pora, venga corriendo a llevarse / a este nene que no quiere acostarse. / Pora, Pora, afile bien sus dientes. / Hoy cenará un nene desobediente.

Los esteros del Iberá estaban muy lejos, y de adolescente había descubierto que los guaraníes pronunciaban Porá, y no Pora. Pero allí, a poco de la medianoche, entre las brumas de los arroyos y los sonidos de los animales nocturnos, en la soledad más intensa que podía imaginar, esos cuentos de viejas se le antojaban macabros. Para romper el silencio comenzó a silbar una de las chamarritas entrerrianas que tanto le alegraban el corazón cuando pescaba.

Pasaron lentamente las horas. La luna, en pleno cenit, alumbraba las islas con su argentino fulgor. Muy a lo lejos se escuchaba, ocasionalmente, otro silbido, que pronto quedó mudo. ¿Sería algún cuatrero extraviado? ¿Algún pescador que, por una extraña coincidencia, había elegido el mismo sitio para echar el anzuelo? Eleuterio esperó y prosiguió con su tarea.

La oleada nostálgica volvió, irremisible. Se vio a si mismo en un sitio similar, con su padre, apenas bajados del ferrocarril, en las orillas del mismo río y corriente abajo. Poco iba quedando de aquellos años alegres (sólo los recuerdos, y la Pora).

¿Y qué era la _Pora_, realmente? Un espíritu maligno que acosaba a los niños. Pues bien, él ya era un adulto mayor, más cerca del arpa que del ratón Pérez. Además, esas supercherías se creían allá en Misiones, en Formosa, en Corrientes. Por estos pagos no había tales duendes.

Un silbido cortante y cercano le apretó el corazón con dedos de hielo. ¡Allí, en la costa de enfrente, se veían luces! Otro silbido, esta vez un poco más largo, se dejó oir a su derecha. Un carpincho comenzó a chillar, aterrado, aumentando así la atmósfera de miedo que envolvía las sombras de aquel yermo. Quien silbaba ocasionalmente seguía, impertérrito, en su insidiosa tarea. A lo lejos escuchó un batir de alas cuando las aves, espantadas, huyeron a otros terrenos. Se encontraba a solas con aquello que ya estaba alcanzando la orilla de enfrente.

Eleuterio gritó dos veces: una, al ver que aquella silueta no era humana; la segunda, cuando los ojos llameantes de esa criatura se posaron en él y pronunciaron su nombre.

Por fin, reaccionó. De un salto abordó su lancha y la puso en marcha, poniendo proa hacia Puerto Ruiz. Su farol tardó en encenderse, y en vez de retomar el curso del arroyo Clé se internó en uno de sus brazos. Detrás escuchaba a la Pora —ya estaba seguro de que se trataba de ella— correr a lo largo de la orilla, siseando.

Descubrió, horrorizado, el error de navegación, pero ya era tarde para dar la vuelta. Decidió seguir, haciendo uso de sus conocimientos de baqueano. Jamás había navegado aquel brazo de noche. De día era un excelente atajo. De noche, una trampa mortal.

Poco a poco el motor fue ganando terreno frente a las zancadas de la Pora. La oía silbar cada vez más atrás. ¡Lograría alcanzar el Gualeguay! Allí el curso del río era ancho y podía navegar seguro por el medio.

Cuando faltaban unos pocos centenares de metros para salir al río, la Pora le cayó encima. Olía a muerte, a corrupción, a poso de flores muertas en una alcantarilla de cementerio. Sus garras, afiladas, le tajearon la cara y el pecho. De su boca emanaba un efluvio putrefacto.

En el paroxismo de la desesperación, Eleuterio aceleró a fondo la embarcación y empujó con todas sus fuerzas a la entidad, que cayó con estrépito en las aguas frías del arroyo. Un pandemónium de chillidos rompió el silencio de la madrugada, y alertó a unos pescadores que se hallaban a poca distancia.

Estupefactos, encendieron un farol de querosén que alumbró el río y el bote, en donde vieron una silueta encorvada sobre la proa, como buscando algo. Remaron hacia allí, pero cuando llegaron sólo hallaron unas prendas raídas, una lámpara de gas y una mancha de sangre mezclada con lo que parecía ser una sustancia negra y viscosa en el fondo de aquella embarcación. Mientras rompía la primera alborada, de la otra orilla se elevó una carcajada, que se elevó hasta lo grotesco antes de perderse en un llanto desconsolado.