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Dicen que el primer amor es aquel que recordamos con dulzura todas las tardes de nuestra vida. Horacio lo sabe, y en su mirada cansada se adivina aún el rastro de aquellos años felices.

Horacio conoció a Sebastián el último año de la primaria, una dorada tarde de abril, cuando las hojas de los árboles presagiaban en murmullos un invierno duro. Esos primeros días de amistad se poblaron de caminatas bajo el crepitar de las hojas otoñales y los oblicuos rayos de un sol letárgico.

Pronto esa amistad se fundió en un amor intenso, desesperado y vano, como lo son todas las pasiones que nacen en los primeros años de nuestra juventud. Componían canciones las tardes de sábado, cuando las luces del atardecer cobraban el color del deseo. Las primeras eran vagas, generales; a partir de la sexta el sentido poético se impuso al impulso incontinente, y de sus trazos brotaron verdaderas fuentes de inspiración.

Una noche invernal, cuando ya las luces en la sala de estar auguraban la llamada paternal para poner fin a la tertulia, Sebastián declaró su anatema: pronto un cáncer prematuro lo llevaría más allá de donde sus caminatas juntos podrían llegar jamás. Horacio lloró, esa noche y tres noches más, pero la cuarta la compartió con su amigo. Lo besó con dulzura, contempló sus ojos y compuso la canción número 16 que, años más tarde, se convertiría en la favorita de muchos adolescentes como él.

Anoche —me cuenta Horacio con lágrimas en los ojos— esa canción volvió a sus oídos cuando su sobrina, tan joven como él mismo durante su primer amor, la tarareó mientras volvían con la familia de una tarde de campo. Adriana —la sobrina— la descubrió entre unos viejos discos de vinilo y le insufló nueva vida en la radio comunitaria donde trabaja.