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Al comenzar a escribir, era 19 de enero de 2024 a las 06:08 y así estaba el clima en Veracruz: 21 °C ☁ sentidos como 22 °C 🌬️ 1.54 m/s NW 💧 88%
Llevo casi dos días procesando un milagro.
Hace 19 años estaba concluyendo mis estudios de Maestría. Llevaba un ritmo trepidante y me encontraba listo para cerrar ese proceso con un proyecto de titulación que no vería la luz...
Hay que viajar al pasado teniendo en cuenta que el pasado es lo que más cambia.
Cuando inicié los trámites, me informaron que estaba perdida mi documentación oficial, que les había entregado al iniciar los estudios, siendo los originales del título y del certificado de licenciatura los más problemáticos. No podía iniciar mi proceso de titulación en tanto no se resolviera ese tema, a pesar de no tener responsabilidad en el mismo.
Pasaron cerca de tres años para que pudiera retomar el asunto. Pero ya no fue igual. Había perdido la inercia en ese proceso y me había implicado en otros, tanto laborales como personales, que absorbían todo mi tiempo, toda mi energía y, más que nada, todo mi interés.
Estuve viajando a Cuba para atender unos proyectos educativos durante cerca de 8 años a partir de mi egreso de la Maestría, me invoclucré en un proyecto profesional de gran calado que me tuvo viajando e impartiendo cursos de forma intercalada, me casé, asumí un nuevo puesto en mi trabajo, evolucioné como docente, me convertí en papá, acompañé a mi madre en el hospital cuando estuvo al borde de la muerte, me divorcié y yo mismo estuve al borde de la muerte, renací, me enfrenté a la pandemia liderando el modelo con el que se atendió a los estudiantes de la universidad en la que trabajo... Y en todo ese camino, hice varios altos tratando de retomar el pendiente de mi titulación, pero no lograba concretarla.
He recibido varios indicios de buenas oportunidades que se me han escapado por no contar con ese título. Aunque haya una buena justificación detrás del asunto, en términos prácticos, el pendiente estaba ahí y ya era insostenible.
Esta semana, se concretó mi salvación. Ya me encuentro en el último trámite y todo indica que no hay forma de que detener el cierre de ese gran ciclo que pesaba sobre mí como una montaña...
Una montaña es lo que enlaza mi relato (real y personal) de arriba con "La sociedad de la nieve", película que mi pareja propuso que viéramos anoche, en el marco de las celebraciones por lo conseguido.
Sin profundizar en la calidad cinematográfica, sobre la que basta decir que es memorable en el mejor de los sentidos, la película me conmovió porque detrás de ella, hay una historia real, de varios jóvenes que tendrían, en promedio, la edad que yo tuve cuando inició el calvario de mi proceso de titulación de maestría.
¡No estoy comparando las "tragedias"! ¡Dios me libre de semejante atrocidad! Estoy reflexionando sobre tres ejes que me parecieron conmovedores en esa historia de Los Andes y que deben resultar inspiradores para quienes la miran a través de la película: resiliencia, esperanza, deseo de vivir.
Los tres se retroalimentan. La resiliencia es lo que coloquialmente conocemos como "instinto de superviviencia", pero matizado en un marco comunitario en el que la vida de muchas personases tan importante como la propia. En ese vuelo no había asesinos, no había desconocidos, había gente cercana que se quería y su único "enemigo" era la cordillera. La resiliencia fue más que sólo el instinto de sobrevivir, les llevó a reinventarse en muchas dimensiones de sus vidas, la moral, quizás, la más complicada de todas.
Sobre la esperanza, la historia de los supervivientes nos deja muy claro lo que afirma Sergio Pitol:
Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas: Sangran.
Y es esa esperanza la que alimenta el deseo de vivir, de valorar hasta los aspectos que menos nos gustan de la vida. "Quiero bailar" decía Numa, "¡Pero si tú nunca bailas!" le increpaban en plena tragedia, "ahora quiero" les respondía. Y el deseo de vivir, les encendía el combustible de la resiliencia, perpetuando un ciclo que, a un observador lejano le podría parecer cruel, pero que, al final, no lo fue.
Quiero seguir aprendiendo a ser así de cursi como los sobrevivientes del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, a ser capaz de descubrir la belleza de la montaña que me está matando, a adaptarme a las circunstancias y a entender que la esperanza no es siempre el cumplimiento de un capricho, que esperar es muchas veces despedirse de una realidad y dar cabida a una nueva forma de escribir nuestro futuro. Quiero ser capaz de enseñar eso a mi hija y a mis estudiantes.
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