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VIVENCIAS VIVIDAS

â–ş RECUERDOS CALLEJEROS

El pasado domingo fui a ver a mi hermana a mi ciudad natal. Fuimos a dar una vuelta y pasamos por la calle en la que nos criamos.

Eran cerca de las siete de la tarde, pero ya era de noche. Pese a que las farolas estaban encendidas, habían zonas entre farola y farola en cierta penumbra. No hace tantos años que me fui a vivir a otro sitio, y me sorprendió ver la calle vacía. Aunque lo sabía, no lo recordaba (o no quise hacerlo).

Me asaltaron a traiciĂłn recuerdos de infancia.

Antes era una calle con mucha vida, bulliciosa a veces. En el tramo de mi manzana había un bar, un herrero, una tienda de alimentación, la frutería de la madre de la Consoli, la niña de ojos azules que nos traía locos a todos, y una juguetería.

En la acera de enfrente, un parking vigilado por un abuelete sentado en una silla de mimbre en la entrada, a pie de calle, la tienda de electrónica Moro, que llevaban la Manoli y su hijo, una carnicería y otra tienda, que llamábamos en el barrio "La Maite", aquella mujer de extraña apariencia, obesa, pelo churretoso y con linfedema en las piernas que la hacían caminar con un marcado vaivén, pero de gran corazón. No habían letreros en las tiendas, pero tampoco hacía falta, conocías a las dependientas y ellas a ti y a tu madre. Las tiendas se llamaban como sus dueñas.

Ya hace muchos años que no queda nada de eso. La apertura de grandes superficies con zonas de ocio en los 90 se fue cargando el pequeño negocio de barrio de forma agonizante. Ahora solo hay sucias chapas que atestiguan el cierre de lo que un día hubo. Solo el bar, que ha cambiado de dueños varias veces, permanece abierto.

En una esquina había un parque con dos niveles, hoy inexistente (hicieron edificios y el casal del barrio), y en la siguiente manzana, había un pequeño descampado con una canasta cerca de la pared (hicieron edificios también).

En el primer parque habían columpios y era normal ver niños en ellos, o jugando a pelota. En el segundo nivel, que se accedía por unas escaleras, habían bancos y una fuente. Como quedaba algo escondido, allí solo iba la delincuencia del barrio, era zona vetada.

En el otro parque se juntaba la chavalería a jugar a canicas, a la peonza, a la lima, o a un juego inventado, inspirado en el béisbol, llamado Vaca, pero que se jugaba con palos.

También se usaba para hacer la hoguera de San Juan.

Pero todo eso daba igual, todos y todas jugábamos allí, pero también en la misma calle, daba igual si pasaban coches, nos apartábamos para volver a juntarnos después de que pasaran. Siempre había una media de 6 niños/as en la calle y unos 20 repartidos entre los dos parques. ¿Qué habrá sido de aquellos niños que crecieron y se fueron del barrio?, me lo pregunto muchas veces.

Era común ver a unas niñas saltando a la comba o a las gomas en la entrada escondida de un garaje. Unos niños intercambiaban cromos del álbum de moda sentados en el bordillo de un portal. Los más "adolescentes" estaban al lado de la frutería desparramados por el suelo o apoyados en los coches aparcados.

Los más gamberretes se hacían tirachinas con una botella y un globo, y se pasaban el día ensuciando paredes y letreros de marrón con las bolitas que caían de los árboles. Otros se los hacían con una madera, gomas y pinzas, lanzando al cielo el proyectil para ver cual llegaba más lejos. Otros hacían puntería con las placas de vado, ventanas, gatos callejeros...

Los que menos, correteaban con sus bicis BH de ruedas amarillas, que eran carísimas, y los que más, nos tirábamos por las cuestas en trozos de madera lacada que habíamos encontrado en la basura (eso de la recogida de muebles viejos es una modernidad).

Todos, en algĂşn momento, habĂ­amos pintado con tiza en el suelo o en las paredes. Se podĂ­an leer mensajes de amor, acusaciones de a quien le gustaba quien, o dibujos de todo tipo, inocentes, eso si.

Mientras tanto, una legión de madres iban y venían, entraban y salían de las tiendas, con sus capazos de cesta (no existía aun el negocio de las bolsas de plástico) llenas a reventar.

De paso, nos vigilaban entre todas, porque en una época donde no habían smartphones ni internet, todas las madres sabían donde, con quien y qué habían hecho sus hijos y los de las demás. Eso sí que era una red.

Era muy habitual sacar sillas a la calle y reunirse unos cuantos vecinos para hablar por las tardes, mientras los niños, liberados ya del horario escolar, merendaban y jugaban.

Ellos en el bar (en cada tramo había mínimo 2), ellas al lado de la electrónica Moro para cotillear mientras dejaban la acera llenas de cáscaras de pipas.

Miraba la calle y no podía creer cómo todo había cambiado tanto. Las correrías del Jorge, del Alfonso, del Nemesio, las gamberradas del Adrián, el Emilín; las niñas saltando a la comba a la par que cantaban canciones, llevando a cabo sus primeros torpes coqueteos, los intimidables Costa y panocho...

Todo eso quedó atrás. Los recuerdos viven en mi interior, pero esa realidad ya no existe.

Me voy de allĂ­ con un gran sentimiento de melancolĂ­a y ecos de algarabĂ­a resonando en mi mente.

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