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Antiguamente, en la vieja ciudad china de Handan, existía una costumbre extraña y muy curiosa que llamaba la atención de todos los visitantes de otras partes del país: los habitantes de Handan sabían que su amado rey adoraba las palomas y por esa razón las cazaban durante todo el año para entregárselas como regalo.
Cada día, campesinos, comerciantes y otras muchas personas de diferente condición, se presentaban en palacio con dos o tres palomas salvajes. El monarca las aceptaba emocionado y después las encerraba en grandes jaulas de hierro que se encontraban en una galería acristalada que daba al jardín.
La gente de Handan se preguntaba para qué quería tantas palomas. Todo el mundo estaba intrigadísimo y corrían rumores de todo tipo, pero el caso es que nunca nadie se atrevió a investigarlo por temor a las represalias. A fin de cuentas, el rey tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana.
Pasaron los años y sucedió que, una mañana de primavera, un joven muy decidido se plantó ante el soberano con diez palomas que se revolvían nerviosas dentro de una gran cesta de mimbre. El monarca se mostró francamente entusiasmado.
– Gracias por tu regalo, joven ¡Me traes una decena de palomas! Seguro que has tenido que esforzarte mucho para atraparlas y lo valoro mucho ¡Toma, ten unas monedas, te las mereces!
Viendo que el soberano parecía un hombre alegre y cordial, se animó a preguntarle para qué las quería.
– Alteza, perdone mi indiscreción, pero estoy muy intrigado ¿Por qué le gusta tanto que sus súbditos le regalemos palomas?
El monarca abrió los ojos y sonrió de oreja a oreja.
– ¡Eres el primero que me lo pregunta en treinta años! ¡Demuestras valentía y eso dice mucho de ti! No tengo ningún problema en responderte porque lo hago por una buena causa.
Le miró fijamente y continuó hablando.
– Cada año, el día de Año Nuevo, realizo el mismo ritual: mando sacar las jaulas al jardín y dejo miles de palomas en libertad. Es un espectáculo bellísimo ver cómo esas aves alzan el vuelo hacia el cielo y se van para no regresar.
El joven puso cara de no comprender la explicación. Titubeando, le hizo una nueva pregunta.
– Supongo que es una exhibición increíble pero, ¿es la única razón por la que lo hace, señor?
El rey suspiró profundamente y respondió con orgullo:
– No, joven, no. Lo hago sobre todo porque al liberarlas estoy demostrando que soy una persona compasiva y benévola. Me gusta hacer buenas obras y me siento muy bien regalando a esos animalitos lo más preciado que puede tener un ser vivo: ¡la libertad!
¡El joven se quedó muy confundido! Por muchas vueltas que le daba no entendía dónde estaba la bondad en ese acto. En lugar de quedarse callado, se dirigió de nuevo al soberano.
– Disculpe mi atrevimiento, pero si es posible me gustaría compartir una reflexión.
El rey aceptó escuchar lo que el chico tenía que comentar.
– No tengo inconveniente ¡Habla!
– Como sabe somos muchos los ciudadanos que nos pasamos horas cazando palomas para usted; y sí, es cierto que atrapamos muchísimas, pero en el intento otras mueren porque las herimos sin querer. De cada diez que conseguimos capturar, una pierde la vida enganchada en la red. Si de verdad se considera un hombre bueno, lo mejor es que prohíba su caza.
Inmediatamente, el monarca saltó del trono y con su voz profunda gritó:
– ¡¿Me estás diciendo que prohíba su caza?! ¡¿Cómo te atreves…?!
El joven no se amedrentó y siguió con su razonamiento.
– ¡Sí, señor, eso le propongo! Por culpa de la caza muchas palomas mueren sin remedio y las que sobreviven pasan meses encerradas en jaulas esperando ser liberadas. ¿No le parece absurdo tenerlas cautivas tanto tiempo? ¡Ellas ya han nacido libres!
El rey se quedó en silencio. Hasta ese momento jamás se había parado a pensar en las consecuencias de sus actos. Creyendo que hacía el bien, en realidad estaba privando de la libertad, o incluso de la vida, a miles de palomas cada año solo por darse el gusto soltarlas.
Tras un rato absorto en sus pensamientos reconoció su error.
– ¡Es cierto! Tus palabras me han hecho cambiar mi opinión. Tienes toda la razón: esta tradición no me convierte en una buena persona y tampoco en un rey más justo ¡Hoy mismo mandaré que la prohíban!
Antes de que el chico pudiera decir nada, el monarca chascó los dedos y un sirviente le acercó una caja dorada adornada con impresionantes rubíes, rojos como el fuego. La abrió, cogió un saquito de tela repleto de monedas de oro y se la entregó al joven.
– Tu consejo ha sido el mejor que he recibido en muchos años así que aquí tienes una buena cantidad de dinero como muestra de mi agradecimiento. Creo que será suficiente para que vivas bien unos cuantos años, pero si algún día necesitas algo no dudes en acudir a mí.
El joven se guardó la bolsa en el bolsillo del pantalón, hizo una reverencia muy respetuosa, y sintiéndose muy feliz consigo mismo regresó a su hogar. La historia se propagó por todo Handan y el misterio de las palomas quedó resuelto para siempre.
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