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El Conejo en La Luna

Hace cientos de años, el dios Quetzalcóatl decidió bajar a la Tierra y viajar por todo el mundo. Sin embargo, tenía la apariencia de una serpiente adornada con plumas de color verde y dorado, así que para que no le reconocieran, adoptó forma humana y emprendió el camino.

Escaló altas montañas, cruzó acaudalados ríos y atravesó muchos bosques sin descanso. Al final de la jornada, sintió que las fuerzas ya no le acompañaban. Había caminado tanto que, al llegar la noche, decidió que era la hora de tomar un descanso para recobrar la energía. Feliz por todo lo que había visto, se sentó sobre una roca en un claro del bosque, dispuesto a disfrutar de la tranquilidad y la paz que se respiraba en ese espacio natural.

Era una preciosa noche de verano. Las estrellas titilaban en el cielo como si fuera un enorme manto de diamantes y, junto a ellas, una enorme luna vigilaba todo desde lo alto. El dios pensó que era la imagen más bella que había visto en su vida.

Al cabo de un rato se percató de que, junto a él, había un conejo que le miraba masticando algo.

– ¿Qué comes conejito?, le preguntó.

– Un poco de hierba fresca. Si quieres puedes probarla, le dijo el conejo.

– Te lo agradezco mucho, pero los humanos no comemos hierba, le respondió el dios.

– Pero entonces ¿qué comerás? Se te ve cansado y hambriento, insistió el conejo.

– Tienes razón. Si no encuentro nada que comer, moriré de hambre, sentenció.

Ese comentario hizo que el conejo se sintiese muy mal ¡No podía consentir que eso sucediera! Se quedó pensativo y en un acto de generosidad, se ofreció al dios.

– Solo soy un pequeño conejo, pero si quieres puedo servirte de alimento. Cómeme a mí y así podrás sobrevivir.

El dios se conmovió por la bondad y la ternura de aquel animalito. Le ofrecía su propia vida para salvarle.

– Me emocionan profundamente tus palabras, le dijo mientras le acariciaba la cabeza– A partir de hoy, siempre serás recordado. Te lo mereces por tu noble gesto.

Entonces, lo tomó en brazos y lo levantó tan alto que su figura quedó estampada en la superficie de la luna. Después, con mucho cuidado, lo bajó hasta el suelo y el conejo pudo contemplar con asombro su propia imagen brillante en la luna.

– Pasarán los siglos y llegarán nuevos hombres, pero allí estará siempre el recuerdo de tu generosidad.

Y así fue. De hecho, aún hoy, si la noche está despejada y miras la luna llena con atención, descubrirás la silueta del bondadoso conejo que hace muchos siglos quiso ayudar al dios Quetzalcóatl.

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