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Era una chica menuda y atractiva, soñadora y risueña, sensible y con un gran corazón. Su presencia transmitía una sensación agradable de bienestar. Pero nació en la época equivocada.
Era una persona autosuficiente, algo que en una época como aquella era sinónimo de amoralidad, porque lo normal era la dependencia del hombre y de la familia y se rechazaba tajantemente lo que no fuese así.
Una chica de su edad debía quedarse en casa a ayudar a su familia mientras pensaba en una fecha para casarse. Eso no iba con Iria, ella era un espíritu libre.
De pequeña fue separada de sus padres, que fueron fusilados, y se crió con una tía segunda, Avelina, una viuda que ya tenía más que suficiente con sus cinco hijos que apenas podía alimentar. Iria tuvo que espabilarse sola desde bien pequeña, lo que hizo que su mente aprendiera libremente, sin adoctrinamiento ninguno.
Quizá por haberse criado así, no entendía las prohibiciones de los mayores, de los profesores de la escuela a la que casi nunca iba, o las de los curas de la Iglesia que la castigaban día si y día también. No entendía como la poesía podía ser “palabras del diablo”, cómo decir lo que pensaba podía ser malo, y más tarde, cómo darse placer masturbándose podía ser pecado. Tampoco entendía ni quería entender por qué tenía que esconder su manera de ser; ella no hacía nada malo.
Se deleitaba con historias que le había oído a su tía sobre cómo hubo un tiempo, no hace mucho, en que las personas eran libres de hacer o decir lo que pensaban, donde se fomentaba la lectura de libros hoy prohibidos o certámenes de poesía, y de cómo la mujer despertaba del yugo patriarcal. Pero también de cómo habían resistido la represión fascista, siempre ingobernables, indomables hasta la muerte.
Hoy todo eso era muy diferente. "Niña, olvida esas tonterías que tienes en la cabeza o un día te van a llevar" le decía su tía en voz baja mirando a todas partes para estar segura que nadie más que Iria la oía. Pero Iria no le hacía caso, ella no hacía nada malo.
Ramón, un mocoso de 5 años, el hijo menor de Avelina, pese a su corta edad, estaba fascinado por la personalidad de Iria y la seguía a todas partes, a hurtadillas primero y consentidamente por parte de Iria después, pero a escondidas de su madre.
Fue creciendo y las miradas inquisitivas iban en aumento. "Avelina, haz algo con tu sobrina, esa chiquilla es la mismísima hija del diablo" le aconsejaba el párroco del pueblo a la tía de Iria, la cual acababa echando educadamente de su casa a ese cuervo carroñero, enfadada con Iria, pero también con ella misma, porque en su fuero interno, envidiaba la inocencia y la fuerza de espíritu de su sobrina, de la que estaba más orgullosa que de cualquiera de sus hijos.
Como ya rozaba la adolescencia y las hormonas empezaban a hacer estragos en un cuerpo libre, medió la Iglesia en su educación dado el historial rebelde de Iria.
Pero un águila no puede ser enjaulada y la cautividad le provocaba tristeza y aún más rebeldía. Las monjas no podían con ella, era desobediente y los castigos, tanto físicos como psicológicos, eran el pan nuestro de cada día.
Como un preso peligroso en régimen de aislamiento al que no le dejan ver la luz del sol, Iria se consumía día tras día en su celda particular. Empezó a no comer, a no lavarse y a vagar sin rumbo como un muerto en vida.
Una noche soñó con aquellos hombres y mujeres libres de los que hablaba su tía. Se vio a sí misma en uno de los ateneos habilitados en un antiguo local que pertenecía al Ministerio de Hacienda, leyendo poesía junto con otras mujeres, mientras en la calle todo era alegría y jolgorio. Los hombres habían desmantelado una parroquia y estaban organizando un comedor social y una escuela para adultos. Y se sintió feliz, y su alma se revitalizó. Cuando despertó por la mañana se juró a sí misma que no volvería a arrodillarse ante nadie, que sería una “indomable” como aquellas.
Empezó a contestar con altivez, robaba la comida que le negaban y la compartía con sus compañeras de “cautiverio”, desobedecía enérgicamente las imposiciones de las crueles “hermanas”, incluso intentó escaparse varias veces. Buscó formas de exacerbar a las monjas, comportándose de manera que las sacara de quicio.
En una ocasión cogió los hábitos de la hermana Soledad de la lavandería y se hizo pasar por monja durante dos horas, permitiendo todo tipo de licencias a las internas, lo que provocó un revuelo descomunal.
En otra ocasión se hizo pasar por sonámbula y se subió a la barandilla del balcón del salón común a hacer equilibrios. El Domingo de ceniza provocó un pequeño incendio en la sala de costura que lo llenó todo de humo: “¿No queríais cenizas? Pues ahí tenéis”.
"Está fuera de sí, como poseída por el demonio. Vamos a tener que ingresarla en un sanatorio para enfermos mentales. Es por su bien; haga el favor de firmar estos documentos" le había dicho el Obispo en persona a Avelina, que firmó a regañadientes. No podía revelarse ante tal autoridad. “Una boca menos que alimentar” pensó Avelina para autoconvencerse de que hacía lo correcto, pero en el fondo se sentía culpable de lo que estaba haciendo.
Trasladaron a Iria a más de 300 kms de su hogar, a un sanatorio mental en Zaragoza, que más parecía una cárcel de la época Victoriana. Fue sometida a un régimen de disciplina militar, torturada y vejada, y después atiborrada de medicación para desactivar su conducta. Y así abandonó la adolescencia para pasar de puntillas por la madurez.
Los tiempos cambiaron y a sus más de 70 años le dieron el alta, en una campaña gubernamental dependiente de la ley de memoria histórica de revisión de expedientes psiquiátricos.
Ramón, el hijo de Avelina, se hizo cargo del despojo en que se había convertido la soñadora Iria, que pese a todo, aun conservaba esa luz viva en sus ojos. A Ramón le partía el corazón ver a Iria, esa jovencita que tanto le fascinaba cuando era un mocoso, en ese estado; no parecía ella.
De vez en cuando, en algún momento de lucidez pasajera, contaba alguna historia a los hijos de Ramón sobre aquellos hombres y mujeres indomables, y de como ella leía poesía junto a otras mujeres en el ateneo.... no, espera, eso había sido un sueño.
Por un momento había vuelto a aparecer en su rostro la chiquilla que había sido, pero al poco rato volvía a ser solo su sombra. Muchas noches se despertaba empapada en sudor y muy nerviosa, debido a las pesadillas que no la abandonaron jamás, oscuros recuerdos que le hacían revivir toda su desgraciada vida.
Unos años más tarde se debatía entre la vida y la muerte a causa de unas fiebres de varios días, y por fin una noche consiguió ser un espíritu libre, a la edad de 77 años.
Esta historia es inventada, pero no por eso no deja de ser real. Muchas personas fueron ingresadas en instituciones mentales simplemente por ser diferentes, por pensar diferente o por hacer las cosas de manera diferente. Muchas fueron torturadas y, finalmente, asesinadas entre las cuatro paredes de una celda de castigo, porque aunque eran sanatorios del clero, más parecían cárceles.
Las que consiguieron salir quedaron marcadas para el resto de su existencia, y aunque ya eran libres, seguían presas en sus martirizadas mentes.