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2005-01-25
Es un hecho que no por habitual deja de ser interesante: El hombre parece sentir una necesidad compulsiva de marcar hitos en su pasado, de atomizar la existencia, dividirla en secciones claras y definidas. Quizás para que sean más digeribles.
Por ejemplo: La Edad Media dió paso al Renacimiento exactamente el 29 de Mayo de 1453, con la caída de Constantinopla ante los ejercitos turcos.
Y, sin embargo, para la mayoría de la gente (con la notable excepción de los propios ciudadanos de Constantinopla, claro), el día anterior a la victoria turca fué exactamente igual al siguiente. Los campesinos salieron a labrar sus campos como lo habían hecho ayer, los pintores siguieron los cuadros que tenían a medio terminar si cambiar su estilo, en los monasterios rezaron las mismas oraciones (escepto en la catedral de Santa Sofía, evidentemente), y los navegantes no cambiaron su rumbo.
De hecho, los cien años anteriores se diferenciaron muy poco de los cién siguientes. Nadie pareció apercibirse de que entraban en una nueva era.
No digo con este ejemplo que el Renacimiento fuese igual que la Edad Media. Si no que el cambio fué lento, suave, a lo largo de mucho tiempo, y que es imposible establecer una frontera definida.
Pero nos gusta poner límites claros. Nos ayuda pensar que hasta aquel día el mundo era uno, y el siguiente ya era otro.
De igual modo nos gusta celebrar cumpleaños: Decir "Ya soy un año más viejo que ayer", cuando solo eres un día mayor. Sabes, en realidad, que no es cierto. Pero, supongo, te sirve para aclarar conceptos.
Toda esta tontería pseudofilosófica viene a que, ayer, Li y yo celebramos el primer aniversario de nuestra relacción. No fué hace un año en realidad cuando esto comenzó. Ni fué un poco antes. Ni algo después tampoco.
Hace más de un año nuestra relacción era de una forma y ahora es otra distinta. Sin fronteras visibles, sin límites precisos.
Pero, en cierto modo, ayer cumplimos un año. Pusimos ese pequeño hito en nuestra historia particular.