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2004-02-10
Me crié en el límite entre la ciudad y la vega de Granada.
A saber: Podía salir del portal de mi casa, cruzar una calle y llegar a un fascinate solar repleto de cascotes, chatarra y desperdicos. Y, más allá de este solar, la "salvaje" inmensidad de huertas, maizales, campos de tabaco y, casi en el horizonte del universo conocido, misteriosas choperas que aguardaban en silencio el paso de intrépidos exploradores.
Mi colegio estaba en esa vega, y tenía que andar por un camino bordeado de zarzamoras, ortigas y saúcos para ir a clase.
Los días de la infancia siempre se evocan mucho más luminosos y reales, aunque supongo que solo es una traición del recuerdo. Pero lo cierto es que aquella época de bandadas de críos correteando como una plaga bíblica por caminos polvorientos, trepando a higeras y arrasando cañaverales tiene todos los puntos para convertirse en el arquetipo de la añoranza.
Debe ser que tengo el día melancólico.
En una época en que solo había dos canales de televisión, las diversiones infantiles eran bastante más incivilizadas que matar monstruos en la Play Station:
"_Explorar_" casas abandonadas era una idea emocionante cuando no conocías el concepto "allanamiento de morada".
Guerrear a pedradas con las niñas del colegio de al lado, o acabar atando alguna a un árbol, sonaba tremendamente razonable (Ahora que lo pienso, visto con la perspectiva de los años, lo de las pedradas me parece un poco peligroso, pero lo de atar colegialas aún puede llegar a tener su interés[1]).
El maiz, si lo robas y lo asas en una hogera. La fruta, si la comes directamente del árbol ajeno. Las habas arrancadas a toda prisa de la mata. Todo eso tiene un dulce sabor a bandidaje que compensa el riesgo de regresar a tu casa atenazado de una oreja. O incluso el de sentir el cruel mordisco de los perdigones de sal.
Si te dedicas a la guerra, el allanamiento y el latrocinio hortofrutícola, necesitas un escondite donde refugiarte. Para ello nada mejor que una choza en el cañaveral más cercano, o la caja de un camión en la chatarrería.
Trepar, saltar, correr, huir, retar, caer, pelear, escarbar, perseguir, arrojar...
Todas las madres del barrio disponían de un completo surtido de vendas, tiritas, cremas... Y mercromina[2], mucha mercromina. Mi infancia está teñida por el rojo de la mercromina.
La mercromina, como todo en ese tiempo, se obtenía en "la tienda del Quique", un local poco iluminado y fresco, en cuyas polvorientas estanterías podías encontrar dede una lata de atún a un rollo de cuerda o crema para los zapatos. Y, si no lo encontrabas, se lo podías pedir al "abuelo del Quique" o a la "madre del Quique". Estoy seguro de que tanto la tienda, como el abuelo, como la madre, tenían nombre.
Hoy, en mi solar y la fabulosa chatarrería aneja, hay un elegante parque. Las higueras y el cañaveral que nos ocultaban están bajo una gasolinera. En mi maizal ha brotado un centro comercial. Las matas de habas ha mutado en edificio de viviendas. Por la mayor parte de las casas objeto de mis allanamientos pasa una autovía. En la tienda de Quique hay un cuidado escaparate con muebles de diseño.
El tiempo transcurre lento pero inexorable. Como una apisonadora.