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Este artículo se publicó prmero en
el 8 de octubre de 2005
El niño que fuimos nos habita siempre. Oímos a veces sus berrinches por un capricho contrariado o lo oímos, de noche, llorar su desconsuelo en un rincón protector de la casa, ésa que también siempre habitamos. Ay de aquel que no mantenga vivo al niño a flor de alma, decía Miguel de Unamuno a su manera; gracias a su relación conspirativa con la loca de la casa -la imaginación- nunca terminamos de estar acabados y cerrados, somos seres siempre en obras: disculpen las molestias, parece que decimos a veces; y es el niño, sea la que sea la edad que tengamos, tal cual sea la circunstancia en que, sorpresivamente, aparece, haciéndonos preguntas impertinentes, metiéndonos en la indecisión y la duda en el momento más inoportuno.
Por eso causa tanta desazón, y la sentimos muy especialmente los que nos dedicamos a enseñar, verlos crecer o crecidos, cuando en un azar, tras haberlos conocido al llegar por primera vez al instituto -silabeando aún en las lecturas, aturdidos y con la mirada transparente y sorprendida-, nos los encontramos en un aula del último curso de bachillerato, con la voz cambiada y algo de ojeras y miradas más turbias, llenándose ya de planes de futuro, casi de parte ya del profesor. Es entonces cuando, en justa correspondencia, el niño que habita al maestro, impertinente a su vez, mete dudas sobre el trabajo hecho, y busca y añora a aquel niño inquieto y travieso y siente algo así como un repentino y molesto remordimiento… También los pueblos, que a su manera, fueron niños en algún momento, sufren de sus travesuras en la provecta edad en que ya se les consideraría crecidos y adultos, terminados y estables, incapaces ya para la sorpresa o el juego creador. Le pasa a España, a los pueblos de España, que no se acaban de sentir a gusto en la edad adulta que le otorgan los siglos que su nombra anotan en los anales. Y el niño se escapa de la clase de nuevo (en Cataluña, en las Vascongadas, mañana en Andalucía o Galicia) y hace la rabona y no hace deberes, y se rebela contra el profesor y el padre.
Y eso, que a tantos asusta, que tantos no comprenden y que a otros más ponen de los nervios (algunas hablan ya, otra vez, de ruidos de sables, otros de la pasta que nos va a costar, de su nación o la mía o la nuestra…) a mí me da una íntima alegría. Porque ese niño de España, que no termina nunca de estar a gusto, es que está vivo como el rabo de una lagartija, y que tanto castigo de guerras, dictaduras y exilios no le han apagado el ánimo y los bríos de la niñez, cuando tantas poblaciones se adormecen o mueren en el hastío de los adultos que ya no recuerdan cómo eran en su infancia. Este pueblo está vivito y coleando, no sé por qué tan poca gente se da cuenta de eso, del torrente de energía creadora, contradicción viva y posibilidad abierta que tenemos.
Que nadie se engañe cuando lea noticias sobre la huelga general que la CGT convocaba estos días en Francia, pensando que de allí va a salir otro 68, otro resfriado europeo producto del estornudo francés. Allí ya no pasa nada, se han hecho mayores. Lo que está pasando aquí, si somos capaces de traspasar el ruido político de las reformas de los estatutos, y las alarmas y llamadas al orden de los padres y maestros, es más gordo e importante. Aquí, una de las naciones más antiguas de Europa, ahí es nada, sigue buscando su identidad y encaje, negándose a comportarse como sus luengos siglos de vida le aconsejan. Un poco más allá del follón aparente de las autonomías, un poco más a la izquierda y más al fondo, está el niño intermitente de España, dispuesto a nacerse de nuevo, a inventar de nuevo su lugar en el mundo.