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  Príncipe de la bruma
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Capítulo Primero
El palacio es hermoso

Acepta mi magia, observador, pues la Primera Estrella nos ha 
concedido este encuentro. Conoce que no estás leyendo un cuento que
una vez aconteciera, sino llevando, conmigo, vidas a la luz del
alba. Soporta con ellas sus pesares y enfréntate también tu, con
heroica determinación, los terribles enemigos que deben vencer,
empezando por este primero.

Ven, vuela conmigo al Salón del Trono de Æltria, pues el Emperador
se ha rebajado a tomar para sí el título de despreciable asesino.
Una mujer mayor yace sobre la alfombra de seda, tejida, según la
tradición, en la fundación del Imperio. Su sangre tiñe ahora los
preciosos bordados y apenas puedes escuchar su aliento cubierto por
los rumores de los pasos de los cobardes que se alejan. No los ves,
pero pertenecen al asesino, y los que huyen con él.

Un muchacho descalzo está arrodillado a su lado, su rostro brilla 
donde la luz de las velas alcanza sus lágrimas; lleva las manos 
rojas de atender a la herida, pero aunque su experiencia sea corta 
sabe que todo está perdido. La Condesa Querenias va a morir, ante 
sus ojos y los tuyos, asesinada también ante ellos por el Elegido 
de los Dioses. 

--Icardos, ¿no me huyes? --Es la condesa quien habla.

--No, mi señora.

--Vamos, sal, no tengo esperanza.

Al chico le tiembla la garganta y solo sale de ella una ronca gerigonza.

--Icardos, ¿me obedecerás ahora que no soy nada?

El chico se sorbe los mocos, asiente y se las arregla para componer
un brillante «sí»

--Entonces lo que voy a hacer merecerá el castigo.

La Condesa Querenias, Dama del Sello, Dama del Consejo Imperial,
Guardiana del Tesoro y Tutora de sus Altezas Imperiales, mancha sus
dedos con su propia sangre, los lleva a su frente y se saca
una sonrisa que no puede engañar al chico. --Déjame... levantarme.
Entonces, como si sus palabras fueran mágicas, su herida se seca al
instante, y, para mayor asombro del chico, incorporándose hasta 
sostenerse en las rodillas, le besa la frente.

--Compóngase, mi pequeño Iki, salvaremos el Imperio aunque tenga 
que coronarle a usted.

Icardos asiente con la más sincera de sus sonrisas. Solo sus amigos
le llaman "Iki"; los aristócratas, si acaso le han llamado algo, le
había dicho “curandero”, “chico” o “esclavo“. La condesa había sido
más amable con él, tanto que los cuchicheos dicen que es su hijo
secreto, o que se parece mucho a un niño que se le había muerto a
la vieja lechuza, que por eso lo apartó para formarle en medicina,
ciencia y filosofía y que incluso le había dado la instrucción de
un príncipe. Pero incluso así, y durante todos estos años, nunca la
condesa lo había llamado Iki antes.

--¿Volveré a ser Æri, mi señora?

--Sí, muchas veces, indefinidamente hasta que salvemos esta
situación. ¿Está usted preparado?

--Estoy contento, mi señora. 

El papel había sido un juego para Iki. La educación recibida había demostrado ser de utilidad cuando el Emperador delegaba las aburridas tareas representativas en su hijo Æri, segundo en la línea sucesoria, y en todas esas ocasiones resultó que tampoco Æri encontraba la tarea de su agrado. Icardos, de su misma edad y parecido aspecto, los había sustituidos muy satisfactoriamente. Su cuerpo menudo, revestido de la gloria imperial había dado la bienvenida a dignatarios extranjeros, recogido quejas de los ancianos de la ciudad, recibido a comerciantes y era el único miembro de la familia imperial que las tropas de la guarnición respetaban, y era el único de todos ellos con la magia de hacer feliz a cualquiera.  Y ahora que había visto a su señora manejar la verdadera magia como en los cuentos del pasado, ¿qué había que temer?

--El palacio es hermoso, --responde la condesa pensativa-- pero mira cómo ha dejado su majestad este trono tan bonito. Ah, perdone, no debo hablarle como a un niño pequeño. Ande, ayúdeme a llegar a la cama, que estoy dolorido, dése después un baño y acuéstese también. Mañana será un día de glorioso trabajo.