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Nos conocimos a través de la vitrina de aquella anticuada librería de la avenida Córdoba, una tarde de julio de 1984, luego de un inolvidable paseo por el centro de la ciudad de Buenos Aires a la que todavía le deparaba un viaje en subterráneo y tren.

Iba de la mano de mi padre, contemplando todo con ojos en los que todavía había mucho espacio para el asombro; las salidas como aquellas eran escasas, y saboreaba yo la libertad de vagar por allí y allá sin más preocupación que la de procurarme algún nuevo entretenimiento o golosina.

Entonces lo vi. Aquella vitrina lucía majestuosa pero a la vez acogedora: allí se reunían libros adultos, libros frívolos, libros para niños mayores y libros para niños como yo: aquellos que aún estaban aprendiendo a leer. La portada prometía infinitos trucos de magia; el título, que yo apenas alcanzaba a descifrar, decía algo así como «Magia: 101 trucos para niños». Los colores eran embriagantes —y también mis favoritos—: rojo, borgoña, blanco y violeta. El precio era accesible, y se acercaba inexorablemente mi tercer cumpleaños. Al lado había otros libros para niños, que sólo recuerdo como un borrón colorinche.

Allí, en aquella esquina, a la sombra de la entrada al subte, elegí mi primer regalo de cumpleaños: un simple libro que tal vez no habría de leer aún, pero que guardaba arcanos maravillosos y la promesa de muchas tardes de entretenimiento. Entramos y a los pocos minutos salimos por última vez por aquella puerta de algarrobo lustrado; llevaba en mis brazos una bolsa que contenía ¡dos libros! Al de magia lo acompañaba otro en cuya portada aparecía un niño vestido con una capa azul y oro, de cabellos también áureos, y de mirada introvertida. Y tenía ilustraciones dentro, algo que me hizo ganar inmediatamente su favor.

El subte llegó a la estación Uruguay y subimos, nos sentamos y comenzamos el breve viaje a Retiro. Por primera vez me olvidé por completo de observar los túneles mugrientos por las ventanillas: en la bolsa había un extraño encanto que me llamaba por mi nombre, y que me incitaba a recorrer con la vista aquellas páginas del libro adicional.

En los treinta minutos que nos llevó salir del centro de Buenos Aires aprendí la geometría de las boas abiertas y cerradas, absorbí un nuevo anhelo —el de las profundidades del espacio— y corroboré, luego de pedirle a mi padre que me leyera un pasaje de aquel libro, que lo esencial es invisible a los ojos.