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Corría la primavera del año 1983, una primavera en más de un sentido, porque finalmente la opresión militar comenzaba a ceder. Ese sábado Nicanor Gugliaretti compró dos boletos de ida y vuelta hacia Zárate, y dos a Villa Ballester. Se sentó en un banco pintado de naranja, junto a su hijo Sebastián, en la estación Colegiales, y esperaron a que el primer tren eléctrico marrón con cartel a José León Suárez apareciera en la curva de Jorge Newbery. Aún faltaban unos minutos. Se levantó, caminó hasta el kiosco de revistas y compró una Anteojito para Seba, mientras dudaba entre comprar el diario del día o permitir que su mente divagara mientras miraba pasar las estaciones por la ventanilla del tren. Optó finalmente por esto último. Se dio vuelta y allí estaba su hijo de nueve años, sonriente por la aventura que les deparaba el día; Seba, por supuesto, iba a experimentar por primera vez un viaje de media distancia en tren, y estaba exultante. El chico miraba al horizonte, es decir, a unas pocas cuadras de allí, a la expectativa como cada vez que tomaban el tren en ese andén. Pronto la campanilla del paso a nivel comenzó a sonar, y finalmente apareció allí en la curva un tren Metropolitan Vickers, pintado de marrón, tocando una bocina que sonaba como una mezcla de silbato y claxon de aire comprimido. ¡Tuuuuu! ¡Tuuuuu! y ya estaba a la altura de Olleros. ¡Tuuuu! y cruzaba el paso a nivel de la avenida Federico Lacroze, donde, a pocas cuadras, estaba el modesto departamento donde vivían. El tren venía lleno por ser un sábado, pero no importaba. ¡Podrían viajar en el estribo! Éste era un placer que ambos disfrutaban cada vez que viajaban en uno de esos trenes, aunque Nicanor sabía que estaba mal. Para compensarlo, tomaba firmemente del brazo a su hijo, aunque conocía de memoria cada curva, cada bache en la vía, cada sacudida y estación. No deseaba privar al niño de uno de los placeres sencillos de la vida, y menos en un día tan hermoso como ése. —Papi, ¡mirá! La calesita está cerrada. Nicanor miró el pequeño parque de Belgrano R, que generalmente a estas horas del sábado rebosaba de niños y de jolgorio. Estaba cerrada. Por su mente cruzó la sospecha de que aún seguían chupando gente, pero luego vio el cartel de cerrado por duelo. Sólo una muerte. «“Dios mío”, pensó, “estoy agradeciendo porque Carlos, el calesitero, sólo tuvo que enfrentar un fallecimiento”». Llegaron a Villa Ballester y bajaron. Cruzaron al andén tres, donde ya estaba el tren Diesel esperando partir hacia tierras desconocidas para Seba. El hecho de estar allí ya era exótico, pues el chico sólo había tenido oportunidad de conocer dos veces las estaciones más allá de Luis María Drago. La primera fue cuando Seba cumplió siete, varios siglos antes para la concepción temporal de un niño; la segunda vez fue cuando debían acudir a Sanidad Escolar pero se equivocaron y descendieron en Miguelete, confundidos y refunfuñando pues se les hacía tarde a ambos. El guarda —un señor de mirada adusta— hizo sonar su silbato y ambos subieron a uno de los coches Materfer, que llevaba un esquema de pintura insólitamente alegre para una dictadura militar tan represiva. Dentro, las butacas de cuerina marrón lucían impecables. Se ubicaron de cara a la vía descendente, para escapar del sol directo, y para permitir que el chico pudiera ver lo más interesante del trayecto, mientras él meditaba en la forma de encarar lo que quería hacer mientras remontaban el barrilete que llevaba en el bolso. Seba era un chico muy inteligente. En la escuela las maestras siempre resaltaban lo bien que absorbía los conocimientos, y más de una vez una maestra lo llamó aparte para advertirle que quizás era demasiado inteligente para su edad, y que sería prudente hablar con él de ciertos temas, pues aún quedaban varios meses de noche militar y no estaban dadas las condiciones para que un chico tan espontáneo y curioso quedara arruinado por los dogmas fosilizados de viejos carcamanes con ametralladoras en lugar de corazón o cerebro. Quería introducirlo en el mundo de la ciencia con una materia que no fuera peligrosa. «“¡Otra vez!”, se dijo Nicanor para sus adentros, “otra vez estoy a la defensiva buscando alternativas que no choquen con la autoridad. Dios, ¿cuándo terminará toda esta farsa?”». Venía mirando las casas, que ya comenzaban a espaciarse entre los árboles cuando contempló el cielo diáfano de un día casi perfecto y se decidió por la astronomía. No hay lugar para interpretaciones marxistas entre las estrellas. A no ser que hablemos de una estrella roja, claro. Nicanor no pudo contener la risa, y por supuesto Seba lo miró, extrañado. —¿Por qué te reís, papi? ¿Había un chiste escrito en las paredes? —dijo, en referencia a ciertas pintadas en los paredones traseros de algunas casas, donde estaba escrito el nombre de un abogado de Chascomús, poco conocido hasta unos meses antes. —Sí, Seba, decía que si un elefante se balancea sobre la tela de una araña, la araña tiene ascensor gratis —alcanzó a graznar su padre, perplejo por la súbita interrupción de sus cavilaciones. Pero Seba estalló en carcajadas. Llegaron a Zárate y comenzaron a caminar hacia la Costanera. Una brisa agitaba algunos jacarandás que ya comenzaban a florecer, tiñendo de violeta las calles. El camino era largo pero ambos disfrutaban de las caminatas, sobretodo cuando después se veian recompensados con un lugar desconocido. Pasaron por una panadería y compraron facturas y algunos cuernitos, que fueron comiendo en el camino. Llegaron a la zona del club náutico y doblaron hacia la ribera, desde donde llegaba el rumor del oleaje, y una fresca brisa fluvial. Cada tanto asomaba, a lo lejos, la silueta del nuevo puente Bartolomé Mitre, y Seba lo contemplaba fascinado. —¡Papi, mirá ese puente, faaaaa! ¡Es gigantesco! ¿Podemos ir? —preguntó Seba, con los ojos como platos del asombro al ver, de pronto, al doblar la curva de la calle costanera, el puente en todo su esplendor. —No hijito, pero en el verano lo vamos a cruzar con otro tren que todavía no conocés, cuando vayamos a los Esteros del Iberá. Mientras, tomá, sacale una foto. Le dio su cámara Kodak nueva, confiando en que el pequeño manejara apropiadamente algo que le costó más de dos días de trabajo y algunas horas extras. Seba saltó y bailó, con esa gracia que sólo los niños contentos poseen. Nicanor de pronto recordó el barrilete, y lo extrajo, dándoselo al chico. —¿Sabés qué es esto? —le dijo, guiñándole el ojo. El día estaba en su mejor momento, y el corazón de ambos rebosaba de alegría. Seba se esforzaba por adivinar qué era ese paquete de papel brillante, y Nicanor revivía su propia infancia a través de la sonrisa de su hijo. Comió otro cuernito y dijo: —¡El que llega último al árbol torcido es un sapo podrido! Estaban sentados bajo un frondoso paraíso, mirando el cielo, luego de remontar varias veces el barrilete con forma de pájaro y de tomar fotografías de ambos, con y sin barrilete.. Comían las facturas en silencio, pero era uno de esos silencios reconfortantes, carentes de incomodidad o de necesidad de llenarlo con frases vacías. Los niños a veces eran una bendición. —¿Viste que en casa tenemos un globo terráqueo, Seba? —le dijo al fin, pensando cómo captar mejor su curiosidad, y cómo encender la chispa científica sin temor a que un viento la apagara luego. —Tiene muchos países que todavía no conocés, y de los que no te hablaron en la escuela: la Unión Soviética, China, Japón, Alaska… —¡Alaska no es un país! —protestó el chico, indignado. —¡Es parte de Estados Unidos! ¡Qué buuuurro! —agregó, y se rió, porque sabía ya que su padre no era capaz de tal burrada. —¡Bien, nene! Bueno, la cosa es que el globo terráqueo tiene muchos países. Islas también. Y mares, ríos, océanos. Pero hay algunas cosas que no te muestra. ¿Sabés a qué me refiero? —Mhhhh, ¿a las montañas? —inquirió Seba, aunque no estaba seguro. Conocía a su papá y sabía cuándo quería dirigir su atención hacia algo que él aún no entendía o no veía con claridad. —Sí, pero además le faltan las nubes, el cielo y las estrellas. —¡Ahhhhh! Claro, porque es plano. O sea, es una esfera, pero no tiene nada después de su superficie. Adentro no podés ver nada porque es de plástico, pero debería tener la corteza y más adentro el núcleo. Pero hacia afuera no tiene nada, ni las capas de la atmósfera. Nicanor se henchía de orgullo. Un niño de su edad hablando apropiadamente de superficies y volúmenes. Decidió que estaba preparado para el mundo que la ciencia le deparaba. —Exacto, Seba. ¿Ves el cielo? Seguro ves, como yo, algunas nubes, un cielo celeste brillante, algunos pájaros y el sol. ¡No lo mires directamente! —Ya sé, me puedo quedar ciego. Sí, veo las nubes. ¡Y unas gaviotas! O eso creo —entrecerraba los ojos para poder ver mejor, pero esos pájaros estaban demasiado lejos para distinguir qué eran. —El cielo, Seba, es como un telón, pero somos nosotros los que estamos atrás, y del otro lado está la verdadera vida: las constelaciones, los quásares, los planetas, las estrellas, los agujeros negros, la radiación de fondo y posiblemente, los extraterrestres. Tu primera lección de astronomía es ésta: mucho de lo que existe en el Universo no se puede ver. Tenés que ejercitar la imaginación, tenés que ver más allá de las nubes y el telón celeste, pero sin olvidar que tus pies están contra la tierra. El chico contemplaba el cielo con otra cara. Absorto, intentaba ver más allá de la radiación difusa, más allá de las nubes y de sus propias limitaciones. Aún tenía una mente infantil, pero para su edad era muy inteligente. Sabía extraer conclusiones empíricas de las metáforas y los cuentos que su padre le narraba en ocasiones así. Imaginaba allí, debajo del horizonte, la Luna. También algunas estrellas que conocía, como Alnilam, Alnitak y Mintaka, o las estrellas de la constelación de las Pléyades, su favorita. —Muchos astrónomos y personas de ciencia del pasado, con su esfuerzo, nos proveyeron de algunas herramientas para poder mirar atrás del telón. Galileo nos dejó el telescopio, Ptolomeo nos legó el modelo geocéntrico, que significa que la Tierra es el cento del Universo. Ptolomeo estaba equivocado, pero su modelo le sirvió a las personas de su época para hacer muchos cálculos importantes, como las estaciones, los solsticios, etcétera. Aristarco de Samos nos dio también el modelo heliocéntrico, que es uno donde el Sol está en el centro de todo, y también estaba equivocado. Einstein, mucho después pero hace unos setenta años, nos brindó la teoría de la relatividad, que es fundamental para todos los descubrimientos y avances del siglo XX. Y muchos más, que vas a ir descubriendo a medida que leas en nuestra biblioteca los libros que te esperan. —¡Como el libro de Carl Sagaz que te compraste hace poco! —Sagan, Carl Sagan. Pero sí, ese libro. Te va a gustar mucho. Y esperá a que pasen en la tele su documental. La dictadura aún no se había pronunciado a favor o en contra, pero aún así esperaba con ansias que la serie estuviera disponible antes de que Seba entrara en la adolescencia, pues sabía que luego sería difícil captar su atención con tantas hormonas. Eso sí, al menos podría ver bikinis, no como ahora que todo debía taparse con la cruz. —¿Volvemos a casa, hijo? —El sol ya estaba a más de medio camino entre el cénit y el horizonte. Calculó que serían las cinco de la tarde, y aún tenían que caminar los casi dos kilómetros hasta la estación. Sabía por experiencia que debían hacerlo antes de que al chico le entrara sueño. Más allí, donde no había taxis o colectivos. Emprendieron el regreso en silencio, satisfechos por haber pasado una tarde colmada de alegrías, una tarde de ésas que quedarían registradas en la memoria de Seba durante muchos años. A lo lejos sonaba el silbato de un tren que seguramente se aproximaba a la rampa del puente que dejaron atrás y que en pocos meses cruzarían a bordo de un tren llamado Gran Capitán. En Entre Ríos se puede ver, en el campo, la Vía Láctea, y muchas estrellas que en Buenos Aires son invisibles. La astronomía avanzaría mucho ese verano.