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CapĂ­tulo Cuarto
TraiciĂłn y tragedia

A su majestad, el Emperador, el plan que tanto tiempo habĂ­a 
escondido le habĂ­a funcionado mejor de lo que cabĂ­a esperarse, para
desgracia de mucho que le habĂ­an sido leles. Mukava y toda su
familia habĂ­an podido embarcar en el navĂ­o real e iban de camino a
Osmos, para no volver nunca. HistĂłricamente un emperador derrotado
tenĂ­a que enfrentarse junto con sus hijos al asesinato; normalmente
a manos de aquellos que tendrían que progerlos.  Pero él no caerá
vĂ­ctima de una intriga palaciega.

La condesa Querenias, su consejera, la Ăşnica que habĂ­a tenido el
atrevimiento de oponerse, de la forma más grosera y ante toda la
corta, a su plan de supervivencia tendrĂ­a que estar muerta en estos
momentos. Mukava no podía dudar de ello, ¡menuda fanática!, 
¿pretendía acaso verle morir a manos de los bárbaros?  Sí, porque
así hubiera acabado ella también, por lo menos así la traidora
habĂ­a tenido el honor de sufrir la ira de la espeda imperial. Y sin
ella no queda nadie con el coraje de oponérsele.

Y es que hay un segundo barco que acoje a los que huyeron con el
emperador.  DeberĂ­as volar ahora a contemplarlo.

Los pasajeros de la “Corza Blanca” van tranquilos.  Ayer salieron
del palacio tras el emperador, subieron a frenéticos carruajes y en
el puerto del RĂ­o Sagrado abordaron el barco que les llevĂł al mar.
Ésta es su segunda noche abordo, la isla de su refugio debe estar
cerca.  Cerca de Osmos también debe estar el emperador, solo un día
más puede separarles de la salvación; los bárbaros carecen de
barcos y les llevará mucho tiempo proveerse de una flota; para
entonces ya el emperador les tendrá un nuevo y definitivo destino.

Pero fĂ­jate ahora, el barco anda escorado a babor y el mar ya besa
la cubierta aunque las olas apenan levantan un palmo de la
superficie.  Alguien grita por el capitán pero nadie responde.  
Pronto se unen más voces,  que dan la alarma, que llaman a sus
hijos, que piden luz en la oscuridad.  Pronto se unen llantos
desgarradores.  Alguien chilla, los esclavos están muertos atados
a sus remos con la boca rebosante de espuma verduzca y el agua del
mar a la altura de su asiento.  Huele ya a muerte.  Todos van
saliendo en carrera contra las aguas trepadadoras, pero afuera
tampoco hay salvaciĂłn.  QuerrĂ­as salvarlos, pero aquĂ­ solo tienes
el poder de observar.  Menos aĂşn pueden hacer los aristĂłcratas.
Por primera y última vez sienten la extrema impotencia.  ---Papá,
papá, ¡quédate conmigo!  ---Y el padre abraza a la niña junto a su
madre y a sus hermanos; nada más puede hacer.  Gente más despierta
habrĂ­a emprendido a hacerse algo que se parezca a una balsa a
hachazos, pero estos no saben reaccionar.  Algunos se lanzan al
agua, otros esperan lo inevitable cantando canciones de cuna, 
mientras acarician una daga, será para ellos mismos en último lugar.
Nadie se hace engaño, esto ha sido obra de su señor, en el que a
pesar de todo, toda su vida confiaron.

Sales ahora de esta escena dantesca, te espera otra, tranquila y
terrible, la del capitán de la “Corza Blanca” y de los marineros
que también confiaron en Mukava porque eran solo pobres sirvientes.
Ellos bebieron un veneno más lento que los agentes imperiales
mezclaron con la cerveza, solo resta el grumete, asiendo el timĂłn
del bote entre pilas de muerte, en la frĂ­a noche, sin saber por
dĂłnde se va a tierra.

En todas estas cosas confĂ­a el Emperador para su seguridad, y
también en los propios bárbaros quienes, al robarle su imperio,
roban también a sus asesinos la causa para matarlo.  Ahora mismo
solo era una figura insignificante y muy pronto una leyenda que
oponer a los invasores. Y si quisieran los dioses que, andando los
años, los bárbaros vinieran a menos y se alzara una rebelión, ¿no 
podrĂ­a volver Ă©l o sus sucesores y recobrar de las ruinas su
legítimo trono?  Quizás así acabará siendo, de momento le basta con
mantenerse vivo.