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<--------------------- Autora: Amado Nervo Primera publicación: 1917 Propiedad intelectual: Dominio público Gemificación: @leoperbo, 2024 #leído #méxico #cuento ---------------------->
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Apenas había salido Blanca de su casa, cuando llamaron al teléfono.
Era la condesa de I.
Fernando cogió la bocina.
-¡Hola!, ¿es usted, condesa?, muy buenas tardes.
-Muy buenas tardes: ¿Está ahí Blanca?
-Justamente acaba de irse a casa de usted, a la garden party.
-¡Toma!, y yo que le telefoneaba para decirla que había suspendido la fiesta...
-Que la ha suspendido usted, ¿y por qué, condesa?
-¡Cómo!, ¿no sabe usted que acaba de morir la princesa Leticia de L... prima hermana de Su Alteza el Infante don Francisco?
-Lo ignoraba en absoluto.
-Pues, sí, señor, acaba de morir, y por consideración a Su Alteza que prometió asistir a la fiesta, habrá que aplazarla...
Puesto que Blanca ha salido ya, tomará el té conmigo y sabrá aquí lo del aplazamiento -agregó la condesa.
Fernando acabó de vestirse. Al salir de casa dejó dicho:
-Si viene la señora antes de las seis, que me busque en el Club, con el coche, para ir a la Castellana.
Pero la señora no volvió hasta las nueve de la noche, a la sazón que Fernando llegaba para la comida.
-¿Viste a la condesa? -le preguntó éste.
-Naturalmente: ahora mismo termina la garden party de caer de las nubes.
-¿La garden party?...
-Claro, hombre, la garden party: ¿ya se te olvidó que esta tarde había una a beneficio del Asilo de Santa Cristina? Pareces caer de las nubes.
En efecto, a Fernando parecíale que caía de las nubes.
Iba a aclarar el punto... pero le asaltó una repentina e inusitada sospecha.
-Perdóname -dijo, dominándose, me distraigo a veces más de lo debido... ¿Y estuvo animada la fiesta?
-Animadísima, con una tarde tan espléndida.
-La condesa quedaría contenta...
-Encantada.
-¿Bailaste?
-Un poco... se bailó un poco. Después formamos una mesita de bridge con Julia, Juan y Antonio.
...Pero, ¿quieres tocar el timbre, Fernando, para pedir la comida? ¿No tienes hambre?
Al pobre Fernando le danzaban los muebles de la habitación; mas, con un nuevo y formidable esfuerzo, logró serenarse e hizo como que comía.
Después, pretextando un asunto, salió a la calle.
La revelación de su tremenda desgracia habíalo aturdido.
De su tremenda desgracia, sí, porque no cabía duda, Blanca lo engañaba. Aprovechando la invitación a la fiesta, y sabiendo perfectamente que él, siempre confiado y distraído en sus labores, no habría de preguntarla nada, había ido a otra parte... ¿A dónde?, sin duda a una cita...
Y aquella no era la primera vez: sin la casual suspensión de la garden party, sin el providencial teléfono que llamaba justamente unos minutos después que ella se había marchado, Fernando nada habría sabido (como aconteció seguramente a menudo antes de aquella tarde). Por la noche, pensaría ella, dos o tres palabras vagas sobre la fiesta y luego la comida tranquila, sin sombra de sospecha...
Pero el teléfono había sido en aquella ocasión instrumento del destino, y Fernando sabía ya la espantosa verdad.
Espantosa por inesperada y por cruel. Por inmerecida también.
Marido modelo, jamás en los siete años de matrimonio, transcurridos ya, había causado a Blanca, voluntariamente, la menor pena. La amaba con un amor profundo y sereno, uno de esos amores que han vencido las primeras pruebas, las primeras incompatibilidades, los primeros desencantos, y que se afirman y sustentan con la diaria intimidad, con los pequeños dolores y las pequeñas alegrías que forman el rosario de las horas comunes.
La sensible diferencia de edades: diez y seis años, pues Blanca tenía veintidós a la sazón y treinta y ocho Fernando, daban a la ternura de éste un no sé qué de paternal, una condescendencia afectuosa, una cordialidad tolerante y simpática.
Blanca era pobre. Nació en una República hispanoamericana, de padres españoles, que tras haberse enriquecido en empresas mineras, vieron entrar por sus puertas la ruina; tan imprevista como suele venir siempre en este linaje de negocios: un tiro inundado, una alarma en la Bolsa; falta de crédito inmediato y bastante cuantioso para afrontar la situación.
Cuando conoció Fernando a Blanca, era ésta casi una niña. Sus quince años llenos de embeleso, con aparentes delicadezas y fragilidades de florecita de estufa; su rostro de palidez incitante, en la que negreaban dos ojos estupendos y rojeaba la más fresca y traviesa boca; su pelo abundoso de un castaño bronceado; la languidez un poco enfermiza de sus movimientos cadenciosos; no sé qué hálito de simpatía, como todas las simpatías inexplicable, rindieron pronto el corazón de aquel hombre ya un poco maduro, que hasta entonces no había encontrado en la vida más que a la aventura y no pensaba encontrar ya al amor.
Fernando desempeñaba a la sazón en la patria de Blanca el puesto de Encargado de Negocios de su país, otra República hispanoamericana.
Diplomático de carrera, a los treinta y un años había ya recorrido innumerables Legaciones de Europa y América, desde los diez y ocho, edad en la que empezó como agregado a su Legación en París.
Blanca, cuyo espíritu curioso e infantil soñaba con viajes, con resplandecientes cortes, con palacios donde lucir el alabado embeleso de su naciente juventud, vio (y con ella sus padres) el cielo abierto merced a aquel matrimonio, que iba a redimirla de la pobreza y a poner un marco admirable a su vida de alondra ávida de luz...
Tres años después de casados, Fernando fue ascendido a Ministro plenipotenciario en España, con gran alborozo de ambos, pues si Blanca veía en perspectiva fiestas y esplendores (inusitados en la austera y un poco burguesa capital de su república), Fernando, descendiente como ella de españoles, enamorado lejano de cuanto admirable hay en el viejo solar, sentía una atracción profunda por Madrid, donde había estado ya como tercer Secretario de su Legación y había pasado horas inolvidables.
El matrimonio fue muy bien recibido: Él era un deportista consumado. Además, intelectual de verdad, gustaba de los estudios históricos y literarios, y algunos discretísimos trabajos enviados a la Real Academia de la calle de León habíanle valido el nombramiento de socio correspondiente. Su aspecto distinguido y abierto conquistaba desde luego las amistades. Su conversación amena, un poco irónica, sin malevolencia, le granjeaba en los salones complacidos auditorios.
En cuanto a Blanca, era elegante, era bella: tenía diez y ocho años al llegar a Madrid. Ciertamente no se necesitaba más...
La infidelidad de una mujer, como la muerte, llega siempre cuando menos la esperamos. Los celosos casi nunca aciertan, y aun pudiera decirse de los celos que constituyen un buen indicio de fidelidad:
¡Puesto que sois verdad, ya no sois celos!
Si Fernando, en los primeros tiempos de su matrimonio, pudo alguna vez temer a los donjuanes que en sociedad rondan siempre a las casadas jóvenes buscando empresas fáciles, agradables «baratas», con los años de vida común el fantasma de aquel temor se había alejado. En Madrid sobre todo, la solicitud de Blanca para con él habíase vuelto tan delicada, tan constante, que no parecía sino que el medio era propicio a un reflorecimiento del amor...
¡Infeliz (pensaba ahora), justamente el peor síntoma en un matrimonio es esa ternura repentina que le nace a la esposa después de largo tiempo de vida común... ternura que es sólo la forma del remordimiento!
¡Con quién le engañaba! ¡Ah!, nunca tendría el valor de inquirirlo... Seguramente con alguno de esos frívolos títulos irreprochablemente vestidos a la inglesa; deportistas furibundos, de cerebro desalquilado.
Pensó en el ridículo...
Todo Madrid estaba sin duda enterado del lío aquel:
Todo Madrid lo sabía.
Todo Madrid menos él...
Algunas veces habrían reído a sus espaldas en la Peña... Sí, ciertamente... ahora recordaba la intención y la ironía de tales o cuales frases, cuyo tono subrayado le chocó.
Y al pensar en estas cosas, un rubor infinito, el sonrojo de su vergüenza pasada y presente, le encendía el rostro.
¡Y cómo la amaba a pesar de todo!
Ahora que sentía lo irremediable de su desastre, la imperiosa, la fatal necesidad de poner un brusco punto final a su vida común, desbordábase de su corazón la ternura de los años conyugales.
¡Qué iba a hacer sin ella! ¡Cómo vivir sin ella!
Por un instante -sólo por un instante, apresurémonos a decirlo, a fin de que el lector no desprecie a Fernando-, el pobre hombre pensó:
-¡Si no la dijese nada! Si me resolviese a no saber nada... En suma, hay tantos elegantes en Madrid en mi caso. ¿Quién toma ya a lo trágico estas tristes cosas en nuestro mundo, en el gran mundo? Los matrimonios, de hecho, están moralmente divorciados. El marido va por su lado, la mujer por el suyo. La mujer dice al marido: «Esta noche cenará con nosotros mi flirt... ya lo sabes».
Y el marido sonríe con el más delicioso buen tono. Él por su parte dice a su mujer: «No me esperes a comer mañana. Tengo mi pequeña aventura...».
¡Y todo sigue en paz, en el mejor de los mundos posibles!
Eso de la ternura exclusiva, del sentimentalismo (del sentimentalismo sobre todo), está mandado retirar desde hace mucho tiempo.
Otelo en el siglo XX, hace reír.
Está bueno para que lo cante el signor Caruso, o para que lo represente, con estrangulación y demás «adminículos», un obrero de los barrios bajos... Si todos los maridos engañados de Madrid, de París, de Londres, fuesen a tomar en serio su «situación», ríase usted de la carnicería de Verdun...
Y por una de esas flexibilidades de la memoria, que se complace en las más peregrinas asociaciones de ideas en los momentos trágicos, Fernando recordaba aquella sonriente anécdota del siglo XVIII, reproducida en tantos festivos grabados franceses de la época: cierto cura de una ciudad de Francia (el cura de Pontoise, precisaremos), en una plática dominical, recriminaba, sin señalarla, a una mujer cuya fidelidad conyugal dejaba mucho que desear.
En un momento de exaltación, el cura exclamaba, agitando desde él púlpito su bonete en la diestra: «¡Voy a arrojar mi bonete a aquella que más ha engañado a su marido!».
Je vais jeter mon bonnet á celle qui a le plus trompé son mari.
¿Y qué había sucedido?
Pues que todas se llevaron las manos a la cara en actitud de defensa, y algunas, resueltamente, echaron a correr, saliendo de iglesia.
En suma, este pecado no debe ser tan grande cuando el Salvador mostró una indulgencia tal con la mujer adúltera...
¡Ah!, reargüía en el cerebro de Fernando aquel impertinente yo que discute con el otro, esa indulgencia fue paternal, pero severa: «Pues que ninguno te condena, yo tampoco te condeno: vete y no peques más...». Jesús, por otra parte, se mostró harto fiscalizador y de manga estrecha contra el adulterio, cuando exclamó en el Sermón de la Montaña: "«Oísteis que fue dicho: no adulterarás; mas yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró en su corazón»". (Mateo, 5-27-28).
Por momentos una oleada de rebelión encendía la cabeza de Fernando. Él nunca había adulterado en su corazón; él jamás había mirado a una mujer con codicia; él había sido fiel a su Blanca, con esa maravillosa fidelidad absoluta de las almas leales y nobles.
¿Por qué, pues, tan tremenda expiación?
«¿No la mereces? -replicábale entonces el otro yo-; pues si no mereces la expiación, señal de que no existe, de que todo es imaginario, de que Blanca no te engaña...».
«Por lo demás, eso no es expiación. A un francés, a un inglés, a un alemán, a un yanqui, nunca se le ocurriría que eso fuese una expiación, sobre todo cuando se trata de un mal que cura radicalmente el divorcio... Acaso hay en el hogar cosas peores que la infidelidad solapada de una mujer: su mala educación, por ejemplo...».
«En cuanto al punto de honor, bien sabes que no es sino un resabio de los dramas de capa y espada; ¿cómo un hombre culto del siglo XX puede fincar su honra sobre pilares tan frágiles?...».
¡Ah! -respondíase interiormente Fernando-, si uno pudiera reeducarse, tal vez esto fuera discutible y opinable; pero quien tiene por sangre, por heredismo, unas cuantas ideas definitivas, con respecto a la fidelidad conyugal, y empieza cómo yo por someterse con probidad a la misma medida, no pidiendo más a la esposa de lo que él la da, es incapaz de conciliaciones y de consuelos, que, dígase lo que se diga, son innobles y bellacos... yo estoy hecho de tal manera que la resignación mundana me resulta imposible:
Nous restons jusqu' au bout tels que Dieu nous a fait.
¡Se iría, pues, para siempre!
Aquella misma noche, para no vacilar, sin verla más, metería en un maletín lo preciso y dejaría a Blanca unas cuantas palabras escritas.
Pero... ¿y si todas aquellas imaginaciones fuesen falsas; si Blanca no le hubiese engañado; si su mentira hubiese sido una mentira inocente?
¡Y cómo saberlo!
¿Bastarían, acaso, las protestas de ella?
Lloraría, se indignaría, negaría patéticamente... Pero él, ¡cómo podría creerla!, ¡cómo podría creerla por más que toda su alma y todas sus entrañas quisieran aferrarse a esta creencia!
Cuando la duda enraíza en el espíritu, sabemos bien qué enorme esfuerzo se requiere para desceparla.
Su paz, su felicidad, estaban arruinadas para siempre: esto lo sabía él con la lucidez dolorosa de los instantes definitivos.
Acaso ya no habría poder humano capaz de disipar en absoluto su sospecha...
¡Sí, le escribiría aquella carta y partiría para siempre!
...Pero, ¿y su puesto, su carrera, el escándalo?... ¡Ah! Cuántos hombres ante estos fantasmas habían inclinado la cabeza y preferido la vergüenza silenciosa; la «ignorancia» sonriente, esa frivolidad mundana que suele ser una actitud elegante y cómoda ante las grandes tragedias morales.
¡Más él no haría eso!
¡Él partiría!
Aquella misma noche pondría un telegrama urgente a su ministro del Exterior, diciéndole que comenzaba a hacer uso de sus vacaciones de verano; escribiría una nota al primer secretario, encargándole de la Legación, y otra al ministerio de Estado dando cuenta di este acto; razonaría así mismo en una carta al primer secretario su salida rápida para San Sebastián, de manera que él la encontrase natural, y, por último, trazaría para ella aquellas líneas supremas que releía ya en su imaginación:
«Lo sé todo y me voy. No te pido más que un poco de misterio para tu falta, por respeto a mi nombre... Mensualmente recibirás del Crédit-Lyonnais una suma que te permita vivir con decoro. Adiós para siempre».
Un poco más tarde renunciaría a su puesto, pretextando salud.
Y después... ¡lo que el destino mandase!
Volvió a su casa ya en la madrugada.
Metió cautelosamente el llavín en la cerradura, con miedo de que ella pudiese estar despierta, no obstante que sabía la habitual pesadez de su sueño.
Un silencio impresionante reinaba en el nido tibio y delicioso que aquel hombre iba a dejar para siempre.
Entró a su despacho de puntillas, con una angustia infinita, deseando con toda la intensidad de su querer que Blanca no se despertase.
Verla en su desaliño salir de la alcoba, preguntándole el porqué de su tardanza en llegar, y saber que era absolutamente preciso abandonarla para siempre, era un esfuerzo superior a lo humano.
Púsose febrilmente a escribir las diversas notas y cartas necesarias y a meter en un maletín lo más preciso que pudo haber a la mano.
Su propia nerviosidad le daba fuerzas.
Dejó la carta a Blanca para el último.
¡Pobre corazón! ¡Pobre entraña! ¡Cómo se encogió desesperada!
Una sensación de desamparo infinito le oprimía la garganta.
El día empezaba lluvioso. El agua azotaba levemente los cristales.
Ahí cerca, en la alcoba tibia, ella dormía... ¡bella en su inconsciente abandono!
¡Un esfuerzo de voluntad!
Una resolución de mutismo y todo el horror de aquella hora se desvanecía...
¡Él no sabía nada! ¡Por qué había de saber nada!
¡Quién le obligaba a saber nada!
Pero un sacudimiento profundo de la dignidad herida le estremeció.
Y con el último esfuerzo de que era capaz, escribió rápidamente las pensadas líneas:
«Lo sé todo y me voy... No te pido más que un poco de misterio pava tu falta, por respeto a mi nombre. Mensualmente recibirás del Crédit-Lyonnais una suma que te permita vivir condecoro. Adiós para siempre».
Después salió, cerrando con suavidad la puerta, y se metió resuelta y desesperadamente en el gris húmedo de aquella mañana.
Ella era una muchacha ingenua, un poquitín coqueta, un poquitín vanidosa: pero no mala.
No estaba apasionada de su marido. En primer lugar, su temperamento, su languidez reposada, le vedaban la pasión; y en segundo, su marido era uno de esos hombres de quienes comúnmente no se apasiona una mujer; a quienes se admira, a quienes se estima, a quienes se llega a querer, pero que no suelen inspirar pasión.
Es una desgracia que pasión y estimación sean antípodas.
Cuando el mundo ande mejor arreglado (lo dejaremos para después de la guerra), todo hombre, toda mujer que amen con pasión, amarán a un ser noble y bueno.
Ya no más volverá a decirse: «¡Qué lástima que no pueda estimarte!».
O «¡qué lástima que no pueda amarte!».
Se amará y se estimará a la misma persona, sé sincronizarán la estimación y el amor...
Pero, en el año de gracia de mil novecientos y tantos, en que comienza esta verídica historia que, ojalá, lector, te sea leve, todavía no existía tal sincronismo.
Ella, pues, como se ha dicho, no estaba apasionada de su marido; pero, ¡cómo le quería!, ¡cómo le estimaba!
El cariño y la estimación, cual dos centinelas siempre alertas, velaban en las puertas de la felicidad; y velaban tan bien, que ella pudo, merced a ambos centinelas, salvarse siempre del peligro:
Ego dormio sed cor meum vigilat... O bien: Le coeur veille!
-¡De suerte que no lo había engañado!
-No, lector; si tienes alguna simpatía por ella, puedes conservarla... No lo había engañado. Le había mentido y nada más.
Una mentira, si no blanca, por lo menos no negra: gris si te place...
Una mentira, sin embargo, que iba a costarle, quizá para siempre, su felicidad conyugal.
-¿Dónde había estado Blanca aquella tarde?
-Aquella tarde Blanca había estado en una cita; pero en una cita en la que todo su papel se reducía a ángel custodio.
Blanca tenía una amiga: la más buena, la más gentil, la más afectuosa, la más aristocrática de las amigas, pero también la menos seria.
¡Quién va a exigir seriedad a una mariposa, a un celaje, a un pájaro; a tantos y tantos seres y cosas que encantan con su fugitiva gracia la creación incomprensible!
Cuando Blanca llegó a Madrid, cierta linda marquesita, por una de esas simpatías súbitas y misteriosas, sintiose atraída hacia la joven y decidió lanzarla en el gran mundo.
Llevada de la mano por su hada cordial, Blanca vio abrirse ante ella y su marido las puertas de todos los salones. Fue una mujer «chic», una mujer «bien», y hasta las más encopetadas embajadoras que suelen creerse de esencia divina, y acaso lo serían
si encubrieran más lo humano,
se dignaron, no obstante la poca importancia internacional de la República que representaba su marido, invitarla a esos banquetes en que se alterna con las señoronas, el Nuncio y el Presidente del Consejo.
En buenos aprietos se vieron muchas duquesas para colocar a ella y a su marido en las mesas selectas, donde quien no era embajador ostentaba por lo menos dos grandezas de España de primera clase.
Pero así y todo, las invitaciones no faltaron.
Lector: ¿concibes la gratitud de una muchacha hispanoamericana, un poquito vanidosa, hija de indiano (de esos rudos, sencillos, fuertes, que llegan a América a las bodegas de las tiendas de ultramarinos), por la mujer encantadora que de golpe y porrazo la hacía alternar con aquellos himalayas del gran mundo?
¿Y crees que después de esto, a una amiga así se la pueda negar algo?
Ahora bien, la adorable marquesita, lector, estaba enamorada de un joven, que no era su marido, y, me apresuro a decirlo, iba a romper con él.
Iba a romper con él, ¿sabes por qué? Pues por remordimiento.
En el amor de la española -me decía en cierta ocasión un ilustre amigo mío, autor dramático y poeta celebrado- hay casi siempre un ingrediente delicioso, que no se encuentra en la pasión de una francesa, de una inglesa, de una alemana. Et pour cause.
«Este ingrediente es el remordimiento».
«La mujer española que ama con un amor culpable (apresurémonos a afirmar que, felizmente, esto es excepcionalísimo en España), sufre, en los momentos álgidos de su pasión, el escozor del remordimiento. No es raro oírla exclamar sinceramente, angustiosamente. «¡Virgen santísima, qué estoy haciendo!», lo cual -añadía mi picaresco amigo- da un sabor, una sazón, una salsa especial a sus ternuras».
Pues bien, en el amor de la marquesita había este ingrediente, lector, y de tal manera fue metiéndose en la total fórmula erótica, que acabó por predominar, como el amargo que va cayendo gota a gota en el vermut.
La marquesa resolvió ser buena, y Blanca, su confidente de años, aplaudió la resolución con a un fervor que a su marido le hubiese vuelto loco de alegría.
Pero a la marquesa «le faltaba el valor» para afrontar la escena definitiva, que debía tener por teatro un discreto rincón de las afueras de Madrid, y Blanca, con toda su alma, resolvió acompañarla.
¿Cuándo?
Pues la tarde de la garden party.
Para probar la coartada, de vuelta de la entrevista suprema estarían un poco en la fiesta.
Sólo que la fatalidad tejió de otra manera la malla.
Suspendiose la garden party y la entrevista se prolongó un poquito más (no tienes idea de lo patética que fue, lector).
Otro sí: el Berliet tuvo un panne, vulgarísima por cierto, un neumático... (accidente que desaparecerá ya para siempre gracias a un sabio invento español, según afirman los periódicos).
Blanca y la marquesa volvieron tarde a Madrid; no había tiempo de dar un vistazo a la fiesta; una mujercita «bien» siempre llega a su casa un poco antes de la comida. Es fuerza vestirse, refrescar un poco la cara...
Y así fue el caso, lector.
El Fatum sombrío estaba agazapado detrás de aquellos incidentes...
La tragedia descorría el telón...
La estación más cercana a su casa era la del Norte; Fernando se dirigió a ella en el primer coche de punto que halló al paso.
Salía el rápido para San Sebastián a las nueve. Tomó un billete y esperó en el café de la estación, ensimismado en su dolor.
-¡No volvería más! ¡No volvería más!
Pero la desmañanada empezaba a hacer su efecto. Los nervios en tensión tanto tiempo, relajaban sus resortes sutiles. Un desaliento infinito le comía el alma.
Y la vocecita irónica de adentro cuchicheábale: «¡Imbécil! ¡Imbécil!, toda tu desesperación es pura lectura, prejuicio; idea preconcebida. ¡El hombre es el único animal dramático del Universo!».
¿Por qué has amasado con pensamientos, con palabras inútiles toda esa arquitectura de tragedia, sin tomarte antes el trabajo de ver si los materiales eran hechos consumados y no imaginarios? Si se tiene un temperamento para desesperarse, se desespera uno ante la verdad, no ante las apariencias. Y lo mejor sería no desesperarse ante nada. La desesperación siempre es absurda y ridícula.
Mira a esos hombres, a esas mujeres que entran afanosamente a la estación a coger el tren. Cada uno hila su tragedia: acaso tan terrible o más que la tuya. Hay quien es actor en una tragedia infinitamente más grave: la del hambre. Detenle y pregúntale qué haría si sospechase que le engañaba su mujer. Verás como se te ríe en las barbas. ¡Qué le importa a él eso! A él le importa el pan de los hijos y va a conquistarlo virilmente en la lucha.
A ti, en cambio, la vida te dio todos sus dones, y porque una chiquilla más o menos coqueta te hace sospechar de su fidelidad, crees que el cosmos se desquicia y que las leyes del Universo están en conflicto. ¿De qué demonios te sirve tu filosofía? Anteanoche leías apenas en un libro estas líneas admirables: "«Procura siempre la acción sin la reacción. La acción es agradable. Todo el dolor está en la reacción. El niño pone su mano en la llama: esto es placer; pero su sistema reacciona y viene el dolor de la quemadura. Podemos detener estas reacciones y entonces ya no temeremos nada. Vigila tú cerebro y no le dejes registrar el pasado. Sé espectador y no reacciones nunca. Solo esto puede darte la felicidad. Los momentos más dichosos son aquellos en que nos olvidamos de nosotros mismos»1".
Contigo la vida ha sido espléndida, y al primer guijarro del camino tropiezas, y tropieza contigo toda tu sabiduría.
Iba a salir el tren. Se levantó con esfuerzo y fue a buscar un sitió en un ángulo del coche.
El rodar continuo, durante todo el día, le hizo bien.
La monotonía del paisaje fue un sedante para sus nervios.
Por la noche, al llegar a San Sebastián, buscó en el Cristina una habitación cuyas ventanas diesen a la Zurriola. Quería ver, en cuanto se despertase al día siguiente, el mar: no el de paisaje suizo que se contempla desde la Concha coqueta y sonriente, sino el otro, el áspero, el salvaje no domado, el que deshace los rompeolas y asalta las rocas con sus blancos ejércitos de espuma.
Durmió aquella noche de un tirón diez horas. La naturaleza pedía lo suyo.
La vix medicatrix naturae hizo su efecto.
Al abrir temprano sus ventanas, toda la maravilla del paisaje se le metió por los ojos al espíritu. ¡Qué bello, qué inmenso era el mar... y que pequeña su tragedia!
Se estuvo por lo menos una hora contemplando al titán, ahora azul, lleno de pantos trémulos de oro, como dormido, con zonas de colores impintables: ya el pizarra, ya el verde, ya el pavón. Algunas barcas de pescadores aparecían y desaparecían a lo lejos, con el vaivén suave de la palpitación eterna...
A su derecha, el monte Ulía, los pinares admirables, las casitas deliciosas, todos los fonos del verde.
La Naturaleza parecía cogerle en sus inmensos brazos mullidos y decirle:
Reposate, hijo mío: todo lo que piensan e imaginan los hombres, doloroso o alegre, es mentira. Yo soy la única verdad. Búscame siempre, y te daré la sabiduría sin palabras y la paz infinita.
«Fernando.
»-¡Cómo has podido hacer eso! ¡Cómo has tenido valor para hacer eso, tan horrible!
»Al despertar y ver la mitad del lecho vacía, tu almohada intacta, salté de la cama llena de inquietud, muriéndome de zozobra, y echándome el peinador sobre los hombros, empecé a buscarte y a darte voces.
»Fui al cuarto de baño, que hallé vacío; corrí a tu despacho... y sobre la mesa, muy visible, encontré tu carta.
»Ni con diez años de ternura me pagarás el mal que me has hecho.
»¡Qué tonto! ¡Pero qué tonto!, ¡y qué estúpida casualidad la de la suspensión de la fiesta!
»La idea de que dudaste de mí hasta ese punto me pareció tan absurda, tan incomprensible, tan desorbitada, que me ha sumido en el estupor más profundo de mi vida.
»¡De suerte que tantos años de cariño, de solicitud constante, de pequeñas abnegaciones y pequeñas ternuras diarias, no son suficientemente fuertes para luchar contra una sospecha!
»¡Qué triste, qué flaco y mísero amor!
»Vuelve enseguida. Te convencerás de todo con una claridad absoluta, y sabrás que, en suma, una simple falta de franqueza contigo, por tratarse de secreto ajeno, ha sido la causa de la catástrofe.
»¡Cuánto dolor hay escondido en el más pequeño incidente, Dios mío!
»Vendrás en seguida, ¿verdad? Puede ser que así te perdone un día "todo" el daño qué le has hecho tu
Blanca».
La carta venía con otras de la Legación enviadas por el E. de N. ad. Int.
Hacía una semana que Fernando comía en sus habitaciones del Cristina; emprendía solitarios paseos en automóvil o a pie, y, sobré todo, contemplaba el mar, el mar divino que le había curado.
La caria de Blanca le produjo una impresión de melancolía y tedio.
Quizás tenía razón. Quizás era inocente; acaso le convencería de ello aun siendo culpable; ¡qué mujer hermosa no convence, aunque sea momentáneamente, al hombre que la ama, de su inocencia, si el hombre que la ama, en el fondo, lo único que desearía es ser convencido! Así vemos cosas palpables, de una elocuencia total, diáfana y que al pobre enamorado le parecen, después de oír las disculpas de la mujer querida, calumnia y mentira.
Hay almas tan nobles, que se resisten a creer ciertas infamias, y el corazón del hombre es como un pobre niño, deseoso de las raras alegrías de la vida, que no quiere gustar las heces de la copa.
Sin duda, sí, sería inocente; aquella carta parecía tan sincera...
¡Pero si esta vez no aconteció el mal, acontecería más tarde!
Los hombres y las mujeres sólo vivimos engañándonos y mintiéndonos.
Nadie, fuera de los genios y los santos, se atreve a mostrarse tal cual es.
El mundo es un presidio y una zahúrda (a veces de muros dorados), porque ninguno dice a ninguno la verdad.
Los gobiernos engañan miserablemente a los pueblos. Los políticos procuran engañarse entre sí. La más honorable familia engaña al pretendiente sobre las cualidades y la fortuna de la niña casadera. El novio engaña a la novia y la novia al prometido. Las reputaciones no son más que obra del engaño y de la intriga. La Prensa es la bocina de la mentira... Y sobre esta montaña inmensa de falsedad, el macaco humano danza y hace contorsiones, hasta que un cataclismo por el estilo de la gran guerra, acaba con la farsa de los pueblos, fundiendo las impurezas en el inmenso crisol del dolor; fabrica una mentalidad distinta y hace que la nave del mundo emprenda otra derrota.
Sí, acaso era inocente; ¡pero qué sabor iba él a encontrar de nuevo a sus caricias!
Entre sus labios y los de Blanca habría un quien sabe lleno de púas, en el cual morirían los besos.
Él (ya se dijo) no era de esos hombres que transigen así como así con las circunstancias.
Aut Caesar aut nihil!
O todo o nada, o un amor para él solo, o él solo para su vida, para su viaje por el ancho camino...
Mejor ir sin compañía que de la mano de una compañera desleal.
Y mientras meditaba tan dolorosamente repasando estas ideas, dos inmensas pupilas: la del mar y la del cielo, saturábanlo de azul, de oro, de mansedumbre, y el rumor lejano de la onda eterna, volviéndose voz por excelencia de la Naturaleza, parecía repetirle:
«Reposa en mí, hijo mío. Todo lo que piensan e imaginan los nombres es mentira: yo soy la única verdad. Búscame siempre y te daré la sabiduría sin palabras y la paz infinita...».
«Fernando:
»¡Por qué no vienes!
»No se trata sólo de mi dolor y mi desamparo:
»¡La gente empieza ya a encontrar extraño que veranees sin mí!
»Es ridícula, después de todo, esa actitud, que no puede continuar.
»Si dentro de tres días no recibo noticia alguna tuya, irá a buscarte, tu
Blanca».
«La gente empieza ya a encontrar extraño que veranees sin mí».
¡Claro, él se había olvidado del collar! ¡Él no era más que un triste perro con collar de oro! Un diplomático, un señor que debe ajustar todos sus actos a la más perfecta ortodoxia social, que no tiene, sin causa justificada, ni el derecho de veranear solo...
Su dolor, su tragedia: cursilería.
La separación: escándalo, comidilla de burlones.
Su propio Gobierno encontraría may mal aquello...
No le quedaba más que un dilema, o renunciar a su carrera y desaparecer, conquistando así la relativa libertad que un hombre sin puesto ni ligas sociales puede tener en el mundo, o creer a Blanca, creer lo que le dijese Blanca; darla un beso de reconciliación... y a vivir la vida de tés, de bridges, de lunes del Ritz, de tarjeteo, etcétera, etcétera, como los otros, estrangulando allá en el fondo del alma su pobre ética y su manido sentimentalismo...
Y miraba al mar apasionadamente.
Había errado la vocación. Qué dicha ser marino. Tener un barco. Ir de puerto en puerto, arrostrando tormentas.
¡Un barco en que no hubiese mujeres!; en que hubiese libros, faenas rudas, viriles, y mucha paz.
¡Un barco velero; la verdadera nave: un gran bergantín blanco o una fragata, con sus tres palos altivos!
Marinos fuertes y sencillos, comida frugal. Café negro, galleta y un trago de ginebra...
¡Y el mar y el cielo nada más, el mar y el cielo: las dos sublimes pupilas de la Naturaleza!
Pensó que el dolor le volvía algo poético.
Antes no recordaba haber reflexionado tan hondamente en estas cosas.
...Pero Blanca le aguó la poesía y le rompió el ensueño.
Al día siguiente, antes de los tres del «ultimátum», a la sazón que él leía cerca de su ventana, dejando a cada paso el libro sobre sus rodillas para contemplar el mar, se le coló como un soplo de brisa su mujer y se le echó, sollozando, en los brazos.
Vaya usted después de esto a andar con resoluciones de meterse a salvaje.
La primer tenaza del dilema aquel de marras (o desaparecer, para siempre o creer lo que ella le dijese...) deshízose entre los labios de Blanca.
Media hora por lo menos, atropelladamente, con puntuación de caricias, duró la explicación de ella.
Todo lo había hecho por la marquesa: se lo probaría. La marquesa iría a verle y acabaría de convencerle. Se lo juraba por Dios, por la Virgen, por la medalla de su primera comunión, por la salvación de sus padres. No se trataba más que de una mentira blanca (como su nombre), indispensable para no denunciar la vida íntima de su amiga...
Te desafío, lector, a que no te convenzas, sobre todo cuando ya sabes que lo que dice Blanca es la verdad y te has fijado en su traje sastre de gabardina, que la agracia extraordinariamente, y en su pequeño sombrero de paja dorada de Italia...
Sin embargo, Fernando fue duro de pelar.
Se le revolvía ahí dentro el miedo al ridículo... el ridículo miedo al ridículo que tiraniza a los pobres hombres de sociedad.
Si después de todo fuera cierto el mal...
Por otra parte, sus últimas veleidades marinas y naturistas le habían puesto ante los ojos un concepto más amplio, más bello, más cabal de la vida...
¿Pero acaso, ya cerca de los cuarenta años, se puede ser otra cosa que lo que se ha sido?
¡Quién va a romper el molde que endurecieron ocho lustros!
¡Dónde hallar la elasticidad necesaria para la renovación absoluta de una vida!...
No, lo mejor era creer, creer de una vez, en las palabras de la hermosa boca, que se le ofrecía como un regalo siempre renovado y continuar la peregrinación, de la mano de aquella mujer elegante, buena hasta cierto punto, afectuosa joven y bella.
Al fin y al cabo ya estamos adulterados por la civilización... En lo más apartado del mar, en el camarote que rechina y cruje, hacen falta los periódicos, las revistas, los libros...
La costra de cultura es muy espesa para arrancarla de un golpe, por más que Taine afirme que rascando al hombre un poco se encuentra al orangután.
¿Pero y la duda, la maldita duda?
-Todo está bien -exclamó Fernando tras uno de los silencios que siguieron al agitado relato-. Está bien todo; pero, ¿cómo voy yo a matar a la duda cuando saque su cabecita de víbora del fondo de mi alma?
-La duda -le respondió ella sentenciosamente, como si hubiese leído mucha filosofía-, la duda se mata con el amor...
Y agitaba con infinita gracia el índice de su mano derecha.
-¡Y dónde voy yo a encontrar bastante amor para matarla! -suspiró él amargamente.
-Buscándolo en todo tu corazón. Yo le ayudaré, además, con el mío, que ahora es muy grande...
Porque, escucha -añadió, sentándose en sus rodillas-, antes te quería; ahora te idolatro. Te idolatro porque he creído perderte para siempre y se me ha revelado toda la intensidad de un amor que yo misma no conocía.
Es natural, ¿verdad? Sabemos tan poco las mujeres de nosotras mismas. No analizamos ni disecamos nuestras almas, como vosotros. Yo era feliz a tu lado. Estaba en paz. La vida social me absorbía un poco...
Creía tener por ti un gran afecto, una gran estimación; cierta gratitud, porque tú me habías dado cuanto poseía. Pero amarte con pasión, lo que se dice amarte, no, francamente no lo creía... Hasta que vino la catástrofe.
Aquella mañana, al encontrar la mitad del lecho vacía, al ver después tu carta sobre la mesa, creí que te habías matado; fue mi primera impresión, y una oleada de dolor infinito me envolvió toda. Abrí temblando la carta, y al leerla casi sentí consuelo.
¡Dudabas de mí, pero vivías... vivías!
¡Tú no sabes todas las emociones que me sacudieron durante algunas horas! Y entonces acabé por ver claro en mí misma. Mi corazón se volvió como urna de cristal que muestra todo su contenido.
¡Te quería, sí, te quería con el alma!
Ponga el lector, tras estas arrebatadas palabras, los besos que le plazcan, y después una pausa.
Durante la pausa, la viborita del escepticismo volvió a asomar la cabeza.
-Te creo -exclamó Fernando-, te creo. Pero mañana, cuando se haya enfriado este dolor que tuviste de perderme; cuando me veas otra vez a tu lado, ¿me amarás lo mismo?
-Te amaré lo mismo, Fernando.
-¿Y cómo lo sabré?
-Lo leerás en mis ojos...
-La vida social te absorberá de nuevo. Los snobs vacíos procurarán tu conquista. Eres una presa bella y cómoda.
Ella le puso la mano en la boca:
-No me ofendas, calla.
Pero la viborita seguía agitando la cabeza.
-La vanidad es poderosa.
-Entonces -gritó ella- no vas ya a creer en mí nunca, nunca, a pesar de que te amo, de que te adoro. No vas a creer en mí por una sola mentira necesaria, la única que te he dicho en mi vida.
-No voy a creer en ti -repitió él, desolado y como un eco- por una mentira, por una sola mentira que salió de tus labios.
Se puso ella de pie. Seria ya, rígida.
-Está bien -pronunció con frialdad-, yo seré la que me vaya para siempre.
Fue un momento trágico.
Él no respondió.
Ella esperó aun otro instante.
Él permaneció callado.
-Adiós, Fernando -dijo ella por fin, resuelta, con voz natural, sin inflexión ninguna de reproche.
-Adiós...
¡Qué desgarramiento horrible!
¡Qué hora la que siguió a aquella despedida...!
Pero, en suma, mejor era así.
¿Cómo vivir con una mujer que mintió una vez; con una mujer quien se amaba apasionadamente, en la cual se creía por sobre todas las cosas... y que nos mintió una vez?
En cada protesta, en cada afirmación suya, la duda, en el fondo del corazón, formularía su pregunta:
«¿Dirá hoy la verdad?».
«¿Mentirá de nuevo?».
¡Oh, divino poder de persuasión de la boca santa que nunca nos ha dicho más que palabras ciertas!
¡Oh, dolor cuando la boca mintió una vez!...
Y Fernando se puso desesperadamente a mirar al mar y al cielo, las dos pupilas de la Naturaleza, y a oír el rumor de la onda cercana, que parecía repetirle:
«Repósate en mí, hijo mío, todo lo que piensan e imaginan los hombres, doloroso o alegre, es mentira. Yo soy la única verdad. Búscame siempre y te daré la sabiduría sin palabras y la paz infinita»...
Desgraciadamente, las cosas en esta vida no acaban tan bellamente como uno querría.
No cabe duda de que Blanca, yéndose majestuosa, altiva, para volver, era un bello final.
¿O no, lector?
No cabe duda asimismo de que un grito de él en aquel momento al trasponer ella los umbrales de la puerta: «¡Blanca!» era de un gran efecto, como aquel grito con que Dumas (hijo) terminó su «Denise», al irse ella porque él conocía la historia de su deshonra y no se atrevía a perdonar: «¡Dionisia!».
(En castellano esto no se oye bien, porque parece que se llama a una criada, pero en francés es de un efecto admirable).
No cabe duda, por último, de que él, comprando un navío como el romántico archiduque Juan Orth, y perdiéndose en la inmensidad de los mares, resultaba incomparable.
Pero la realidad fue más modesta.
Blanca, desesperada, buscó a la marquesa en San Sebastián.
La dijeron que estaba en Zarauz; cogió un automóvil y se fue a por ella, plantándose a poco en la «Villa María Luisa», donde veranaba su amiga.
Llorando y gimiendo le contó toda la historia.
La marquesa nada sabía. Ignoraba hasta qué punto la inocente complicidad de una hora, iba a arruinar la vida de su amiga.
La besó y la abrazó conmovida:
-¡Pero, hija mía, habérmelo dicho antes!
Fue a su escribanía. Sacó unas cartas: toda la historia de su amor escondido; y sin dar apenas tiempo a la pobre Blanca para reposar, metiose con ella en el automóvil... y:
-¡Al María Cristina, Gastón!
La penetrante sutileza del lector habrá adivinado que Gastón era chauffeur.
Anochecía. Fernando, después de un largo paseo a pie, de regreso en el Hotel, se disponía a tomar un baño, cuando le anunciaron a la marquesa.
Iba a responder «que no estaba en su habitación», cuando tras el criado se le coló la visitante, dándole apenas tiempo para ceñirse el batín.
-¡Pero, Fernando, qué atrocidad, qué horror! ¿Es posible que un hombre inteligente y bueno como usted, que un hombre de mundo, además; que un hombre «bien», en fin, se conduzca de esa manera?... Me va usted a obligar a mostrarle unas cartas que no enseño ni a mi sombra; mas la felicidad de Blanca es lo primero...
¡Vaya leyendo, vaya leyendo, señor mío! Yo glosaré, comentaré y explicaré la historia. Al fin y al cabo ya todo pasó y usted es un caballero, que sabrá enmudecer.
Fernando, al oír lo de caballero, hizo un ademán... caballeresco.
-Marquesa, se lo suplico, no me lea esas cartas... Me basta con su palabra.
-No, no le basta, qué le va a bastar... Ya puesto a dudar un hombre, nada le basta. En cuanto yo me vaya volverá usted a las andadas; se romperá la imaginación cavilando y mi pobre Blanca podrá convencerle.
Óigame con calma; no hay más remedio. Imagine que soy una literata cursi que quiere a toda costa leerle una novela. Porque esta es una novela, va usted a oír... una novela, después de cuya lectura, con todas sus fechas, sus puntos y sus comas, se convencerá, hasta la evidencia, de que yo he sido la única heroína y de que todo el pecado de Blanca se redujo a no dejarme sola en el instante más desagradable de mi vida y en no referir a usted una verdad que no estaba autorizada para revelar.
-Le repito, mi querida marquesa, que no necesito leer esas cartas. La presencia de usted aquí, su afirmación, me convencen...
-¿Hay algo que convenza a un celoso?
Y añadió con una encantadora volubilidad:
-¿Recuerda usted aquel admirable soneto de Sor Juana Inés de la Cruz?
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba, como en tu rostro y tus acciones vía que con palabras no te persuadía, que el corazón me vieses deseaba. Y amor que mis intentos ayudaba, venció lo que imposible parecía; pues entre el llanto que el dolor vertía, mi corazón, deshecho, destilaba. ¡Baste ya de rigores, mi bien, baste! No te atormenten más celos tiranos ni el vil recelo tu quietud contraste con sombras necias, con indicios vanos pues ya en líquido humor viste y tocaste mi corazón deshecho entre tus manos...
Y eso necesitaría usted nada menos, ver el corazón de Blanca deshecho entre sus manos, para creerla... Nada, nada; esto tiene que quedar arreglado como se debe, a las derechas... Si no, apañados estábamos... Conque a leer, amigo mío, que se nos viene la noche encima y yo tengo que volver a Zarauz siquiera a dormir, porque a comer usted me invitará, ¿verdad?
-Naturalmente, no faltaba más...
Y la marquesa pasó el pequeño haz de cartas a Fernando, que empezó a leer en voz baja, interrumpido a cada paso por ella con observaciones y comentarios.
Yo bien quisiera, lector amigo, que conocieses la historia de amor de la marquesa. Tal vez tu moralidad, por estricta que fuese, la absolvería. ¡Hay cada marido en este mundo!
Imagínate una pobre muchacha, casada por exigencias de la fatalidad, con un título que tenía más vicios que apellidos y más lacras que antepasados; que ni siquiera sabía escribir con ortografía; que se pasaba las noches con las cupletistas, etcétera, etcétera. Imagínate, además, que esta muchacha era (ya se ha dicho) tan poco seria como una mariposa, e imagínate, por último, pues que estamos en pleno imaginar, al novio de la adolescencia, inteligente, bello, noble, que vuelve...
...Como en el cine, ¿verdad?
¡Qué había de suceder!
Nadie, por ningún motivo, tiene derecho a engañar... y la marquesa se defendió denodadamente, desesperadamente, de su amor.
Pero no era más que una pobre mujer, aturdida, ligera, sin un alma amiga que la aconsejase, y estaba muy lejos del tipo trazado por fray Luis de León.
...Sobre todo, al llegar a este punto de mi verídica historia, ya todo ha terminado, ya ella se arrepintió e hizo propósito firme de nunca más volver a las andadas; ya la absolvió el confesor.
No seamos más severos que éste. Dejémosla llevar la vida ejemplar que lleva: ¡a ver si hay otra en la Corte que se preocupe más de las buenas obras!
Dejémosla cumplir dos penitencias: la que le impuso el sacerdote, que fue ligera, y la que su destino le impone, que es vivir con el marqués, cada día más vicioso, más enfermo y con más cupletistas...
Cuando terminó la lectura de las cartas, Fernando estaba radiante. Sentía que descabezaba por fin a la viborita...
Como en el drama de Echegaray, había apuñalado a la duda.
La marquesa recogió sus cartas, las ató delicadamente con una cinta verde olivo, las metió en su saco de viaje y se puso de pie. Quedose mirando a su amigo, y al leer en los ojos de éste la convicción de la inocencia de Blanca, le tendió su mano graciosamente, diciéndole:
-Está usted satisfecho, ¿verdad? Aquí no ha pasado nada.
Fernando, por toda respuesta, besó, conmovido, aquella diestra leal.
-Bueno, añadió la marquesa, pues ahora a vestirse, y pida por teléfono en seguida una mesa con tres cubiertos.
-¿Con tres cubiertos?
-Naturalmente, simplín, con tres cubiertos... Yo voy a bajar a la sala de lectura por la pobre Blanca, que está esperándome, usted adivinará con qué impaciencia.
-¿Pero está aquí Blanca?
-Sí, aquí estoy -respondió con blandura una hermosa voz cercana- y se abrió la entornada puerta, y la mujercita vestida de gabardina, se arrojó en los brazos de su marido, llorando dulcemente, muy dulcemente.
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