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Había una soldado a su derecha. Una mujer joven ataviada con un uniforme perfectamente almidonado.

-Me agradó que en este mundo mujeres y hombres puedan ser soldados. Es una mierda que se necesite a los militares, pero es innovador leer que las mujeres no tienen dificultades para enlistarse.

No malgastes mi papel ni mis rollos de tinta en una guerra que aquí, en Juramento, nunca nos alcanzará. Es un problema en el este, y deberíamos seguir nuestras vidas con normalidad. Encuentra algo bueno sobre lo que escribir, y tal vez valore publicarlo en la columna de la semana que viene.

-Si ignoramos los conflictos bélicos de los demás países puede que lleguemos a lamentarlo…

Hacía mucho, su abuela escondía notas por su habitación para que Iris las encontrara; a veces las deslizaba por debajo de la puerta de la habitación o debajo de la almohada. Otras las metía en el bolsillo de una falda para que las encontrara más tarde cuando estaba en la escuela. Eran pequeñas palabras de ánimo o un verso de algún poema cuyo descubrimiento siempre la hacía feliz. Era una tradición que tenían, e Iris había crecido y aprendido a leer y escribir gracias a las notas de su abuela.

-Me encantó esto!!! si alguien puede, hágalo con algún familiar o amigo.

Tenía que pagar la factura de la luz. Tenía que comprar un par de zapatos bonitos de su número. Tenía que comer cada día. Tenía que encontrar ayuda para su madre. Y, aun así, quería escribir sobre lo que ocurría en el este. Quería escribir la verdad.

Iris se adentró en lo más profundo de la biblioteca, donde los libros más antiguos esperaban en estantes bien vigilados. No se podía sacar ninguno de esos volúmenes, pero se podían leer en uno de los escritorios de la biblioteca

Iris pestañeó con fuerza para que no le saltaran las lágrimas. Quizá fuera porque esa era la primera conversación real que tenía con su madre desde hacía mucho tiempo.

Creo que todos llevamos una armadura. Creo que los que no lo hacen son unos necios que se arriesgan a sufrir el dolor de los bordes afilados del mundo, una y otra vez. Creo que todos llevamos una armadura. Creo que los que no lo hacen son unos necios que se arriesgan a sufrir el dolor de los bordes afilados del mundo, una y otra vez.

Adoro a mi madre, pero odio lo que le ha hecho el alcohol, como si la estuviera ahogando, y no sé cómo salvarla.

Adoro las palabras que escribo hasta que me doy cuenta de lo mucho que las odio, como si estuviera destinada a estar siempre en guerra conmigo misma. Escribo palabras que no detesto en todo momento. Palabras que significarán algo para alguien, como si hubiera trazado una línea en la oscuridad y sintiera un tirón en la distancia.

me doy cuenta de que las personas son solo personas, y cargan con sus propios miedos, sueños, deseos, daños y errores. No puedo esperar que otra persona me haga sentir completa; debo encontrarlo por mi cuenta.

sé qué se siente cuando pierdes a alguien a quien quieres. Sentirte como si te dejaran atrás, o como si tu vida fuera un caos y no hubiese una guía que te dijera cómo volver a poner orden.

El tiempo parece ser distinto en una carta. Cargaré con las cosas que has compartido conmigo en mi siguiente aventura. Un último adiós.

No me quiero despertar cuando tenga setenta y cuatro solo para darme cuenta de que no he vivido.

—¿Escribirías una carta en mi lugar? —Se fue hacia otro soldado después de eso y se ofreció a escribir una carta para cada uno de ellos. Empezó a teclear todas las cartas que había escrito en la enfermería. Se sentía un recipiente, llena de las historias, las preguntas y los consuelos que los soldados habían compartido con ella. Escribía a gente que no conocía. Abuelas, abuelos, madres, padres, hermanas, hermanos, amigos y amantes. Personas a las que jamás vería, pero que en ese momento estaban conectadas con ella.

¿Qué te mantiene despierto a estas horas? —preguntó su mirada astuta penetrándole. —Estoy esperando una carta. —¿Una carta en medio de la noche? —Sí