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Cuando pensamos en el día a día en nuestras sociedades pacíficas y avanzadas no solemos profundizar en la enorme ventaja que supone vivir bajo una democracia en un Estado de derecho. La política es un tema que enerva a mucha gente, que provoca roces entre individuos y cuyas discusiones suelen acabar en un "todos son iguales". De igual modo la elecciones son otro de esos asuntos que cansan a la gente: las aburridas campañas, los expertos pelmas en los medios, el coñazo que supone perder un rato en ir un domingo a votar ¡o peor aún!, que te toque estar en una mesa.
Sin embargo, y con todas las reservas que se puedan señalar en sistemas alejados de la perfección, debemos dar gracias de la posibilidad de depositar el voto cada cuatro años. Este acto sirve como una forma de rendición de cuentas (quien lo hace bien repite y quien no se va a su casa) y funciona como termómetro de la sociedad. Y me viene a la cabeza el ejemplo de alguien que sabía ésto muy bien y comentó en enero de 1933 que después de las próximas elecciones no habría más. Y así fue.
No voy a enredarme explicando la vida del cabo venido a golpista de cervecería Hitler, sino a lo que pasó en la Alemania de posguerra. Tras los tratados de Versalles y las reparaciones de guerra impuestas a Alemania por los vencedores de la Primera Guerra Mundial, el país estaba sumido en una depresión brutal. El crack de la bolsa de 1929 agravó aún más la débil situación, disparando el desempleo, la pobreza y creando una etapa de hiperinflación. Adolf Hitler, que se ganaban la vida como pintor mediocre y posteriormente como soldado, descubrió que se le daba bien hablar en público y soltar monólogos políticos en los que se lamentaba de la situación del país y agitaba el odio contra aquellos culpables de haberles hundido en la miseria: los marxistas y los judíos. Convertido en una máquina de agitación y propaganda, se autodenominaba el "tambor" que llamaba a la ciudadanía alemana a reclamar el espacio vital que necesitaban (el infame lebenraum), y tras cientos de intrigas políticas acabó dirigiendo el NSDAP, el partido nacionalsocialista. En 1933 fue nombrado canciller por Hindenburg y, tal y como había anunciado, ya no hubo más elecciones. Lo que vino después hasta su suicidio en el bunker de Berlín en 1945 es de sobra conocido.
Que Hitler llegara al poder no se debió únicamente a su férrea voluntad. Era un genio enardeciendo a las masas con sus discursos incendiarios que apelaban a los más bajos impulsos. Tenía instinto para la política y sabía muy bien con quién tratar y a quién temer. Sin embargo, ni eso ni la tremenda cantidad de casualidades que le favorecieron explican cómo un tipo que intentó montar un golpe de Estado en la cervecería Bürgerbräukeller de Munich llegó a ser el artífice del exterminio en masa de millones de seres humanos, provocando la guerra más aterradora hasta la fecha.
El ascenso de Hitler no se entiende sin las jugosas y continuas contribuciones económicas que recibió el NSDAP de la élite financiera e industrial alemana, entre la que figuran los poderosos grupos Krupp, Thyssen, Porsche, Daimler, Siemens, Bayer y otros. La gente se apiñaba para ver al Führer en sus discursos, donde se congregaban en decenas de miles, portando brazaletes con esvásticas, antorchas y toda clase de parafernalia ritualista que invocara el espíritu pangermanista. Todas las barbaridades más descabelladas eran repetidas a gritos por una parte importante del pueblo alemán: desde la persecución furibunda a los judíos hasta la "plaga" marxista que amenazaba el futuro del Reich de los mil años. Hitler, convertido en caudillo germano e imbuido por un egocentrismo paranoico, justificaba las acciones brutales de sus seguidores apelando al apoyo popular. Y era cierto.
Entre los hechos que sucedieron desde la entrada del NSDAP en el Reichstag hasta el incendio de éste y el consiguiente nombramiento de canciller del Führer, numerosos hitos anticipaban lo que iba a suceder. Bastante gente advertía (desde la izquierda, pero también sectores conservadores) de que con los nazis no había que llegar a ningún tipo de acuerdo que les colocara en una posición de poder. El abuso, la arbitrariedad y el juego sucio eran moneda común en la estrategia de los nacionalsocialistas, que empezaron por obstaculizar las acciones de la izquierda y acabaron ilegalizando al Partido Comunista, al Partido Socialista y acabaron con las formaciones de centro y derecha destruidas. El Vaticano corrió a llegar a un acuerdo con los nazis, a pesar de los católicos tampoco escaparon a la persecución. Y así, con la aquiescencia de muchos liberales y el beneplácito de los conservadores, se forjó el destino de un dictador genocida y la ruina de Europa entera.
No fue un solo hombre el que provocó todo aquello. Fueron millones de personas las que depositaron su confianza en una formación que prometía el futuro renacer de Alemania. Personas corrientes, trabajadoras, no necesariamente racistas ni fascistas pero que a base de ver sus vidas bombardeadas por publicidad nazi acabaron echándose en los brazos de lo que consideraban la opción menos mala. El miedo suscitado por la gran depresión y las malas condiciones socioeconómicas derivadas, unido a la agitación de la ultraderecha, generó una avalancha de apoyo a las ideas más criminales por parte de personas que pensaron que a lo mejor la democracia no era la solución. Que hacía falta mano dura con los marxistas. Que había que salir de la Sociedad de Naciones y expandir el territorio alemán hacia el este a costa de invadir a quien fuese necesario.
Si algo nos ha demostrado la historia es que hay cosas que pueden repetirse, por ello no hay que dejarse vencer por los mensajes que prometen soluciones fáciles y rápidas a problemas complejos. Quien afirma eso lo hace a sabiendas de que miente. La ultraderecha ya está en casi todos los parlamentos y los conservadores y pseudoliberales patrios no han dudado en pactar con ellos. La historia se repite.
La democracia hay que defenderla, aunque nos parezca insuficiente o mejorable, porque toda alternativa nos llevará irremediablemente al desastre.
Pues como decía Hobbes en lo relativo a vivir fuera del estado civil de relativa paz, "la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve."