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Obra de ficción, el contenido va en el sentido usual de una obra de ficción, por lo que el contenido más reciente está al final.
Borrador
Sesión de escritura - Comienza: Tue 30 Nov 2021 10:23:29 PM UTC
—Por favor, señor, ¿dónde encuentro trabajo?
—En la policía no, desde luego. ¿Llevas dinero encima, muchacho?
—Sí señor. Me quedan sesenta lunas.
—Entonces te sugiero que busques hospedaje. Es muy tarde. Hay una posada decente, en esta misma estación, «El León Cojo». Las camas están arriba, por cuarenta lunas la noche y quince la cena.
—Gracias señor.
Llovía amargamente. Imi se marchó encorvado, abrazando su maleta, casi dormido. La luz de las farolas de gas se le antojaban luciernágas gigantes. Ensoñaba que el mundo se desvanecía en la noche, restándolo todo salvo la estación. Una especie de enano de ojos saltones acariciaba un bicho de los que le corrían por las mejillas; algo como escarabajos cuadrados, como sellos negros con patas. —Buenas noches, Príncipe Imi. —Los labios de Imi respondieron pero no le salieron las palabras. Un dragoncillo negro se le posó en el hombro, acurrucándose contra la oreja. Imi ahuecó el cuello de su chaqueta para cobijarlo del frío pero la criatura se marchó, desapareció el enano y sus bichos y las luciérnagas volvieron a ser farolas.
El León Cojo
Buena comida, cerveza caliente
Té gratis
Camas limpias, 40 l.
Imi sintió el arrullo de la chimenea. Los clientes se habían esparcido por los sillones y las mesas, dejando sus equipajes de escabel. Estaba allí lo más florido de la tercera clase: una familia de artistas de circo, un viejo sacristán, la joven institutriz que había perdido su trabajo tras la muerte de su pupilo, un aspirante a vendedor de comercio, docena y media de obreros fabriles, un maestro de las escuelas de diez céntimos y el niño de los periódicos.
—Señor, ¿un periódico?
Imi todavía estaba observando.
—Señor, comprémeme un periódico por favor, «que's» el último.
Imi miró entonces al niño, que apenas le llegaba al pecho.
—¿Cuántos años tienes?
—Nueve, señor. Por favor, solo media luna, está «'bajado».
Imi calculó. Una luna es lo que ponía la portada, un cuarto lo que le había costado al niño, nueve era la edad mínima para trabajar en el Reino Nuevo. Si compraba el último el niño podía marchar a su casa o a dormir donde fuera y estar listo a las cinco de la mañana para la fila en el callejón de los periódicos.
Imi dobló el papel bajo el brazo y se dirigió a la barra, pidió unas gachas y con la cuchara en la mano perdió en el sueño la noción del mundo.
—Mamá, Beth.
Imi acababa de despertarse a un extraño mundo de estrecheces. La habitación era la caja de un palomar, tan ancha y larga como lo justo para que encajara la cama donde yacía. De hecho, tras las mantas, sus pies tocaban la puerta. Su maleta, de la que sobresalían sus zapatos, le esperaba en un estante junto a un orinal; su chaqueta, la camisa y los pantalones colgaban de clavos a guisa de percheros. Una ventana de las dimensiones de una pelota aportaba toda la penumbra de aquella mañana. El tren, sí, había sido el tren lo que le había despertado. El tren y el rumor de los pasajeros que se apresuraban al trabajo.
Recordó. Ya no estaba en Cisne de Mar, su pueblo, sino en Barbacana Real, la capital del Reino Nuevo y había venido a por un empleo, de algo, de lo que fuera. El cuerpo apenas le respondía, protestaba a sus esfuerzos de levantarse con torpor y un fastidioso dolor de cabeza. Consiguió, empero, arrodillarse y fue entonces cuando se abrió la puerta hacia afuera.
—Ah, ya estás despierto. Bien, muy bien. ¿Sabes qué susto nos hiciste pasar a todos anoche? ¡Creímos que te habías muerto!
—Perdone, señora, yo… ¿ya es mañana?
—Oh sí, buenos días, ahora vuélvete a meter en la cama, que ahora mismo te traigo un caldito. Es el de la sopa del almuerzo, lo necesitarás para recuperarte.
—No Señora, tengo que irme ya.
—¿Con esa fiebre? Me parece que no.
—¿Fiebre?
—¿Criatura? ¿No te has dado cuenta?
Imi se palpó la frente. —Pero tengo que buscar trabajo.
—¿Por qué no lo buscas en el periódico? Así al menos se te pasará el rato.
Sesión de escritura termina: Tue 30 Nov 2021 10:46:51 PM UTC
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Sesión de escritura comienza: Wed 01 Dec 2021 11:33:17 PM UTC
Real Maestría de Guardacostas
Aprendiz
Deberás haber cumplido once años y medio. Estudios conforme a la edad. Permiso paterno. Buena salud. Sin miedo a la aventura. Preferiblemente familiarizado con el mar.
Salario 3 soles y 3 lunas semanales. Uniforme, manutención, alojamiento, atención médica y educación por cuenta de la Corona.
Los jóvenes caballos del omnibus giraron su cabeza cuando Imi se apeó. —Guardáos del mal, amigos, —les dijo en un susurro inaudible. A las bestias, aunque hubieran entendido, el conductor no les dió ocasión de responder. El omnibus y con éste toda Barbicana Real, tenía que seguir en el ajetreo de la vida. Eran las ocho de la mañana y el sol de la madrugada aún remonoleaba su salida entre las nubes del horizonte y las nieblas de la bahía. Paseaban ante él toda una suerte de personajes extraños, de esos que los niños miran con curiosidad y aprensión: marineros de manos gruesas, mujeres de ropa «exótica» que se retiraban a la cama, carretilleros, vendedores ambulantes, fogoneros, un extranjero de piel negra que no vestía como los guerreros del Gran Aegiptus sino como un oficinista cualquiera y una docena de impresores tomando el café de la mañana delante de un chiringuito regentado a medias por una abuela tuerta y su nieta que corría a servir como un mono, encabezaban una procesión infinita de personajes dudosos.
Imi repasó sus monedas: tras sus últimos gastos le quedaban 2 ios, o lo que es lo mismo 2 cuartos de luna, nada . La Real Maestría de Guardacostas debería estar cerca, por algún lado, de aquel informe monstruo de veleros, vapores, muelles, almacenes y el maloliente río de gente que los circundaba. Le dió miedo preguntar. ¿En quién confiaría? ¿No le darían las señas de un callejón oscuro donde dejarle medio muerto y casi desnudo? Prefirió pasear; no tenía cita, todas las horas del día le aguardaban y no tenía otra cosa que hacer. Y dió dos pasos, y ahí estaba, una torre decrépita, de sillares medievales que parecía crujir del dolor de espalda.
Real Maestría de Guardacostas.
No pasar.
Edificio en ruina.
¿Cómo? Imi se quedó delante del portón, con cara de idiota, hasta que decidió sencillamente seguir camino. ¿A dónde? Había supuesto que la Maestría tendría su sede en el puerto; así era en Cisne de Mar, donde vivía el práctico, el señor Suis y su ayudante. Tendría que arriesgarse, pero con cabeza, resolvió preguntar a tres personas y si le daban la misma dirección es que tendría que ser la correcta.
—Señor, por favor… Señora… Oye niño… … Señor, ¿me puede decir dónde queda la Maestría? ¿Señor!
Nadie se detuvo a responderle nada, salvo otro chiquillo casi con su mismo aspecto que le preguntó —Señor, por favor, ¿me compra un periódico? —Se dispuso a caminar para todo lo que quedaba de día. Buscaban aprendices, tenían que seguir vivos, tenía que haber otro edificio, pero ¿dónde?
Sesión de escritura termina: Wed 01 Dec 2021 11:52:22 PM UTC Sesión de escritura empieza: Thu 02 Dec 2021 10:38:43 PM UTC
Imi agotó hasta el último rincón del puerto, entró en la ciudad y llegó a perderse por dos veces en callejones oscuros. El frío que le invadió el cuerpo de madrugada resistía todos sus intentos por calentarse. Otro penique y medio se le habían marchado comiendo y todavía no tenía alojamiento para la noche. El cansancio le llamaba al sueño. No se sentía enfermo, pero tampoco se había sentido mal cuando llegó a «El León Cojo». Cerró los ojos, sonrío, volvió a abrirlos; su pequeño dragón se le había posado en el hombro. Lo acarició un momento mientras una de las niñas del telégrafo solo veía como el chico parecía espantarse moscas invisbles.
—Niño, ¡eh, niño!, ¿qué haces? —El dragón desapareció.
—Nada, eh, bueno, estoy buscando la Real Maestría de Guardacostas.
—Vaya, pues la tienes muy lejos. Si quieres te guío.
Imi la observó un momento: vestía el uniforme la Compañía de Telégrafos «Lesast y Cía», con una placa de latón en la gorra; llevaba su propia bicicleta y una sonrisa que no podía ser la de una ladrona.
—Vale, muchas gracias.
—Te cobraré dos ios.
—¿Dos ios?
—Es una ganga. Si no me quieres pagar te la buscas tú mismo.
—Bueno, está bien.
Seis minutos más tarde, a la vuelta de dos esquinas, Imi estaba frente al imponente edificio modernista de la Real Maestría de Guardacostas. Parecía, en cierta manera, un faro construido sobre un promontorio gigantesco. El chico aprendería a que el promontorio contenía las oficinas y dependencias principales, mientras que en la torre se apretujaban las habitaciones del personal subalterno y los aprendices. Pero ahora tenía cosas más urgentes a las que atender.
—Tramposa, me dijiste que estaba lejos.
—No, no es verdad, te dije que tú la tenías muy lejos, pero eso es porque no sabías donde estaba. Sin mi habrías seguido dado vueltas y vueltas.
Imi no aceptó la explicación, pero la dejó marchar. Había venido por el empleo, no a pelearse; sin contar con que era una chica. Pero decidió despedirse con un bufido mientras la mensajera se encogía de hombros y se marchaba en su bicicleta, feliz por el dinero fácil.
Una serpiente de mar sorprendió a Imi en la puerta. No se trataba de ninguna de sus fantasías convocadas a su mente, sino una figurilla de bronce que hacía de picaporte. ¿Por qué estaría cerrado a estas horas? Pero entonces, al acercarse, la puerta se abrió sola ante sus ojos abiertos.
Un viejo subalterno le recibió divertido —¿Qué pasa? ¿Eres de pueblo? ¿Nunca has visto una puerta automática?
—No Señor, nunca. Señor, he venido por lo del anuncio.
—¿Anuncio?
—El de aprendiz.
—Ah, muy bien, pasa a recepción; vendrá a recibirte.
—Si me dice dónde tengo que ir, yo…
—Vendrán a recibirte.
Transcurrido el lento tiempo de todas las esperas, se le acercó un hombre de ojos pequeños y rostro huesudo en el uniforme azul marino y ribetes plateados de los Guardacostas.
—Entiendo que viene a unirse a nosotros.
—Sí señor, si me dejan.
—Eso depende. Tendrá que pasar un examen. ¿Tiene inconveniente en hacerlo ahora mismo?
—¿Quiere decir hoy?
—Quiero decir ahora.
—Yo, supongo que no, señor.
—Muy bien, sígame.
Imi se encontró en una aula estrecha del tercer piso; siete pupitres vacíos y aquel oficial que no se había molestado ni en presentarte. Delante una pizarra con siete preguntas:
Examen 13 de Febrero de 1899
Nombre, dirección y edad
1. Escriba una redacción de 777 palabras sobre sus motivos para solicitar trabajo de aprendiz.
2. Un tren se dirige a Castillo Nuevo desde Barbicana Real a una velocidad constante de 50 kilómetros por hora. Al mismo tiempo desde Castillo Nuevo sale con dirección a Barbicana Real un dirigible a una velocidad también constante de 75 kilómetros por hora. Considerando que entre Castillo Nuevo y Barbicana Real hay una distancia de 750 kilómetros, ¿en qué punto kilométrico se encontrarán?
3. ¿Cuál es la señal de "Necesito médico a bordo"?
4. ¿A qué hora ha de encenderse y apagarse un faro?
5. Resuma la historia del Reino Nuevo y el inestimable valor que en ésta ha prestado la Real Maestría de Guardacostas.
6. Describa la anatomía del «Mermerillón de Leokharia».
7. Análisis sintáctico y morfológico de la siguiente frase: "Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y, para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos"
Si desea abandonar puede hacerlo en cuanto quiera.
Imi hubiera querido convocar a alguna de las extrañas criaturas de su imaginación pero estaba lo más contrario que se puede estar de dormido. Se encontraba horriblemente solo ante áquel examen injusto. ¿El Mermerillón de Leokharia? Todo lo que había aprendido en la escuela era «Leokharia, capital Etra» y que estaba perdido por algún lugar del Continente Oriental, ¿O era el Gran Aegiptus? De historia del Reino Nuevo sabía lo que ponía el «Manual de Historia Escolar», más o menos, pero allí no se decía nada de los Guardacostas. Como tampoco se decía nada de los faros. ¿Y esa frase? ¿De qué libro de museo la habían sacado? Menos mal que su abuelo le enseñó un día lo de las señales de los barcos cuando era mucho más niño y todavía se acordaba… bueno, eso creía.
Además de la redacción y de su resumen de la historia del Reino de Logres que terminó con un «Lo siento, no sé nada de la noble historia de los Guardacostas, disculpe, mi más sinceras y profundas disculpas que le ofrezco» , éstas fueron las respuestas de Imi:
2 No se pueden encontrar, es imposible. El dirigible va por el aire y no puede seguir exactamente las vías del tren aunque quisiera, por culpa del viento. No es que esté bromeando, es que es así. Lo he visto.
3 La señal Whiskey. Es como un cuadrado rojo encerrado en uno blanco y luego otro azul.
4 Cuando lo diga el jefe. (El jefe del faro, claro).
6 No sé lo que es.
> Sesión de escritura termina: Thu 02 Dec 2021 10:55:19 PM UTC --- > Sesión de escritura empieza: Fri 03 Dec 2021 11:06:45 PM UTC
—Señor Imi, lamento comunicarle que hemos decidido admitirle como aprendiz de tercera clase en la Real Maestría de Guardacostas.
Imi se llenó de felicidad. Su madre estaría orgullosa: cama, comida, ropa gratis y dinero que mandar a casa. —Muchas gracias, señor.
—Me llamo Orión, pero estado de servicio deberá seguir llamándome señor.
—Señor, ¿me puede decir qué nota saqué?
—Oh el examen, en realidad la nota no tiene importancia en sí misma; solo queríamos saber a que clase de persona damos la bienvenida en nuestra casa. Ahora, por favor, señor Imi, sígame… ah, no, mejor, quédese aquí, ya están al llegar.
—¿Quiénes, señor?
—Los que desde ahora serán sus amigos.
Un jubiloso rumor de pasos y risas juveniles refrescó el maderamem del pasillo. Zaq Brisa, un pecoso gordito casi pierde la gorra cuando al abrir la puerta se topó con la cara de Don Orión, feliz como un cazador cobrando pieza.
—Caramba, Señor Brisa, ¿por porfía ha olvidado usted el noble arte de llamar a la puerta?
—No señor, pensaba que no habría nadie, señor.
—Interesante, ¿he de suponer que el hecho de que esta habitación esté iluminada le ha confudido?
—No, es que, supongo que no me he fijado.
—No se ha fijado. Pues quisiera que lo hiciera. Quisiera que lo hiciera antes de que lo destinen al mar y lo pongan de vigía. Lo quisiera tanto que le ruego que mañana me tenga preparado un discurso de diez minutos sobre los peligros de no fijarse en el mar. Quizás eso le evite mojarse los pies algún día.
Fueron entrando, uno a uno, los siguientes especímenes jóvenes de la raza humana: Yan Hurón, Avid Azada, Ana Sinmordida, Rosa Noseñor, Zaq Brisa, Liz Palabras y Lwi Carbonilla.
—Señores, les presento a su nuevo compañero: el Señor Imi Otroviento, espero le reciban conforme a las mejores tradiciones de la Real Maestría de Guardacostas. Señor Brisa, le ruego comparta pupitre con el Señor Imi, de lo contrario tendríamos que tirar a alguien por la ventana. Ahora, evitando prolegómenos, declaro inaugurada nuestra fabulosa lección de Geometría.
Sesión de escritura termina: Fri 03 Dec 2021 11:20:10 PM UTC Sesión de escritura comienza: Sat 04 Dec 2021 07:16:14 AM UTC
Pasados que fueron los primeros cautelosos días, los ocho aprendices de tercera clase se comportaban entre ellos con todas las virtudes y los defectos de los hermanos. Los chicos compartían una misma habitación con tres literas, seis estantes para sus cosas y nada más. Las chicas tenían una habitación más pequeña, con dos camas y dos pequeños armarios, con vistas al mar y un jilguero que habían amaestrado a posarse en su ventana a base de miguitas de pan. Todos juntos disponían de un mismo salón de estar: dos sillones, dos sofás, ocho sillas, una estantería de libros en torno a una hermosa chimenea adornada de barcos, faros y brújulas. Allí estudiaban, pasaban los cortos ratos de ocio y, cuando fallaban las fuerzas, hasta dormían.
El séptimo día de la séptima semana amaneció de lluvias y vientos, de relámpagos y fríos y de obreros más apresurados que nunca a entrar en sus empresas. Sin embargo, para los aprendices, el día llevó la misma rutina. Bajo la tormenta despertaron, vistieron sus simples uniformes azules sin adornos ni insignias y fueron a desayunar a la cantina, con el resto del personal de la Maestría. Comían con sus mejores modales porque sabían que los que estaban con ellos o ya eran sus jefes directos o podrían llegar a serlo. Les observaban continuamente, y lo sabían. La lluvia e incluso, a ratos, el granizo, no interrumpió el ejercicio físico de la mañana, que se hizo como siempre, descalzos y en camiseta en el gimnasio del sótano, fresco como la orilla de un naciente. Y acabó así siendo la tormenta, como el sol otros días, el asunto rutinario de la jornada sin más influencia que obligar a disfrutar antes de tiempo de la luz ambarina de los quinqués.
Por la tarde dieron la bienvenida a las clases de introducción al telégrafo, el príncipal medio de comunicación tanto en tierra como en mar. Trabajaban en parejas, Zaq pulsaba la palanca mientras Imi trataba de interpretar los tac, taac, tac en puntos y rayas. «Nunca les será más difícil que este día», les había dicho el Señor Orión, «puede que su compañero les envíe una raya de más, un punto de menos, o duden de si una raya es un punto. Pero está bien así, hagánlo lo mejor que puedan, que ya les mandaré yo los deberes necesarios para que se corrijan.»
A Imi le salió un mensaje de lo más curioso:
Príncipe en peligro STOP SOS STOP Bosque y ramas, fuego de café STOP
Lo que provocó un incendio de risas en todos menos en Zaq, que compartiría con su compañero las prácticas «especiales» tras la cena.
Sesión de escritura termina: Sat 04 Dec 2021 07:20:08 AM UTC Sesión de escritura comienza: Sat 04 Dec 2021 08:58:30 PM UTC
Querida Madre,
Espero que esta mi carta la encuentre dichosa, sana y llena de felicidad y muy feliz además. Le mando 20 lunas que he podido ahorrar, un júpiter entero. Me gustaría que hubiera sido más, pero quiero reservar algo por si me despiden, como me enseñó Padre. Aunque creo que no me despedirán. ¿Está contenta, madre?
Yo, por mi parte, estoy muy bien. Mis compañeros son buenos muchachos y no tengo queja de ellos. La comida sigue siendo buena. Sigo estudiando con aplicación. Creo que si volviera a Cisne de Mar sería ahora el chico de mi edad más académico de nuestra urbe. Urbe es una palabra académica que significa población. Pero no se apure que voy a seguir trabajando.
Ayer me pasó una cosa que le quería relatar de mis compañeros para que Usted, Padre y mis hermanos sepan lo buenos que todos son conmigo y no tengan pena de mí, que aunque esté muy lejos no me falta gente que me quiera y me guarde. Zaq Brisa, que es entre todos mi mejor amigo y compañero, que es un poco menos académico que yo, se dió cuenta que me había quedado sin manta por eso que usted sabe que a veces me pasa por las noches, aunque ya casi nunca. Y me prestó una suya que tenía limpia. Y no se lo dijo a nadie. Yo pensaba ya que era mi mejor amigo, pero luego me encontré con Rosa Noseñor que me contó algo así como que Zaq tenía un problema nocturno y que yo debía saberlo porque duermo en la misma litera pero que si se lo contaba a alguien iba a tener problemas con ella. Yo, por supuesto le conté que no se lo contaría a nadie, pero también comprendí que Zaq me había protegido.
El señor Orión nos ha dicho que dentro de un mes nos comunicarán nuestros primeros despachos. Eso es que nos mandarán a un sitio a trabajar, aunque también seguiremos estudiando. Puede que sea aquí mismo en la Maestría, en una estación de auxilio marítimo o en un barco de Su Majestad. Me gustaría que fuera cerca de Cisne de Mar. Rezo por ello. Rece por mí.
Dígale a Padre, a Bez, a Osef, a Char, a Fay y a la pequeña que me acuerdo mucho de ellos. Recuerde a Beth que ahora ella es la mayor y dígale a Osef que le ayude a Bez, que es nueva en ser la mayor y a todos que se porten bien. De mi parte, porque sé que Usted y Padre también se lo dicen de su parte. Si puede, compre una luna de flores para la tumba de Abuela. Dé recuerdos y noticias a mis amigos, dígales que estoy bien, que no me han hecho novatadas, que si quieren en Septiembre también pueden venir, aunque quizás yo ya no estaré.
Le recuerda, su hijo, con amor filial, Imi
—Imi, apaga la luz, ¿quieres? ¡que es tarde!
Imi apagó la luz, pero no su mente, que fue relajándose solo muy poco a poco. Ensoñó, quizás por tener un momento de libertad completa, que aparecía junto a él, en medio de una juguetona múscia de flauta y campanillas, un pergamino de letras rojas y negras, iluminado con miniatures medievales de algún fantástico reino más allá del doblez donde termina el mundo y el tiempo.
«Noble y glorioso caballero, si esta líneas leéis, sabed que nuestro Señor el Rey ha sido vilmente asesinado y con él toda la familia Real, salvo nuestro príncipe, nuestra última esperanza. Os rogamos pues acudáis a su rescate en el bosque de…»
—¡Paparruchas!
Imi se sobresaltó. Junto a su cama había aparecido el singular enano cabezón de ojos saltones, tricornio, casaca verde de los tiempos antiguos, pantalones grises, botas negras de soldado, farol en mano y bichos cuadrados que corrían a gusto por su ropa y por su piel.
—¡Paparruchas! Digo, Sir Imi, quién está en peligro se guarda de perder el tiempo con caligrafías suntuosas o garabatos de oro. Mensaje mejor ya lo habéis recibido.
En ese momento Imi despertó del todo para, pronto después, caer profundamente dormido.
Sesión de escritura termina: Sat 04 Dec 2021 09:10:21 PM UTC Sesión de escritura comienza: Sun 05 Dec 2021 08:59:04 AM UTC
—Tiene que ser mentira, —cuchicheó Allan. —Esperaban a la Reina.
—Debe ser exageración, —añadió Zaq.
—Tranquilos seguro que viene un sub-secretario de algo en representación de Su Majestad. —sentenció David.
Una mirada de Orión acalló al resto de los aprendices. Todos uniformados con el paño recién planchado, guantes blancos y kepis. Junto a ellos solo el señor Orión y una estrecha mesa con ocho hojas enrrolladas como si fueran pergaminos.
Imi echó sus recuerdos tres años atrás, sentado a horcajadas en los hombros de Padre, en medio del pequeño gentío de Cisne de Mar agolpado junto a la estación. El alcalde y los concejales con sus sombreros de copa y sus bigotes esperaban de pie sobre una tarima. La dotación completa de la policía y ocho viejos soldados retirados, de nuevo en uniforme, aguardaban firmes la llegada del tren. La orquesta municipal había sido congregada bajo un tabernáculo abierto. Todo el pueblo se había engalanado con los rojos, dorados y azules de la Bandera Imperial del Reino Nuevo. Un corto suspiro de lluvia trajo el cielo, y después, apareció el tren frenando hasta caminar mayestáticamente sobre las vías. Desde su ventanilla la Reina les saludaba complacida, como una maestra mira a los niños el primer día de curso, mientras la orquesta tocaba la marcha real.
De vuelta al ahora, Imi creyó ensoñar nuevamente cuando se abrió la puerta de laMaestría y un paje, no mayor que él mismo, apareció vestido de gala real para anunciar a la Reina.
—¡Su Majestad Imperial!, por la Gracia de Dios y Acta Parlamentaria, la Reina Valeria, Princesa Soberana de las Islas de las Nieblas y Emperatriz de Arvatra.
Entró entonces una señora de más edad que la mediana, en un sencillo traje de luto, sin más concesión a su dignidad que una diadema de plata, de ojos tristes y sonrisa perpetua. Tras ella la hija de una condesa de nosedondé, que le hacía de dama de compañía y dos hombres con trajes de caballero y andares de soldados, todos compartiendo luto.
¿Había fallecido el Rey Consorte? ¿Alguno de los príncipes? Nadie se atrevía a preguntar.
—Mis queridos súdbitos, niños. Hemos recibido con amargo pesar la noticia del hundimiento del Goliath y de la desaparición de dos centenares y una docena de almas entre las rocas de los bajíos. Nuestro consuelo y el del Imperio está en el valor de los guardacostas que salieron a su rescate a quienes tendré el gusto de recibir en Palacio y que salvaron a muchos más de los que nadie hubiera creído posible salvarse. Nunca olvidaremos ese día. Hoy, en el ejercicio de mi Real Patronazgo, he venido a entregaros personalmente vuestros despachos, en la confianza de que sabréis servir tan fielmente a la nación como quienes os han precedido. Siempre, cuando estéis cansados por vuestros esfuerzos en el cumplimiento del deber, recordad que contáis con el agradecimiento de vuestra reina. Por favor, procedamos a la ceremonia.
El señor Orión, tras una breve reverencia, se salió de la fila y fue anunciando los nombres.
—Señor Yan Hurón, acercaós.
La Reina tomó entonces del paje uno de los despachos que entregó al tembloroso muchacho. —Que Dios os guarde.
—Señor Yan Hurón, —continuó entonces el señor Orión —se os encomienda servir en la nave de Su Majestad Eurídice. Cumplid con vuestro deber.
Avid y Ana marcharían a un faro de la costa de Éri, Rosa Noseñor a la goleta Dafne, Lwi Carbonilla continuaría estudios en la Academia Elemental de Ingeniería Naval. Zaq recibió el mismo destino que Imi.
—Señor Imi Otroviento, se os encomienda servir en la Estación Metereológica Príncipe Alfredo. Cumplid con vuestro deber.
Ninguno de los dos reaccionaron, ni siquiera sabían dónde estaba esa estación, ni que harían ni por qué habían sido destinados a una estación metereológica. ¿Eso no era cosa de científicos o universitarios o sabiondos de esos?
Sesión de escritura termina: Sun 05 Dec 2021 09:18:01 AM UTC Sesión de escritura comienza: Sun 05 Dec 2021 11:04:33 PM UTC
Querida Madre,
Espero que vuestra felicidad y la de nuestra familia sea completa. Estoy en el segundo día de nuestro viaje en el Tren del Norte; todavía quedan éste y otros dos días mas —según nos han informado. No se apure usted que la Maestría nos ha comprado billetes de segunda clase y tenemos derecho a cama. Además todos los pasajeros son muy, muy demasiado diría yo, amables con nosotros porque ha salido en los periódicos lo que Su Majestad la Reina ha dicho de nosotros. Yo creo que si lo hubiéramos pedido nos habrían dejado ir en primera clase.
Bueno madre, no le puedo escribir más hoy porque el cartero me dice que me va a arrancar la hoja, que el tren sale ya de la estación
Su hijo que le quiere con
El tren partió apenas regresó el encargado del correo. Zaq e Imi se acomodaron para otro día de ir dejando atrás paisajes, gentes y lluvias que quizás jamás llegarían a conocer salvo por la ventana de su vagón. Apenas habían otros muchachos de su edad y de haber querido buscarse diversiones demasiado animadas se lo habrían pensado dos veces antes de arriesgar sus empleos. ¿Qué les quedaba hacer en aquel tren? El día anterior lo habían explorado hasta el último rincón posible y saludado hasta al gato del maquinista. Tenían como toda lectura un librito de salmos y sus cuadernos de estudio. Así que, agotado un tiempo de charla, por mero, pesado, insufrible, interminable, monótono, aplastante, aborregante y esclavizante aburrimiento, se pusieron a leer los salmos sin dejar la lectura hasta leer enteros siete, su récord personal.
La hora del almuerzo fue, como para todos los demás, el momento álgido del día, que alargaron hasta que el revisor los corrió del vagón comedor de vuelta a sus asientos. Y fue en ellos, con estómagos llenos y el repetitivo traquetear del tren, que los dos fueron adorminlándose, demasiado aburridos hasta para ensoñar.
Sesión de escritura comienza: Mon 06 Dec 2021 10:40:50 PM UTC
Dos días más tarde el penetrante viento del norte les supo a bálsamo de dioses. Hasta corrieron, por puro placer, sobre el largo empedrado de las calles hacia el mar y las olas que lo cabalgaban; las maletas abandonadas en la leñera de la posada. Llegaron a una playa inmensa de pescadores y mariscadoras, de barcas panza arriba dejándose mimar por sus dueños, de gatos salteadores y cangrejos huidizos y de una paz de su infancia que habían creído olvidar. Llegando a la arena los dos aprendices conservaron sus botas, dándose aire de adultos pasearon hasta que la retirada del sol y el frío les empujaron de vuelta al pueblo.
Puerto Inbhir, salvo por su nombre, que por arcaico parecía extranjero, se diferenciaba poco de Cisne de Mar: una calle principal, tres paralelas y dos que se cruzaban organizaban las casas que serpenteaban la costa, teniendo en la cabeza la estación, en el centro el ayuntamiento y la iglesia y en la cola una conservera de pescado con su eterno manto de gaviotas. Tanto Imi como Zaq habían trabajado en una parecida y estaban más que aliviados de no tener que volver a su fatiga y su olor por mucho que añoraran familia y hogar.
Casi, incluso a ojos abiertos, imaginaban a su gente saliendo a recibirles, para contarles historias de tormentas y cantar tonterías junto al fuego, el vino y un tazón de caldo de pescado. En la posada tuvieron algo de todo eso, pero no les supo igual, ni era el caldo de sus madres ni las palabras tiernamente ásperas de sus viejos.
Zarparon al día siguiente en el ferry de las nueve, un moto-velero que les dejó en Santa Juana del Mar. De ahí, y por barca, llegaron, al final del día, a Refugio del Rey del Norte donde pasaron noche en la Estación de los Guardacostas. Era lo más parecido a estar en casa que habían tenido aquella semana. Las instalaciones tenían un pequeño faro, que servía también como torre de observación, un embarcadero con dos pequeños botes de vapor y un edificio imponente como una torre sacada de un castillo, de tejado negro y paredes de madera pintadas en granate que servía tanto tanto de habitación como de almacen.
Allí, el Jefe de la Estación Marítima les hizo el favor de asignarles tareas en el mantenimiento de los botes de rescate; esto es pintar. Gracias a eso se libraron del repetido tedio de esperar a que llegara el Águila, como se llamaba la goleta que les habría de llevar a las Islas de las Nieblas. Sucedió dos días después, con los volubles vientos, que el mástil de la embarcación surgió altivo sobre el promontorio de la ensenada mostrando sobre sus velas el gallardete naranja y dorado de los guardacostas. Todavía llevó media hora la maniobra de atraque y una hora más la carga y descarga. Partirían con la madrugada, los dos muchachos ya ocupando literas en los humildes alojamientos de la tripulación.
Al norte, siempre al norte, con alguna concesión a los vientos dejaron de ver tierra y siguieron deslizándose sobre las horas todavía una semana más.
En una de esas horas de las que por no ser ni tarde ni temprano raras veces por su nombre se recuerdan, los dos muchachos que se afanaban con el resto de la tripulación en adrizar la nave fueron sorprendidos por el aterrador sonido de la trompeta de un gigante que rompió la niebla. Tras las carcajadas de rigor, solo atemperadas por las necesidades de la maniobra, la voz caritativa de un marinero les reveló el origen de su sustos.
—Tranquilos muchachos, es el Faro del Viento. Aquí, con este potaje de nubes, las luces son más bien cojas y no caminan mucho. Es mejor pegar un bocinazo aunque se asusten las gaviotas.
La singular trompeta siguió sonando como a capricho de un viejo medio loco de modo que nadie se acostumbraba al sonido por mucho que hicieran por disimularlo. Poco a poco su aullido fue creciendo en intensidad hasta que, en un chorro de viento que cortó en dos la niebla, les sobrecogió la costa de la Isla Atalaya. Dos altivos picos como columnas estrechas se disputaban el cielo como hermanos, el oriental cediendo al occidental. Otras nueve cumbres altivas les servían de base y desde allí hasta el océano caían en negros acantilados disputados por hordas de alcatraces, frailecillos y gaviotas. En medio de todo, como en una ensoñación, se erguía el tubo de bronce bruñido del Faro del Viento.
—¿Lo véis ahora? Es un invento de los hombres antiguos, eso dicen. O de esos o de los demonios. Dicen que es el mismo viento el músico, que por eso suena cuando quiere sonar, pero ¿no os parece que también podrían ser los muertos, los elfos o el diablo? Pues todos están locos.
—¿Es ahí dónde tenemos que ir?
—No, todavía nos quedan un par de jornadas, muchacho.
Las dos jornadas fueron un continuo virar y orzar contra el viento y hasta las mareas de modo que crecieron hasta llegar a casi cuatro días completos entre las nieblas y las millares de tenebrosas, casi siempre deshabitadas, Islas de las Nieblas. Acabaron pues agotados de músculos y ojos, ateridos de frío, muertos de ganas por nada más que cama, ropa limpia y gachas calientes. Nunca antes habían deseado tanto estar en algunos de esos ruidosos y sucios barcos de vapor sin alma ni genio, solo fuerza.
La Estación Metereológica «Príncipe Alfredo» se situaba más allá de la vista de la goleta. Lo único que conseguían ver desde el mar era la gigantesca antena que coronaba un promontorio rocoso. Todo lo demás aparecía como naturaleza virgen a la mano del hombre desde los primigenios tiempos de la Creación. La aproximación resultó tranquila: la goleta lanzó anclas y arriaron el bote con el que los muchachos y dos marineros cubrieron los últimos doscientos metros hasta su isla remando dulcemente, casi como no queriendo llegar, tomando plena conciencia de que, a partir de entonces, vivirían un año entero en aquella roca aislada.
En la playa, pues habían advertido su llegada, les esperaban dos hombres, uno de ellos de uniforme, el otro vestido con un cruce de ropajes entre las de un pastor y un marinero pero con una cara de universidad antigua que no podía corresponder ni a lo uno ni a lo otro.
Despedidos los marineros, ya bogando enérgicamente a la goleta, los anfitriones trabaron conversación con los recién llegados.
—Bienvenidos, esperemos que no estéis demasiado cansados porque todavía queda camino. No es muy largo en realidad, pero alto como una escalera.
—Gracias señor, —respondió Zaq. —La verdad es que estamos muy bien.
Imi fue un poco más sincero. —Solo los brazos, por lo de remar, pero los pies los tenemos muy bien, señor.
—Excelente. Bueno, yo soy Pedro Ailtán, el Teniente Ailtán aunque aquí en la estación somos menos formales, y podéis llamarme Pedro cuando no estemos de servicio. El señor que tengo a mi derecha es el Doctor Zenón Fuenteseca, uno de nuestros científicos.
Los ojos de Imi se llenaron de luz. —¿Es eso cierto, Doctor Fuenteseca, es usted doctor?
—En Filosofía y Física, solamente, me temo, querido muchacho. Si quiere ponerse enfermo no seré yo quien pueda curarle.
—En Filosofía y Física es fantástico, Doctor Fuenteseca. ¿Cree que, a lo mejor, alguna vez, bueno si puede y si es posible, podría tener la amabilidad de enseñarme alguna cosa de ciencia, por favor?
—Bueno, quizás sí, más ahora es tiempo de volver bajo techo y todavía no hemos terminado de presentarnos.
—Oh bueno, sí, yo soy Imi y mi amigo es Zaq, y somos Aprendices de Tercera clase.
—Pues muy bien entonces, como ha dicho el doctor Fuenteseca es tiempo de volver, se nos acerca una tormenta de las buenas.
El camino se le hizo largo a Zaq, pero Imi ya iba con el corazón acelerado. Aprovechaba cada oportunidad para preguntarle sobre la disposición de las estrellas, si era posible que en el planeta Ares pudiera existir vida, si alguna vez había visto un espécimen de fitoplancton en el microcospio y siete cosas más; escuchando encantado sus explicaciones, de las cuales, a decir verdad apenas entendía la tercera parte.
Así subieron la escalera de roca con la que salvaron el precipicio y pasando la torre de observación, siguieron camino hacia el interior, por una llanura de más musgo que hierba, entreverado de alguna hilera de arbustos heroico. No vieron vida animal alguna, como no fuera de las bandadas de aves marinas, hasta que se toparon los edificios de la estación.
Estos eran en principal dos: una especie de caserío de cuatro plantas, de tejado recio y achatado, amplias chimeneas, ventanas estrechas y, apenas visible, lejano sobre una cima, un observatorio astronómico. Todo lo demás eran un par de invernaderos y lo que a los muchachos les pareció cuartos de aperos.
—Bienvenidos a la Estación Meteorológica Príncipe Alfredo. Estudiamos el tiempo para el Ministerio de Agricultura, la Marina y el Ejército y, bueno, también hacemos otras cosas que os maravillarán cuando seáis capaces de entenderlas. Lo que espero que sea pronto para que me la podáis explicar a mí. —¿Bromeó el teniente Ailtán?
—Monsieur Dupont, didi-didibi. Monsieur Dupont, didi-didiba, se afeitaba, didi-didibi, cada, cada, cada vez que iba a pescar.
El doctor Zenón se había puesto al piano y a los recuerdos de la universidad. A su música bailaban los demoncillos de la chimenea. En los sofás se agolpaban la mayoría del personal: tres mujeres y cuatro hombres, todos desconocidos para los chicos. El teniente conversaba entonces, taza en mano y generosas risas, con el jefe de la estación, el Comodoro Forjasueños, un hombre de canas, gafas y barriga de edad. Zaq e Imi, sentados sobre la alfombra, jugaban a cartas con un chico de catorce años que se había presentado como buscador de tesoros, lo que ninguno de los otros dos chicos ni empezaba a creer.
Afuera todo era oscuridad, lluvia y mil vientos desbocados.
—¿Y qué, Pablo, ya has encontrado algún tesoro? —Preguntó Zaq.
—Bueno, hemos encontrado cosas. Alfarería, puntas de lanzas, restos de sandalias y cosas así.
—¿Y eso son tesoros?
—Bueno, eso dice el Gran Museo de Logres. Pero mi padre dice que aquí podían estar los restos de un imperio perdido, más antiguo que el mundo.
—¡Tonterías!, nada puede ser más antiguo que el mundo.
—Del mundo tal y como lo conocemos, hijitos, del mundo tal y como lo conocemos. —Les había interrumpido un pelirrojo, de más barba que cabello, arrugas y ropas heredadas de los remotos tiempos en que no había empezado a engordar.
—Doctor Tad, —habló Imi —¿Está haciendo arquequeeo…aqueología aquí?
—En efecto.
—Pero, ¿por qué? ¿por qué aquí?
—Bueno es una historia muy larga y aburrida, muy académica, me temo.
—Cuenténosla.
—En fin. Antes trabajaba en el Gran Museo de Logres. Una vida muy simple, metódica, más propia de aprendices que de científicos. Oh perdonad, una torpeza por mi parte. Bueno, ¿qué decía? En fin que me dedicaba a limpiar objetos y clasificarlos. Lo cual es difícil porque cada uno excavaba como y cuando le daba la real gana, sin leerse mi manual de arqueología, ni ningún otro, me temo. En fin era un día de tormenta, como hoy. No, bueno, en realidad no tengo ni idea del tiempo que hacía afuera, porque estaba en el sótano, pero imagináos la tormenta. En fin que era tormenta, y estaba yo abriendo la quinta caja de madera del día. ¿Y qué me encuentro? ¿Qué me encuentro? Paja, por supuesto, porque seca y protege de los golpes. Pero debajo de la paja, envuelto en paños viejos, descubro unos cilindros de metal grabados, con unas formas muy raras que ni imagino qué podrían ser. Pero luego, me da por pensar, ¿y si son algún tipo de imprenta primitiva? Entonces tomo una esponja —la tuve que buscar, claro— y la empapo de tinta. Y luego, pues y luego le paso la esponja al cilindro, solo un poco, solo un poquito, y ya todo está listo. Entonces hago rodar el primer cilindro sobre el papel y tengo un mapa, un verdadero mapa de estrellas, ¿Entendéis! Y esas estrellas, sus constelaciones, apuntan todas a esta isla. Luego también habían cosas que parecían letras, pero que —por supuesto— no podía entender. Sé que todo esto no podría significar nada serio, pero al menos mi hijo podrá aprender algo de arqueología seria, aunque sea a cavar bien.
El reloj dió las nueve.
—Bueno creo que es momento de irnos retirarnos. Si mañana se retira la tormenta habrá mucha tarea.
Había hablado el Comodoro y los dos aprendices se levantaron. La mayor parte de aquel día lo habían vivido como una larga noche y ya tenían ganas de estrenar sus camas nuevas, unas que estuvieran firmes en tierra. Más en cuanto se apagó el último quinque Imi tuvo la extraña sensación de bamboleo, como si todavía estuviera en el mar y su cama fuera un bote. Esta sensación y el sentimiento de querer dormirse ya pero aún no se conjuraron para que Imi volviera a ensoñar.
Desde la oscuridad, jugando con los restos de luz que quizás solo existieran en la imaginación del muchacho, se formaron sombras de seres extraños y monstruosos, irreconocibles, casi aterradores, casi fascinantes, como los mismos demonios. Pero pronto estos se disiparon ante una luz mayor, de existencia imposible, aunque aún demasiado débil para disipar la oscuridad. Entonces, en medio de todo esto, Imi recordó los mensajes de auxilio que había recibido y ante él se formó una puerta de agua, con la forma de una lágrima. Tenía un marco de algún material sólido, y en su interior una superficie tenue, ondulante, como las aguas de un tranquilo mar ante la brisa.
—¡Qué es eso?
Imi se dio la vuelta y palideció. Era Zaq quien estaba señalando desde su cama a la puerta de sus ensueños, a lo que, hasta entonces, solo su imaginación había sido capaz de percibir.
Amaneció con la misma lluvia. Las gentes de la estación se habían congregado en torno a la mesa del comedor pequeño, una habitación blanca anexa a la cocina, con una pequeña chimenea, alfombras viejas y pequeñas acuarelas de aficionado. Olía a café, a té, a cebolla frita, leche condensada y mantequilla. Ani, la pelirroja hija de Yei, la gobernanta, se movía ágilmente en su traje de sirvienta, para hacer que, como si fuera magia, todo estuviera cada segundo en su preciso lugar; todo un triunfo para una chica de trece años. Frenéticamente, le seguía, o eso trataba, la pecosa, Ezy, su hermana de once años, misma ropa salvo los zapatos, siempre olvidados en la habitación.
—Ezy, bacon.
Llamaba Yei desde la cocina, y Ezy salía como a sofocar un incendio, casi tropezando, más nunca haciéndolo. Mientras el resto del personal comentaba el tiempo que hacía, las tres todavía podían recordar la llamada a la puerta, los dos procuradores, el cerrajero, los alguaciles, el agente del juzgado y el secretario y el ritual absurdo con las que las dejaron junto a la fuente, con una cama y dos mantas, mientras los vecinos cerraban las contraventanas y los transeúntes miraban calculando el tiempo que resistirían hasta entregar las niñas al hospicio, al burdel o a la cárcel.
Pero este trabajo se cruzó antes en ese camino y nunca habría que perderlo, a pesar del aislamiento, a pesar de los sueños de la isla.
—Hemos tenido un sueño extraño. —Era Zaq, por supuesto, Imi jamás compartía sus ensoñaciones con nadie, no fuera lo tomaran por loco.
—¿Hemos? —El doctor Zenón Fuenteseca levantó una ceja.
—Sí hemos, los dos, el mismo sueño, al mismo tiempo. ¿No es verdad, Imi?
—Bueno, a lo mejor, lo que tú me contaste se parece a mi sueño, un poco, supongo, puede ser. Pero sería raro, ¿no?
—Una casualidad, no le déis importancia, muchachos.
—Tranquilos, es un sueño de la isla —intervino Ani, pero al momento ya estaba recogiendo tazones sucios.
—¿Un sueño de la isla?, ¿Qué quiso decir, doctor Zenón?
—Nada Zaq, nuestra leyenda local, supongo. Todos soñamos con puertas y países remotos y cosas así. Quizás sea porque no tenemos teatro y nos contamos nuestros sueños, y la imaginación hace el resto. O quizás sea porque nos sentimos aislados. ¿Qué opina usted, Doctor Tad?
—Ah, usted es el experto Doctor Zenón, usted es el experto. ¿Más mermelada?
Al instante un botecito de mermelada apareció junto a su plato. (Magia, pero de Ani)
Tras el desayuno había mucho que hacer, hiciera el tiempo que hiciera. Menos excusa que nadie tuvieron los dos aprendices, a quienes enviaron al piso superior a estudiar lógica booleana; su primera clase. Afortunadamente no pareció una cosa muy difícil de aprender, solo alguna sorpresa, como por ejemplo
1 ∨ 0 = 1 1 ∨ 1 = 1 0 ∨ 1 = 1 0 ∨ 0 = 0 1 ∧ 0 = 0 1 ∧ 1 = 1 0 ∧ 1 = 0 0 ∧ 0 = 0 ¬ 1 = 0 ¬ 0 = 1
No preguntaron para qué serviviría aquello, porque estaban acostumbrados que las matemáticas no sirvieran para nada práctico. Por eso mismo la insistencia inusual con la que el Teniente Ailtán les animaba a aprender y su entusiasmo les resultaba extraño. Pero no tanto como su frase final.
—Excelente, excelente, seguid así y pronto estaréis listos para aprender el lenguaje de las máquinas.
Las tareas de la tarde fueron mucho más prosaicas para los aprendices: ir a la torre de observación con el teniente a relevar a la Contramaestre Riverbent, que volvería a la estación tras dos días de guardia. Antes que nada ayudaron a limpiar y a ordenar la única habitación; que tampoco era gran cosa: tres camas encajadas en la pared, una estufa que también servía para cocinar, una mesa vieja, un par de sillas y un armario que guardaba tanto libros, como cuadernos de bitácora, latas de alimentos, una sartén y una ecléctica colección de herramientas y piezas de respuesto; todo con el desorden relajado de la vigía habitual. Aparte de eso, la torre no contenía sino una escalera de caracol y la cabina de observación. Esta última era el verdadero tesoro de la torre: sus paredes de cristal, apenas interrumpidas por nervios de acero, contenían un reflector un anemómetro, veleta, barómetro, pluviómetro, y toda clase de instrumetación que los aprendices no consiguieron identificar. El reflector a veces se usaba como la luz de un faro, pero su misión principal era identificar qué se acercaba a la isla por la noche. En la conversación, despreciando todo esto, trataron solo del telégrafo automático.
—…Y todo está conectado a un de-multiplexador mecánico, que está ahí, en el suelo, bajo esa placa metálica. El multiplexador lo que hace es tomar los datos del instrumental y los convierte en pulsaciones que van al telegráfo automático que véis aquí.
—Pero, ¿cómo lo hace?, señor.
—Bueno, hubiéramos podido conectar cada instrumento al telegráfo, supongo, aunque hubiera sido muy complicado y quizás nos hubiéramos quedado sin habitación. En vez de esto hemos usado el ingenio del Comodoro Dreamsmith para conectar todo a través de un único… espera, ¿quieres una explicación más básica?
—Más bien sí, señor.
—Vale, los planos del multiplexador mecánico están en la habitación. Me los váis a estudiar mañana, cuando terminéis la guardia. Pero ahora recordad las nuevas matemáticas que os he enseñado. En realidad está todo ahí. Es un poco como el morse, puedo escribir con palabras o con rayas y puntos, ¿verdad? Pues ahora imaginad que toda la información, puede tratarse como 1 y 0, como rayas y puntos si queréis. Seguimos teniendo los relojes porque es más cómodo para nosotros, pero las máquinas, su propio lenguaje, se basa en 1 y en 0, y combinando esos dos estados simples podemos dar cualquier información y transmitir cualquier orden. ¿Véis esa palanca? ¿La que abre y cierra el reflector? Arriba abre, es un 1. Abajo cierra, es un 0. Pero no nos basta con abrir el reflector para que haya luz, tenemos también que encenderla con la llave del gas. Abierta sería un 1, cerrada un 0. Solamente cuando ambas están a 1 el reflector puede dar luz. Recordad 1 y 1 = 1. Ese es el significado práctico de la lógica del Señor Boole. Y a partir de ahí podemos combinarlo teóricamente hasta el infinito, solo nos limita la ingeniería y la mecánica.
—¿Y entonces qué hacemos aquí? Si todo es automático...
—Los ojos, los ojos todavía no son automáticos, ah y limpiar, por supuesto.
Se repartieron la noche por turnos. El teniente, además del suyo, estuvo en el final del turno de Imi y el principio de Zaq, para asegurarse que los aprendices se sintieran respaldados en sus labores: mirar por los prismáticos, anotar cualquier anomalía y avisar por telégrafo de las verdaderas emergencias. Todo quedó en cuatro líneas.
Aprendiz 3ª Clase Imi. Sin Novedad.
Tte. Ailtán. Sin novedad.
Ap.3. Zaq. Creo haber visto un junco chino.
Ap.3. Zaq. No, estaba equivocado. Era una sombra o algo así. Falso avistamiento.
Esa noche estuvo vacía de sueños de la isla. Imi no se atrevió a ensoñar. Sería equivocado llamarlo terror, era más bien cansancio combinado con un deseo de respetar aquello que no entendía. Ni siquiera aprovechó los últimos momentos antes de cerrar los ojos para leer algo; simplemente se acurrucó bajo el calor de las mantas y se dejó ir como un niño pequeño, viendo en sus recuerdos el rostro de su madre. Zaq tuvo pesadillas, unas pesadillas bastante ordinarias, del tipo que todo te sale mal y todos se burlan de ti; nada que ver con monstruos ni ventanas de agua ni otras cosas de ese estilo. En cuanto al teniente, tuvo una noche tranquila, muchas-gracias.
Zaq despertó a sus compañeros con un desayuno de galletas, mantequilla y leche en polvo. Nada como lo que hubieran tenido en la estación. Después se intercambiaron los papeles:, Zaq a recoger un poco de sueño e Imi a hacer la guardia de la madrugada. Fue entonces cuando la belleza de las aguas del norte se le reveló tan hermosa como sus ensoñaciones. Sí, ya lo había visto en la goleta, pero entonces tenía la mente demasiado consumida por los nervios de la aventura como para darse cuenta. Eran los simples destellos del alba naciendo sobre las tenues olas del mar, que bailaban como hadas de perlas y diamantes bajo la incesante llovizna. Sus prismáticos descubrieron una nutria comiendo entre las rocas su primera presa. Sobre las aguas de la playa aparecían, como niños juguetones, las cabezas de diez focas. Desde los acantilados planeaban los frailecillos, al que volvían volando como corren los niños gordos, luchando con todas sus ansias por nos desfallecer. Solo en el mar, su despensa, se sentían felices, pues ya era ese más su elemento que el aire. Por lo demás fue una guardia tranquila para Imi, nada turbó el horizonte, así que cuando llegó el teniente a relevarle, se fue con Zaq a disfrutar de la costa.