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Perdón, Umberto Eco. Somos un hatajo de imbéciles. Todos. Yo también. Hace poco vi un chiste que dice más o menos así: — Si una persona de 1950 viajara en el tiempo al presente, ¿qué sería lo más difícil de explicarle? — Cada ser humano en el planeta lleva en el bolsillo un dispositivo millones de veces más poderoso que ENIAC, con acceso a todo el conocimiento humano, y lo usamos mayormente para ver fotos de gatos, y para pelearnos con gente desconocida por temas que evidentemente no dominamos. Este chiste resume un poco la distopía de la Era Digital en la que vivimos. Estamos rodeados de libros que ya nadie lee. Acudimos a restaurantes caros con el único fin de tomarle una fotografía a un plato de comida para darle envidia a un grupo de personas que jamás conocimos personalmente. Nos creemos expertos en cualquier cosa porque leímos el equivalente a una entrada en un diccionario Espasa-Calpe. Ya no hay más cuentos, ni novelas, ni largometrajes, cortometrajes, pinturas o música: ahora creamos “contenidos” que raramente se leerán o disfrutarán (y eso en el excepcional caso de que sean potables para los estándares de hace treinta años, cuando el mundo todavía no había descendido a esta locura). Y para colmo, llamamos “arte” a los dibujos infantiloides y monótonos generados por redes neuronales entrenadas con imágenes y textos robados sin pudor a sus verdaderos autores humanos. Y no caemos en la cuenta de que el mundo está en manos de narcotraficantes a escala global, sólo que ahora la droga no es una porquería sintética envuelta en papel aluminio; es la adicción a todo lo que describí antes. Nos regalaron las primeras dosis con el único objetivo de volvernos adictos a la hipertextualidad, a la hiperconexión, a la hiperactividad. Poco a poco nos fueron encerrando en virtualidades cerradas. Fueron apropiándose de nuestras identidades, de nuestros comportamientos. Y ahora que nos tienen a sus pies, nos quitan todo para que paguemos por ello. Nos cortan toda posibilidad de crear redes alternativas y gratuitas. Ensalzan las peores doctrinas porque las necesitan en el mundo que viene, que será el siglo XIX robotizado. Somos esclavos nuevamente: de nuestra necesidad de contacto virtual, de la ilusión de una trascendencia efímera. Y para quienes se rebelan hay cárcel, persecución política, robots armados. Ostracismo.