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Se hacía tarde. El tranvía tardaba en llegar y en su estómago sentía la lividez que lo aquejaba siempre que se encontraba en un apuro. Un taxi dobló la esquina con parsimonia y Evaristo le hizo señas. Subió e indicó su destino —estación La Plata, del Ferrocarril Provincial— y se dedicó a contemplar, taciturno, las calles empedradas de su amada ciudad.

Afuera las farolas alumbraban fantasmagóricamente algunas barracas, un almacén —ya cerrado— , una casa con su farol colgando del porche y un gato que a la luz del taxi corrió a guarecerse a un zaguán anónimo.

El taxi llegó a la estación melancólicamente ladeada sobre aquella solitaria calle de adoquines lustrosos. Evaristo pagó y se apeó. Ingresó a la estación luego de comprar su boleto y de saludar con un gesto al jefe de estación, y fue a sentarse bajo un mascarón de yeso, contemplando su boleto, pensativo.

Hacía fresco esa noche de otoño y las estrellas tiritaban, trémulas, en el cielo que absurdamente sus amigos se empeñaban en llamar firmamento. Enfrente y después de la playa de cargas de la estación, una pintada en un pequeño muro sugería las bondades de los Planes Quinquenales de Perón. Por detrás de éste asomaban algunas casas y un chalet donde supo descansar bajo la sombra de una parra, en un patio donde el sol y la radio eran su única compañía en las largas tardes de siesta de su juventud.

Un pasajero ingresó al andén y se acomodó unos pocos metros a su derecha. Encendió un cigarrillo, carraspeó y le dio ligeramente la espalda. Evaristo sintió alivio: no se sentía a gusto charlando con extraños.

La locomotora, negra y humeante, avanzó por una vía secundaria allí en el depósito mientras los auxiliares armaban el tren que lo llevaría hacia Fortín Olavarría. Unos pocos pasajeros esperaban, dispersos, en el andén: una mujer joven, también fumadora. Una señora de mediana edad con dos niños dormidos. Un hombre de aspecto enjuto. Y un policía.

El tren ingresó a la estación, demorado, y a los pocos minutos del ascenso de sus escasos pasajeros partió discretamente. Evaristo se ubicó a la izquierda, contemplando la avenida 72 a medida que el tren recorría sus primeros metros entre el yuyal del pequeño terraplén. Poco después cruzaban el puentecito que marcaba el fin de la zona de vías compartida, el fin de la ciudad de La Plata y la curva hacia Olmos. La noche oscura discurría tras los cristales, con alguna esporádica isla borroneada de luz mortecina.

Pasaron la cárcel de Olmos, la zona de quintas, y llegaron a la estación Ángel Etcheverry, donde el tren se detuvo. Evaristo se mostraba adormilado. El breve pitido del guarda y el resoplido de la locomotora Maffei lo despabilaron pero aún así el sopor lo dominaba.

Miraba hacia la negrura y evocaba allí, en un matojo fugaz, alguna escena de su niñez en Atalaya. Más allá, una remota remembranza de su primera novia, y el beso robado en Punta Indio a una jovencita enardecida por su serenata de guitarra criolla y chambergo ladeado a lo guapo. La vida, la vida que lo traicionaba con su inverosímil nitidez en los recuerdos y su dura añoranza; a sus sesenta años esa vida, nítida pero distante, le había dado el Centenario Argentino y el Peronismo, las puertas de los siglos XIX y XX, a Hitler, con su amenaza y sus horrores, y a un joven excéntrico llamado Albert Einstein, cuyos descubrimientos él jamás había comprendido.

En Carlos Beguerie ocurrió algo extraño: sentía como, si de alguna remota región, un sonido semejante al de un sollozo mezclado con siseos brotara afantasmado, en sordina. La noche ahora parecía más oscura, el frío más crudo y el aire más quedo; notó que dentro del coche las luces se habían apagado y que además se hallaba solo. Alguien, mientras él se hallaba ensimismado contemplando los kilómetros de territorio bonaerense, había bajado todas las persianas de madera.

El tren rodaba ahora por un sitio que no le era familiar. Sumido en sus cavilaciones no había notado ningún desvío, y tampoco sabía de alguno más allá de Carlos Beguerie, excepto el del ramal a Olavarría, que también conocía como su propia casa. Pasó una estación a oscuras, desconocida, y cuyo letrero era ilegible. ¿Sería Santiago Larre? ¿Había abordado el tren incorrecto? El guarda aún no había pasado a picar los boletos.

Se incorporó y caminó hasta el acceso al coche, pero se sobresaltó al ver allí la lámpara de arco de la locomotora. Fue hacia el otro extremo y no había nada más que una puerta cerrada con llave, y fuera, la oscuridad de la noche en donde sólo podía distinguir, tenuemente, dos plateadas líneas paralelas.

Escuchaba el monótono golpeteo de las ruedas contra los rieles, rítmicamente, en un crescendo muy gradual. Decidió volver a su butaca, confuso y agitado.
El tren ganaba velocidad. Afuera el viento soplaba y ululaba. El coche trepidaba y el golpeteo contra los rieles alcanzaba ya el paroxismo. Nada podía ver más que la potente luz trasera de la locomotora colándose a través del cristal de la puerta del coche. Zumbaba, crecía, latiendo, hacia arriba, elevándose en una espiral de luz enceguecedora.


En un hospital dos mujeres aguardaban en una sala lúgubre, con la mirada perdida en los azulejos. Los médicos cruzaban su camino en el pasillo pero ellas no los oían. Soledad sollozaba.

—No era viejo, ¿por qué? —y cubría su rostro con un pañuelo de seda.

Un doctor se acercó. Ambas sabían, por su talante, que el corazón de Evaristo no había resistido. Aquella noche lo hallaron en el zaguán de su casa, tirado, inconsciente, luego de sufrir un infarto. El cochero de un carromato que pasaba por allí lo recogió y lo llevó al hospital donde Dolores y Soledad acudieron luego del aviso de un vecino.

—Evaristo ha fallecido. Lamento la pérdida. Le administramos morfina para evitarle un sufrimiento innecesario —dijo el doctor, acostumbrado ya a ser escueto en estas circunstancias.

—Gracias, doctor —alcanzó a balbucear, entre sollozos, Soledad—. ¿Dijo algo?

—Sólo murmuró algo así como «un boleto a Fortín Olavarría» antes de caer nuevamente inconsciente. No había mucho por hacer. Cuando lo encontraron ya era tarde para él.