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PagĂł al tendero con los Ăşltimos cĂ©ntimos que le quedaban y saliĂł de la fruterĂa.
"A ver, llevo la carne, las verduras, la fruta y los postres para mis sobrinos, creo que no me olvido nada".
Se dio cuenta de que se le habĂa ido la mano comprando. Llevaba varias bolsas que pesaban demasiado y no habĂa cogido el carro de la compra. No era su intenciĂłn comprar tanto, pero es que a VerĂłnica siempre le pasaba lo mismo, hacĂa una lista de la compra con seis productos y volvĂa con 18.
A duras penas logrĂł llegar a casa. Iba parando cada cierto tiempo. El peso de las bolsas le marcaban los dedos y le cortaban la circulaciĂłn. Se miraba la palma de la mano dolorida y llena de marcas y se resignaba. Nunca aprendĂa a llevarse el carro aunque tuviera que comprar solo dos productos. Además, ese verano estaba siendo muy caluroso, se habĂa instalado una ola de calor hacĂa un par de dĂas y los termĂłmetros no bajaban de 47 grados. HacĂa un calor de justicia y chorreaba sudor que parecĂa que le habĂan tirado un cubo de agua por encima.
LlegĂł a casa acalorada y mareada. DejĂł las bolsas en el suelo — bueno, más bien se le cayeron de las manos, solo tuvo que acompañarlas— y entrĂł al lavabo a remojarse las manos con agua frĂa para calmar la sensaciĂłn de quemazĂłn. AprovechĂł para mojarse la cara y la nuca para refrescarse un poco.
MirĂł el reloj, "He tardado más de lo normal en llegar, ya voy tarde". Se sentĂa como en una nube y aĂşn tenĂa que arreglar la casa, comer y marcharse al entierro del conserje del colegio de sus sobrinos. Iba a recogerlos casi a diario, ya que sus padres trabajaban demasiado; eran sobrinos por parte del hermano y ella les hacĂa de madre muchas veces. El Sr. Sebastian siempre tenĂa gestos amables con los padres y con los niños, a los que querĂa mucho. Tres años despuĂ©s de su jubilaciĂłn le detectaron un cáncer de estĂłmago. Hoy lo enterraban, casi dos años despuĂ©s.
"Pobre Sebastian, se van los mejores" pensaba VerĂłnica negando con la cabeza.
RecogiĂł la casa un poco por encima, comiĂł de pasada y se medio tumbĂł en el sofá para descansar y ver si se le pasaba el mareo. Al cabo de una media hora se despertĂł; parecĂa que ya estaba algo mejor. MirĂł el reloj y dio un salto del sofá “Mierda, ha pasado media hora, solo querĂa descansar un rato”. Tras una ducha rápida, se puso su vestido negro que solo se ponĂa para estos macabros eventos y saliĂł disparada a la Avenida Floresta a coger el metro. El trayecto no era muy largo pero a VerĂłnica se le hizo eterno, "caray que frĂo hace en el metro", mientras se abrigaba encogiendose de hombros.
LlegĂł solo dos minutos tarde pero para ella es como si hubieran sido dos horas. Era demasiado perfeccionista y exigente consigo misma. AĂşn no habĂa empezado la homilĂa, ya se sabe, dicen una hora pero nunca nadie es puntual. De todas formas, no empezĂł hasta casi diez minutos despuĂ©s.
Sebastian no era muy religioso, asĂ que la charla del cura durĂł muy poco. La sala, de las más grandes del tanatorio, estaba atestada de gente, "cuanta gente, quĂ© querido era Sebastian, Âżme pregunto si a mi entierro vendrĂan tantas personas".
Una de las causas de que la homilĂa se retrasara es porque no cabĂan ya más personas y aĂşn seguĂan llegando. HabĂa gente fuera intentando asomarse por encima de las cabezas de los asistentes a ver si veĂan algo, otros sentados en el suelo, otros de pie paseando nerviosamente de aquĂ para allá.
Cuando finalizĂł la misa, la sala tardĂł en vaciarse, para volverse a llenar con las que se habĂan quedado fuera. Todos querĂan dar el Ăşltimo adiĂłs a Sebastian, ese hombre menudo y analfabeto, pero bonachĂłn y resolutivo.
A VerĂłnica siempre le costaban estos eventos, no sabĂa quĂ© decir, con quien hablar ni cĂłmo comportarse, asĂ que se sentĂł en el Ăşnico sitio que quedaba libre, fuera en el hall, algo apartado de la marabunta de asistentes de la sala 6. Se sentĂa de golpe muy cansada, se arrellanĂł en la butaca y se quedĂł algo traspuesta, lo justo, 5 minutos que le sentaron de maravilla.
— ¿Quien es el fallecido?.
— ÂżPerdone?— una abuela enlutada al estilo “mamma italiana” se habĂa sentado a su lado mientras estaba traspuesta.
— Le preguntaba que a quien a venido a velar, hija.
— Ah, eeee, al Sr. Sebastian, era conserje del colegio de mis sobrinos— giró la cara hacia la sala 6.
— DebĂa ser muy querido a juzgar por la cantidad de gente que ha venido a despedirse.
— Si, lo era.
— Si... eso se nota enseguida. Siempre he creĂdo que sembramos lo que recogemos.
— Si, es cierto. Huy, que maleducada soy, me llamo Verónica, encantada.
— Yo soy Jacinta, y aquellas que se acercan son mis amigas, Rosa y Saturnina.
Se presentaron y estuvieron charlando un rato. VerĂłnica se sintiĂł molesta al principio. Era muy introvertida y tener que hablar con desconocidos le suponĂa un esfuerzo, incluso con conocidos, pero por alguna razĂłn, con aquellas mujeres empezaba a sentirse a gusto, aunque tambiĂ©n es cierto que VerĂłnica se llevaba mejor con las personas mayores.
— Si algo tenemos asegurado en esta vida es que a todos nos llega la hora.
— Que razón tienes, Rosa.
— Ya puedes ser Rey de un gran paĂs, ser un buen samaritano de esos que ayuda a los demás... da igual. La vida pasa y lo que cuenta no es quien eres, si no quĂ© dejas.
— Si, como a mi me gusta decir, tanta paz lleves como descanso dejes.
— Eso es, querida.
VerĂłnica no decĂa nada, solo escuchaba a aquellas entrañables abuelas. Sin duda se conocĂan desde hacĂa muchĂsimo tiempo.
— ¿Y tu que opinas chiquilla?
— Yo creo que hay que ser buena persona y asà es como te recordarán.
— Bueno, no te falta razón.
— Quien siembra vientos recoge tempestades, eso yo lo he aprendido, tarde, pero la vida es una escuela continua— dijo Rosa.
Con tanto ajetreo y charla, VerĂłnica empezĂł a tener hambre. HabĂa hecho una comida frugal y ya notaba el gusanillo.
Se acercĂł a la sala donde habĂan croisants, donuts y demás bollerĂa, y termos con cafĂ©, leche y cacao que el tanatorio ofrecĂa como servicio gratuito. Se sirviĂł una madalena y un cafĂ© con leche que le supieron a rayos, casi le hacen vomitar, "las cosas regaladas ya se sabe".
VolviĂł a reunirse con sus accidentales acompañantes con las que habĂa creado amistad. Por el camino, entre la multitud vio a Javi y Victoria, unos padres cuyo hijo iba a la misma clase que sus sobrinos. Los saludĂł, pero no la vieron, con tanta gente que habĂa; parecĂa el metro en hora punta, "bueno, cuando cierren la sala, afuera los saludo".
Cuando llegĂł a su butaca las abuelas estaban inmersas en un diálogo macabro. Parece que aquellas abuelas solo tenĂan un Ăşnico tema de conversaciĂłn, seguramente porque ya les quedaba poco de vida. Algunas personas bromean con la muerte porque en el fondo les aterra.
— Si es que no somos nadie.
— Mira, aun está Eufrasio por aquĂ.
— Andaaaaa, yo pensaba que se habĂa ido ya, jajaja.
— Y yo.
— Hay gente que no tiene nada mejor que hacer…
— Si, como nosotras, jejejeje.
— ¿Y a quien habéis venido a ver vosotras?— preguntó Verónica.
— ÂżNosotras?, jejejeje— Una sonrisa pĂcara pero sin malicia se dibujĂł en la cara de Saturnina— nosotras venimos al velatorio de esta— señalĂł a Jacinta.
— Que suerte tienes hija, a mi velatorio no vino nadie— le dijo Rosa a Verónica.
Las tres abuelas rieron pĂcaramente. VerĂłnica sonriĂł confundida.
— Que guasonas sois.
Vio que quedaba muy poca gente en la sala 6 y decidiĂł acercarse para poder darle el Ăşltimo adiĂłs a Sebastian; antes con tanta gente no pudo. "Caray, que frĂo hace aquĂ, como odio los veranos y los aires acondicionados". EntrĂł en la sala y se acercĂł al ataĂşd para ver al pobre Sebastian.
Cuando llegĂł se quedĂł petrificada, "Âżque es esto, es una broma de mal gusto?". Salio confundida, mirando para todos lados. La gente iba a lo suyo, nadie parecĂa darse cuenta.
Fue al hall donde estaban las abuelas. Las tres la veĂan acercarse sonriendo.
— Ven hija, tenemos mucho de que hablar.
— Ven, siéntate y descansa un rato. Rosa, dile a Eufrasio que venga, ya que no ha traspasado aún— Verónica permaneció de pie.
— ¿De que estáis hablando, que queréis decirme?
Jacinta se puso de pie y caminĂł los cuatro pasos que la separaban de VerĂłnica. Le puso su huesuda mano en el hombro. Estaba helada.
— Mira hija, al Sr. Sebastian lo enterraron la semana pasada. Tú en algún momento debiste fallecer. Este es tu velatorio.
— ¡Que dice señora, no se acerque a mi!— Verónica retrocedió unos pasos, enfadada, retirándole la mano a Jacinta— ¡estáis locas, las tres!— se alejó en dirección a la sala 6. Jacinta se quedó de pie, viéndola alejarse y dio un paso para seguirla cuando notó una mano en su espalda.
— Déjala Jacinta, tiene que asimilarlo. Volverá.
— Eufrasio, siéntate un rato con nosotras, tenemos una nueva amiga.
— Si, y es muy joven.
— No deberĂan irse tan jĂłvenes, es una lástima— dijo Eufrasio.
Jacinta siguiĂł de pie, mirando la sala 6. VerĂłnica se alejaba corriendo con lágrimas en los ojos. Esas mujeres debĂan estar locas. Se acercĂł a la capilla ardiente y allĂ en el fĂ©retro estaba ella.
— No, no puede ser.
Se acercĂł a varios conocidos pero parecĂan no verla ni oĂrla.
— Mercedes, Maria JosĂ©, Luis, soy yo, VerĂłnica, Âżno me oĂs?
Nadie parecĂa oĂrla. Fue hacia la salida donde habĂa unos jardines. Vio a unos amigos y al acercarse escuchĂł sus conversaciones.
— Pobrecilla, siempre mirando por los demás.
— Y pobres sobrinos, ¿ahora quien cuidará de ellos?— La semana pasada Sebastian, ahora Verónica... que mal rollo.
— Si, y tan joven, de verdad que no somos nadie.
Verónica empezó a ver borroso, las lágrimas se le derramaban, saladas como el mar.
Dio media vuelta, abatida, y caminĂł de nuevo hacia el hall del tanatorio.
Entre el gentĂo que abandonaba el lugar vio a Sebastian, que la saludĂł tristemente. Ella le devolviĂł el saludo como una autĂłmata, sin pararse a pensar que Sebastian habĂa fallecido y no podĂa estar allĂ de pie.
EntrĂł de nuevo y se dirigiĂł al grupo de ancianos, que al verla se pusieron de pie. A corta distancia la seguĂa Sebastian.
— Ven hija, tenemos mucho de que hablar. Este es Eufrasio, y a Sebastian ya lo conoces.