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—Supongo que partirá pronto, ahora que las clases concluyeron —le dijo una persona (que no forma parte de esta historia) al profesor de Ontografía, inmediatamente después de que se sentaran juntos en una fiesta que se celebraba en el hospitalario salón del Colegio Saint James.

El profesor era joven, pulcro y preciso en su discurso.

—Sí —afirmó—, mis amigos me han hecho tomar clases de golf este año, y es mi intención ir a East Coast; de hecho a Burnstow (me atrevo a decir que conoce usted el sitio), por una semana o diez días, para mejorar mi juego. Espero poder partir mañana.

—Oh, Parkins —expresó su otro interlocutor—, si está por visitar Burnstow me gustaría que estudie el sitio de la preceptoría de los Templarios y me diga si cree que vale la pena ir allí en el verano.

Quien dijo esto era, como el lector podrá suponer, una persona con intereses de anticuario; pero, como este personaje apenas aparece en este prólogo, no hay necesidad de señalar su autoridad en la materia.

—Ciertamente —aseveró el profesor Parkins—: si usted me describe la localización del sitio, haré lo posible para darle una idea de la configuración del terreno cuando regrese; o tal vez pueda escribirle sobre ello, si me dice dónde se hospedará.

—No se moleste en hacer eso, gracias. Es sólo que estoy pensando en llevar allí a mi familia dentro de algunos años, y se me ocurrió que, como muy pocas preceptorías cuentan con planos adecuados, podría tener una oportunidad de hacer algo útil en mis días libres.

El profesor frunció su nariz ante la idea de que el trabajo de dibujar los planos de una vieja preceptoría pudiera verse como algo útil. Su vecino continuó:

—Ese sitio, del cual dudo que quede algo en pie, debe estar ubicado cerca de la playa en la actualidad; el mar ha erosionado toda la costa allí. Creo, mirando el mapa, que debe estar a unos mil doscientos metros del Globe Inn y en el extremo norte de la ciudad. ¿Dónde piensa alojarse?

—Precisamente en el Globe Inn —replicó Parkins—, donde he alquilado una habitación, ya que no pude hallar otro hospedaje: la mayoría de estas cierran durante el invierno, tal parece, y, aun así, la única habitación disponible tiene dos camas y no hay sitio en la posada para guardar la que no utilizaré. Pero necesito una alcoba lo suficientemente grande como para poder acomodar mis libros, ya que tengo pensado trabajar un poco; y aunque la idea de tener una cama vacía no me agrada particularmente, supongo que puedo arreglármelas con ella por el poco tiempo que permaneceré allí.

—¿Le llama usted «arreglárselas» a tener una cama extra a su disposición, Parkins? —le dijo alguien con franqueza desde el extremo opuesto—. Mire, iré con usted y ocuparé esa cama sobrante por unos días, y de ese modo le haré compañía.

El profesor se estremeció, pero se las compuso para reír de un modo cortés.

—¡Por supuesto Rogers, nada me agradaría más! Pero me temo que hallará todo un poco aburrido. ¿Juega usted al golf?

—¡Gracias al cielo no! —respondió, groseramente, el señor Rogers.

—Bueno, verá, cuando no me encuentre escribiendo estaré probablemente afuera, en los links; eso es, como decía, algo que usted hallará aburrido, me temo.

—¡No lo sé! Tengo la certeza de que me encontraré con alguien conocido en ese lugar; pero, por supuesto, si usted prefiere no contar con mi presencia dígalo, Parkins; no me ofenderé. La verdad, como usted siempre dice, nunca es ofensiva.

Parkins era, en verdad, escrupulosamente cortés y estrictamente honesto, y a veces el señor Rogers ponía a prueba —a propósito— estas características. En el pecho del profesor se libraba una batalla que, por un momento, le impidió responder. Luego de ese intervalo, replicó:

—Bien, si usted desea la verdad exacta, Rogers, estaba considerando si la habitación de la cual hablo será lo suficientemente grande como para acomodarnos a ambos confortablemente; y (no diría esto si usted no me hubiera presionado) también estaba cavilando sobre la posibilidad de que su presencia allí sea una suerte de estorbo para mi trabajo.

Rogers rió con ganas.

—¡Bien hecho, Parkins! —dijo—. Está bien, prometo no interrumpir su trabajo; no se preocupe por eso. No iré si usted no quiere; pero pensé que debía hacerlo para mantener a raya a los fantasmas. —En este punto probablemente le guiñó el ojo a su vecino más próximo y lo codeó, y es posible también que el profesor enrojeciera—. Le pido perdón, Parkins —continuó diciendo Rogers—, no debí haber dicho eso. Olvido que a usted no le gusta que estos temas se traten frívolamente.

—Así es —respondió Parkins—, tal como ha mencionado, no me agrada el trato ligero que se le da a lo que usted llama fantasmas. Un hombre de mi posición —prosiguió, levantando un poco la voz—, debe poner todo el cuidado en no aprobar las creencias actuales en tales temas. Como usted sabe, Rogers, o mejor dicho, como usted debería saber, ya que creo no haber ocultado nunca mi punto de vista...

—No, ciertamente no lo ha hecho, hombre —interrumpió Rogers, en voz baja.

—...sostengo que cualquier semblanza, cualquier concesión de que tales entidades puedan existir es para mí una renunciación a todo lo que me es sagrado. Pero mucho me temo que no he logrado su atención.

—Su completa atención, era lo que el doctor Blimber decía —interrumpió nuevamente Rogers, con toda la intención de buscar la total exactitud en la cita—. Pero le ruego me disculpe, Parkins; estoy interrumpiéndolo nuevamente.

—No, de ninguna manera —dijo Parkins—, no recuerdo a Blimber; tal vez vivió antes de mi época. Pero no necesito agregar nada más. Estoy seguro de que usted sabe lo que quiero decir.

—Sí, sí —le respondió Rogers, excitado, —seguramente. Hablaremos de esto en Burnstow, o en algún otro lado.

Este diálogo me dejó la impresión de que Parkins tenía las maneras propias de una anciana —incluso de un gallina— y que estaba privado del sentido del humor; pero al mismo tiempo era intrépido y sincero en sus convicciones, y ciertamente un hombre digno del mayor respeto. Independientemente de lo que el lector haya recogido hasta el momento, así era su personalidad.

⁂

Al día siguiente el profesor logró, tal como esperaba, escabullirse de la universidad y llegar a Burnstow. Recibió la bienvenida en el Globe Inn, donde recibió alojamiento en una gran habitación de dos camas —de la que hemos escuchado antes— y pudo acomodar, antes de retirarse a descansar, todos sus elementos de estudio sobre una cómoda mesa, ubicada en el extremo exterior de la habitación y rodeada por tres ventanas que daban a la costa; la central miraba directamente al mar, mientras que las de la izquierda y derecha apuntaban a la costa norte y sur, respectivamente.

Desde la ventana de la derecha se podía contemplar el pueblo de Burnstow. Desde la otra ventana, por el contrario, no era posible ver ninguna casa; sólo la playa y el acantilado bajo que discurría paralelo a ella. Inmediatamente enfrente había una franja pequeña de malezas, sembrada de viejas anclas, cabrestantes y objetos similares. Luego se podía encontrar un camino bastante ancho y, más allá, finalmente la playa. Cualquiera que haya sido la distancia que separaba originalmente al Globe Inn del mar, ahora no superaba los cincuenta metros.

Los huéspedes de la posada eran, por supuesto, golfistas. La figura más conspicua era, tal vez, la de un anciano militar, secretario del Club London, que poseía una voz extraordinariamente potente y un porte pronunciadamente protestante. Ambas características eran especialmente aptas para hacerse oír luego de las ministraciones del vicario, un hombre estimable con inclinaciones hacia los rituales pintorescos, los que intentaba disimular —con suma gallardía— tanto como le era posible, en deferencia hacia la tradición de la Anglia del Este.

El profesor Parkins —cuya determinación era una de sus características más notorias— pasó la mayor parte del día, luego de su arribo a Burnstow, dedicado a «mejorar su juego» en compañía del coronel Wilson, quien por la tarde cobró una coloración tan cárdena que incluso el profesor dudó ante la idea de volver a la posada en su compañía. Luego de una mirada furtiva a sus bigotes erizados, determinó que sería conveniente dejar que el té y el tabaco hicieran lo posible por el coronel antes de que la hora de la cena hiciera inevitable un nuevo encuentro.

«“Esta noche tal vez haga una caminata a lo largo de la playa“ reflexionó, “para echar un vistazo a las ruinas que mencionó Disney; calculo que habrá luz suficiente para esa tarea. No sé exactamente dónde están ubicadas, por cierto, pero estoy seguro de que me será fácil dar con ellas”».

Esto lo logró, debo decir, en un sentido literal; al abrirse paso en el camino que iba desde los links a la playa sembrada de guijarros, su pie tropezó en una raíz de tojo y en una piedra que se encontraban allí, y cayó de bruces.

Al levantarse y recorrer con la vista los alrededores, vio que se hallaba en un terreno algo resquebrajado, cubierto de montículos y depresiones. Los primeros, al examinarlos, resultaron ser simples guijarros incrustados en mortero y cubiertos por la hierba que crecía allí. Llegó a la conclusión, entonces, de que se encontraba en el sitio donde debía estar la preceptoría que se había prometido a sí mismo encontrar.

Las ruinas parecían prometedoras: varios cimientos yacían, probablemente, a poca profundidad, y daban la oportunidad de trazar un plan general de trabajo.

El profesor recordó vagamente que los Templarios, a quienes pertenecía este sitio, tenían el hábito de construir sus iglesias en una disposición circular; observó, entonces, que varias de las depresiones y montículos a su alrededor obedecían a esa arquitectura.

Pocas personas pueden resistir la tentación de intentar llevar a cabo por sí mismos un poco de investigación amateur, aunque más no sea por la satisfacción de mostrar cuán exitosa podría resultar esta si fuera tomada en serio.

Nuestro profesor, no obstante, si sentía algo de todo esto, se debía a la ansiedad por complacer al señor Disney. De modo que rodeó con cuidado el área circular, contando sus pasos, y anotó sus dimensiones aproximadas en la libreta que llevaba consigo. Luego procedió a examinar una prominencia, de forma oblonga, que yacía un poco al este del centro de ese círculo y que, según pensaba, podría ser la base de una plataforma o un altar.

En el extremo norte de esa prominencia la hierba se encontraba removida; tal vez, a causa de un niño o alguna criatura ferae naturae. Esta circunstancia le resultó favorable para intentar una pequeña excavación en busca de mampostería, por lo que extrajo su navaja y comenzó a raspar la tierra. Casi inmediatamente, una pequeña porción del terreno en el sitio donde se hallaba trabajando cedió, revelando una cavidad debajo.

El profesor encendió una cerilla tras otra intentando vislumbrar de qué naturaleza era ese hueco, pero el viento era demasiado intenso como para tener éxito en esa empresa. Sin embargo, al raspar y golpear los bordes con el cuchillo, pudo ver que se trataba de un agujero artificial en la mampostería.

Dicho agujero era rectangular y sus caras eran suaves y regulares, como recubiertas de yeso; sin embargo, se encontraba vacío. ¡No! Mientras el profesor retiraba su navaja oyó un ruido metálico, y al introducir allí su mano, se encontró con un objeto cilíndrico, que se encontraba en el fondo de aquel hoyo. Naturalmente lo cogió y lo llevó a la desvanecida luz del atardecer, donde pude observar que era de factura humana: un tubo metálico de aproximadamente diez centímetros de largo, y evidentemente antiguo.

Para el momento en que Parkins estuvo seguro de que no había ningún otro artefacto oculto en aquella cavidad ya había oscurecido por completo, y era demasiado tarde como para pensar siquiera en continuar con ninguna investigación adicional. Sin embargo, los eventos de esa tarde probaron ser tan inusuales e interesantes que se determinó a emplear la mañana siguiente en llevar a cabo tareas de arqueología. El objeto, que ya estaba guardado en su bolsillo, debía tener algún valor, de eso estaba seguro.

El panorama del lugar era solemne y sombrío en el momento en que le echó un último vistazo antes de iniciar el retorno a la posada. Al oeste, una luz desmayada y amarillenta permitía vislumbrar los links —donde aún eran visibles unas pocas figuras que avanzaban hacia el club-house—, la torre Martello, las luces del pueblo de Aldsey, la cinta arenosa, pálida, intersectada a intervalos por espigones de madera oscura, y el mar oscuro y murmurador. El viento, punzante, soplaba del norte, pero lo tenía a sus espaldas cuando emprendió el regreso al Globe. Atravesó trabajosamente el círculo de mortero y guijarros, sacudiéndose, y alcanzó la arena, sembrada aquí y allá de espigones que debía sortear; fuera de esas molestias, su camino de regreso fue tranquilo.

Una última mirada atrás para calcular la distancia que llevaba atravesada desde su partida de las ruinas le permitió divisar, a lo lejos, a un individuo que parecía estar haciendo grandes esfuerzos para alcanzarlo, aunque sin éxito. Esta persona, indistinta a la vista, aparentaba estar corriendo —algo que se desprendía al observar sus movimientos— pero la distancia entre él y el profesor no disminuía.

Finalmente Parkins comprendió que, con toda seguridad, no conocía a esa persona, y que sería absurdo esperarla. Aun cuando la compañía de otra persona le resultara muy bienvenida en aquella playa solitaria, prefería aquellas que él mismo pudiera elegir. Durante su juventud había leído acerca de ciertos encuentros desagradables —en lugares como el que ahora transitaba— de los que incluso ahora, en plena madurez, apenas podía pensar sin temblar. Sin embargo, estuvo pensando en ello hasta que llegó a la posada; particularmente, en un caso que había sido tema de conversación obligado durante una época de su niñez.

«“Recuerdo que, en uno de mis sueños, vi a Christian caminar unos pocos metros antes de girarse y ver, horrorizado, que un demonio horrible se acercaba a él. ¿Qué debería hacer”, pensó, “si mirara hacia atrás y viera que una figura negra, alada y con cuernos, se recorta contra la luz amarilla del cielo? Me pregunto si debería correr o permanecer impertérrito. Afortunadamente aquel caballero de atrás no es ningún demonio, y parece estar tan lejos como cuando lo divisé la primera vez. Bien, a este ritmo no logrará llegar a tiempo para la cena. ¡Y por Dios! Si no me apresuro, yo también me la perderé: ¡faltan sólo quince minutos para ella!”».

El profesor, en efecto, apenas tuvo tiempo para vestirse para la cena, al llegar a la posada. Cuando se encontró con el coronel, en la mesa, la paz reinaba una vez más sobre sus hombros; al menos toda la paz que ese hombre era capaz de manejar. Reinó también durante la partida de bridge que le sucedió a la cena, ya que Parkins era un jugador más que respetable.

Cuando se retiró, un poco antes de la medianoche, se sintió satisfecho por el modo en que empleó aquella tarde y por el hecho de que, al menos por quince días o tres semanas, la vida en la posada sería soportable si se daban las mismas condiciones, «“especialmente”, pensó, “si logro mejorar mi juego”».

Mientras caminaba por los pasillos, se encontró con el limpiabotas del Globe, que se detuvo y le dijo: «disculpe usted, señor, pero mientras me encontraba cepillando su abrigo noté que un objeto cayó de uno de sus bolsillos. Lo dejé en la cajonera de su habitación, señor. Era un trozo de tubería o algo similar. Lo encontrará en su cajonera, señor. Que tenga usted buenas noches, señor».

La charla sirvió para recordarle a Parkins su pequeño descubrimiento nocturno. Fue con una curiosidad considerable que la observó detenidamente a la luz de las velas. Era de bronce —ahora pudo comprobarlo— y tenía una forma muy similar a la de un silbato para perros; de hecho era —sí, sin ninguna duda— ni más ni menos que un silbato.

Se lo llevó a los labios, pero comprobó que estaba lleno de un polvo arenoso o terroso, y bastante compacto, que no cedería a unos simples golpes; sólo podría aflojarlo con la ayuda de un cuchillo. Pulcro como siempre, Parkins limpió la tierra sobre un trozo de papel, y llevó este, luego de la limpieza, a la ventana, donde lo vació. La noche era límpida y brillante —tal como la vislumbró cuando arrojó la tierra— y se detuvo allí para contemplar el mar, donde notó la presencia de un tardío vagabundo parado en la costa, frente a la posada.

Cerró la ventana, un poco sorprendido al ver lo tarde que la gente deambulaba por allí, en Burnstow, y llevó su silbato nuevamente a la luz de las velas. Sorprendido, notó que había marcas en él, y no sólo marcas, ¡también letras! Al frotar un poco más el cilindro del silbato logró que las marcas quedaran bien visibles, pero el profesor hubo de admitir, luego de un rato de pensar, que el significado de estas le resultaba tan oscuro como las escrituras del muro de Baltasar.

Había leyendas en el frente y en la parte trasera del silbato. La primera decía:

   FLA
FUR   BIS
   FLE

Y detrás:

QUIS EST ISTE QUI VENIT

«“Debería esforzarme por descifrarlo”, pensó, “pero supongo que estoy fuera de práctica con el latín. Cuando me pongo a pensar en el asunto, ni siquiera puedo creer que conozco la palabra correcta para ‘silbato’. Sin embargo, la frase más larga parece lo suficientemente fácil. Creo que significa ‘¿quién es aquel que viene?’. Bien, la mejor manera de averiguarlo, evidentemente, es llamarlo con un silbido”».

Tocó el silbato tentativamente y se detuvo de pronto, sobresaltado y a la vez complacido por la nota que surgió del instrumento. Aquella parecía provenir de una distancia infinita y, suave como era, de algún modo sintió que debía de resultar audible en millas a la redonda. Era un sonido que, al igual que muchas esencias, parecía tener el poder de formar imágenes en el cerebro.

Vio claramente, por un momento, una extensión sombría y ancha, oscuramente nocturna, con un viento fresco, y en el medio, una figura solitaria —qué hacía allí, no podía adivinarlo—. Tal vez hubiera visto más si la imagen no hubiese sido interrumpida por una súbita ráfaga de viento que sopló contra el marco de la ventana; tan repentina que lo hizo levantar la vista, sobresaltado, justo a tiempo de divisar la fugaz visión del ala blanca de un ave marina, en algún punto, fuera de aquellos paneles negros.

El sonido del silbato lo fascinó tanto que no pudo resistir la tentación de utilizarlo nuevamente, esta vez con más valentía. La nota resultante fue apenas más fuerte que la anterior y su repetición rompió la ilusión, pues no hubo esta vez ninguna visión —como deseó a medias— que volver a experimentar.

«“¿Pero qué es esto? ¡Dios mío! ¡Qué fuerza puede cobrar el viento en tan sólo unos minutos! ¡Qué ráfaga tan imponente! Yo sabía que trabar las ventanas no tenía sentido. ¡Ah! Como lo imaginaba: las dos velas se apagaron. Este viento hará que la habitación quede arruinada”».

Su primera preocupación fue cerrar la ventana. Podrías, lector, contar hasta veinte, y verías cómo el profesor Parkins seguía luchando contra ella, como si estuviera luchando contra un corpulento ladrón, tanta era la presión que ejercía el aire allí. Súbitamente, el viento mermó, y la ventana se estrelló con fuerza, trabándose.

Sólo le quedaba encender nuevamente las velas y ver si había ocurrido algún daño dentro de su habitación. No: nada parecía roto o perdido, ni siquiera los cristales de la ventana. Pero el ruido, evidentemente, despertó al menos a un huésped de la posada: ya se oían los pies del coronel, enfundados en calcetines, golpeando en el piso superior, mientras gruñía.

El viento no desapareció tan rápido como vino, y se lo podía oir aún gimiendo mientras corría precipitadamente a lo largo de la posada, y elevándose de a momentos en un chillido que, tal como Parkins pensó, con toda seguridad habría hecho sentir un gran desasosiego en las personas sensibles. Incluso las personas más pragmáticas se sentirían más felices sin él.

El profesor no estaba seguro de cuál era la razón que lo mantenía despierto: el viento, la excitación del golf o la investigación en la preceptoría; pero, fuera lo que fuese, se mantuvo en vela el tiempo suficiente para imaginar (como a mí también me pasaría en una situación similar) que era víctima de toda clase de dolencias fatales: recostado en la cama contaba los latidos de su corazón, seguro de que de un momento a otro este se detendría. Se entretenía también en vanas suposiciones sobre sus pulmones, cerebro, hígado, etcétera; suposiciones que, tal como pensaba, desaparecerían en cuanto el sol asomara en el horizonte, aunque se negaba a dejarlas de lado mientras tanto. Encontró, no obstante, una pequeña satisfacción en el hecho de que otra persona se encontraba en las mismas condiciones. Un vecino cercano —de cuya ubicación no podía estar seguro en aquella oscuridad— se revolvía también, inquieto, en su cama.

A todo esto le siguió el intento de Parkins de dormir como fuera posible. Aquí la excitación volvió, aunque de otro modo: en la visión de siluetas. Experto crede, esas siluetas se le aparecen a uno al intentar conciliar el sueño, y son a veces tan desagradables que uno debe abrir sus ojos para ahuyentarlas.

Su experiencia, en esta ocasión, fue muy angustiosa, pues comprendió que esa silueta era de naturaleza persistente; al abrir los ojos esta desaparecía, por supuesto, pero al cerrarlos nuevamente allí estaba, recortada perfectamente, y con los mismos atributos que en la visión anterior.

Esto era lo que veía cada vez que cerraba sus ojos: una larga franja costera, arenosa y rodeada de guijarros, e interrumpida de a tramos por unos negros espigones que llegaban hasta el mar; una escena tan similar a la que vio aquella tarde que, en ausencia de otros puntos prominentes en el paisaje, no podía distinguirla de aquella. La luz en aquel sitio tenía una cualidad sombría, que transmitía la impresión de una tormenta inminente, un atardecer invernal o una lluvia fría. En este paraje desolado no había nadie a la vista; luego, a la distancia, aparecía, balanceándose, una figura oscura; un momento después podía ver que ese hombre —tal era su condición— corría, saltaba y trepaba los espigones, y cada tanto volvía su mirada hacia atrás, en un gesto apremiante.

A medida que se acercaba, se hacía más y más evidente que esta persona no estaba sólo ansiosa sino increíblemente asustada, aunque no era posible distinguir su rostro. Podía notar, eso sí, que estaba al límite de sus fuerzas, y que cada obstáculo se le presentaba más dificultoso que el anterior.

«“¿Podrá sortear este próximo espigón?”, se preguntaba Parkins; “Parece un poco más alto que el anterior”. En efecto: un poco trepando y otro poco arrojándose, la figura lograba sobrepasar el obstáculo, cayendo del otro lado (el lado del profesor) hecho un ovillo. Allí, bajo el espigón, permanecía en cuclillas —debido a que ya no era capaz de levantarse nuevamente— y lanzaba una mirada de franco pavor hacia la parte superior de su escondite.

No había ninguna causa aparente para tal demostración de terror, pero pronto era posible divisar, lejos en la costa, un objeto de un color claro y parpadeante, que se movía rápida y erráticamente. Mientras aquella figura borrosa se acercaba a velocidad pasmosa, se veía que era pálida y llevaba unos ropajes flameantes.

Había algo en la cualidad de sus movimientos que hacía que Parkins no deseara en absoluto verla de cerca. La figura se detenía, elevaba sus brazos, se inclinaba hacia la arena y luego corría, agachándose, a través de la playa hasta llegar al borde del agua y regresar; allí, irguiéndose nuevamente, proseguía su carrera hacia adelante a una velocidad aterradora.

Llegado el momento, el perseguidor se encontraba flotando de izquierda a derecha a sólo unos pocos metros por detrás del espigón donde se hallaba escondido el hombre perseguido. Luego de dos o tres pasadas de aquí para allá la criatura se detenía, erguida con los brazos en alto, y se lanzaba hacia adelante, hacia el espigón.

Era en este punto cuando Parkins fallaba en su determinación de mantener sus ojos cerrados. Con tantas predicciones erradas de ceguera inminente, colapso mental o problemas pulmonares debido al tabaco, finalmente se resignó a encender una vela, tomar un libro y pasar el resto de la noche despierto; cualquier cosa antes que el tormento de ese panorama tan persistente como ilusorio, que sólo podía ser el fruto mórbido de la caminata de la tarde anterior.

El rasguido de un fósforo contra su caja, y la luz subsiguiente, seguramente alarmaron a unas ratas que pudo oír mientras se escurrían ruidosamente por el suelo, desde el lado de su cama. ¡Por Dios! El fósforo se apagó. ¡Qué porquería! El segundo se encendió mejor, y se procuró una vela y un libro, en cuya lectura se enfrascó hasta que el sueño (esta vez verdadero) cayó sobre él, en un lapso breve de tiempo. Por primera vez en su pulcra y ordenada vida, el profesor olvidó apagar la vela, y cuando llamaron a su puerta, a las ocho de la mañana siguiente, aún ardía un pequeño cabo, rodeado de una desastrosa chorreadura de sebo sobre la pequeña mesa.

Luego del desayuno, y mientras se hallaba en su habitación puliendo los detalles de su traje de golf —la fortuna le había dado en suerte nuevamente al coronel como su contrincante en el juego— una de las criadas ingresó allí.

—Oh, ¿desea que le traiga más mantas para su cama, señor?

—¡Ah! Muchas gracias —dijo Parkins. —Sí, creo que le pediré una. Al parecer hará frío más tarde.

En un instante, la criada estaba de vuelta con la manta.

—¿En cuál de las camas desea que la coloque, señor? —preguntó la mujer.

—¿Cómo? Aquella, la que utilicé anoche para dormir —dijo, señalando su cama.

—¡Ah, sí! Discúlpeme, señor, pero al parecer ha probado usted ambas; al menos, hemos tenido que hacer las dos esta mañana.

—¿De veras? ¡Qué absurdo! —dijo Parkins. —Estoy seguro, ciertamente, de no haber tocado la otra, excepto para colocar sobre ella algunas cosas. ¿Realmente parecía haber sido usada?

—¡Sí, señor! —afirmó la criada. —En efecto, todas las cosas sobre ella estaban arrugadas y dispersas por todos lados, y si me disculpa, señor, parecía que quien la ocupó pasó una muy mala noche.

—¡Pobre de mí! —dijo Parkins. —Bien, tal vez la desordené más de lo que pensaba cuando desempaqué mis cosas. Lamento mucho haberle causado ese problema. Por cierto, estoy esperando el arribo de un amigo mío, un hombre de Cambridge, que ocupará esa cama extra por un día o dos. No habrá inconvenientes con eso, ¿verdad?

—No habrá ningún problema, señor —dijo la criada mientras se retiraba para reírse por lo bajo con sus colegas.

Parkins, entonces, salió, con la determinación de mejorar su juego, el cual, me complace decirlo, mejoró a tal punto que el coronel — que estaba arrepintiéndose ante la posibilidad de jugar por segunda vez en compañía del profesor— se mostró bastante comunicativo a medida que avanzaba la mañana; y su voz resonó a lo largo de los pisos, tal como cierto poeta dijo, like some great bourdon in a minster tower.

—Qué viento tan extraordinario tuvimos la última noche —dijo. —En donde vivía antes hubiéramos dicho que «alguien silbó para llamarlo».

—¡Y debería hacerlo, sin dudas! —afirmó Parkins. —¿Existe todavía tal superstición en donde usted vivía?

—No sé mucho sobre supersticiones —respondió el coronel —pero en Dinamarca y Noruega todos creen en eso, y también en la costa de Yorkshire; en mi experiencia, algo cierto hay en el fondo de esa creencia a la que los campesinos de esas regiones vienen aferrándose por generaciones. ¡Pero es su drive! —Drive, o cualquier otra situación de golf; el lector tendrá que imaginar las digresiones apropiadas en los momentos oportunos.

Cuando comenzaron nuevamente a charlar, Parkins dijo, con una leve vacilación:

—A propósito de lo que dijo recién, coronel, creo que debo decirle que mi visión en tales materias es muy firme. Soy, de hecho, un escéptico convencido con respecto a todo lo que se llama «supernatural».

—¿Cómo? —replicó el coronel, sorprendido. —¿Quiere decirme que usted no cree en la clarividencia, en los fantasmas o en nada parecido?

—En nada de eso —respondió, severamente, Parkins.

—Bien, pero tal me parece que, a este ritmo, señor, usted debe ser apenas mejor que un saduceo.

Parkins estaba a punto de responder que, en su opinión, los saduceos eran las personas más sensatas sobre las que leyó en el Antiguo Testamento; pero como sintió ciertas dudas sobre la cantidad de referencias a ellos en esa obra, decidió reírse del comentario.

—Tal vez lo sea —dijo —pero... ¡Pásame el cleek, muchacho! Discúlpeme un momento, coronel.

Luego de un breve momento, prosiguió la charla.

—Ahora, con respecto a lo de silbar para provocar vientos, permítame exponerle mi teoría al respecto. Las leyes que gobiernan los vientos son poco conocidas, y para los pescadores y gente tal, desconocidas por completo. Un hombre o una mujer de hábitos excéntricos, o un completo extraño, es visto frecuentemente en las playas, en horarios inusuales, y se lo oye silbar. Inmediatamente después se desata una ráfaga de viento. Cualquier hombre que posee un barómetro o que puede interpretar los cielos puede pronosticarlo. Pero las personas sencillas de las aldeas de pescadores no tienen barómetros, y sólo unos pocos poseen la capacidad de profetizar el tiempo que hará. ¿Qué se puede esperar de ellos más que señalar al hombre que silba como el responsable de haber traído los vientos, y esperar de él, o de ella, que acepte con alegría tal reputación? El viento de anoche, por ejemplo: cuando ocurrió, yo mismo me hallaba tocando un silbato. De hecho lo toqué dos veces, y el viento pareció venir en respuesta al mismo ambas veces. Si me hubiera visto alguien...

El coronel se había mostrado un poco inquieto mientras el profesor soltaba esta arenga —que, mucho me temo, había adquirido el tono de una cátedra— pero al oír esta última parte, lo interrumpió.

—¿Tocando un silbato, me dice? ¿Y qué clase de silbato utilizó? Hábleme primero de esto.

Se produjo un silencio momentáneo en la conversación.

—Sobre el silbato, coronel, debo decir que es más bien extraño. Lo tengo en mi... No, ya veo que lo dejé en mi habitación. De hecho, lo encontré ayer.

Fue entonces cuando Parkins le narró al coronel la forma en que descubrió el instrumento, y, al escuchar la historia, el coronel gruñó y opinó que, de estar en el lugar de su interlocutor, tendría cuidado al utilizar un artefacto que perteneció a un grupo de papistas, de quienes, hablando en general, nadie sabía a ciencia cierta en qué asuntos andaban metidos.

La conversación comenzó a derivar hacia las enormidades del vicario, que el domingo anterior había anunciado que ese viernes se celebraría la festividad de Tomás el Apóstol, y que habría misa a las once en punto, en la iglesia. Esta y otras conductas eran, a los ojos del coronel, un fuerte indicio de que el vicario era en realidad un papista encubierto, o un jesuita; Parkins, que no podía seguirle el hilo al coronel en este aspecto, no discrepó con él. De hecho, se encontraban tan a gusto esa mañana que luego de separarse al mediodía ninguno tuvo quejas del otro.

Ambos siguieron jugando bien al atardecer; al menos lo suficientemente bien como para olvidar todos sus asuntos hasta que comenzó a oscurecer. No fue sino hasta ese momento que Parkins recordó que había planeado otra excursión a la preceptoría; pero como no había apuro en llevarla a cabo, ni problema en postergarla, decidió acompañar al coronel hasta la posada.

Al llegar a la esquina del edificio se toparon de pronto con un muchachito que estuvo a punto de derribar al coronel mientras corría hacia ellos con toda la velocidad que le permitían sus piernas. En vez de huir, el chico permaneció allí, a su lado, respirando acaloradamente.

Las primeras palabras del coronel fueron, naturalmente, de reprobación, pero este pronto comprendió que el muchacho estaba casi mudo de terror. Ninguna pregunta dio resultados al principio; cuando el chico logró reponerse de la carrera, comenzó a gritar lastimeramente mientras se aferraba a las piernas del militar. Finalmente, este pudo desprenderse del niño, que seguía profiriendo alaridos.

—¿Qué demonios te sucede, muchacho? ¿En qué problema te has metido? ¿Qué has visto? —dijeron, al unísono, el profesor y el coronel.

—¡Lo he visto haciéndome gestos desde la ventona —gimió el chico —y no me gustó nada!

—¿Qué ventana? —preguntó, irritado, el coronel. —Vamos, muchacho, componte de una vez.

—La ventona del frente, en el otel —replicó el niño.

Parkins quería enviar al niño de regreso, pero el coronel se negó; estaba decidido a llegar al fondo del asunto; era peligroso darle a un niño semejante susto, y si resultaba ser que algunas personas habían estado jugándole bromas, estas debían pagarlo de algún modo.

Luego de una serie de preguntas, el militar logró desentrañar la historia: el muchacho había estado jugando cerca del césped del frente de la posada con otros chicos de su edad; luego, estos volvieron a sus casas para tomar el té, y justo cuando el chico estaba también regresando, posó la vista en una de las ventanas y vio allí algo que le hacía gestos. Esta criatura parecía ser una silueta blanca a la que no pudo verle el rostro, que agitaba sus manos y que no parecía real; ni que decir una persona real. ¿Había luz en la habitación? No se detuvo a pensar si la había. ¿Qué ventana era esta? ¿Era la superior o la segunda? La segunda, definitivamente, que tenía dos ventanas más pequeñas a los costados.

—Perfecto, muchacho —dijo el coronel, luego de algunas preguntas más. —Vete a tu casa ahora. Estoy seguro de que alguien intentó hacerte una broma. La próxima vez sé un inglesito valiente y arrójale una piedra; no, no eso exactamente, pero ve y habla con el camarero o con el señor Simpson (el propietario) y, sí, diles que fui yo quien te animó a contarles todo.

La cara del chico mostró ciertas dudas sobre la probabilidad de que el señor Simpson se mostrara favorable a prestarle oídos a sus quejas, pero el coronel no pareció notarlo, y prosiguió:

—Toma, seis peniques; ¡oh! veo que en realidad es un chelín. Ahora vete a tu casa, y no pienses más en este asunto.

El niño se despidió dando las gracias apresuradamente, y nuestros hombres se dirigieron inmediatamente al frente del Globe, donde hicieron un reconocimiento de su fachada: había sólo una ventana que respondía a la descripción del muchachito.

—Qué curioso —dijo Parkins; —es evidente que se trata de mi ventana. ¿Vendría arriba conmigo por un momento, coronel Wilson? Necesito saber si alguien se ha estado tomando libertades en mi habitación.

Pronto se encontraron en el pasillo, y Parkins amagó con abrir la puerta, pero se detuvo y palpó sus bolsillos.

—Es más serio de lo que pensé. Recuerdo ahora que al salir esta mañana eché llave a esta puerta. Está cerrada con llave ahora y, lo que es peor, aquí la tengo —dijo, señalando la llave de esa puerta.

Prosiguió.

—Ahora, si los sirvientes tienen el hábito de entrar durante el día en las habitaciones de los huéspedes mientras estos se encuentran fuera, pues bien, es algo que no cuenta en absoluto con mi aprobación.

Consciente del clima enrarecido, se afanó en abrir la puerta —que estaba efectivamente con llave— y en encender algunas velas.

—No —dijo —no parece haber nada fuera de lugar.

—Excepto su cama —señaló el coronel Wilson.

—Discúlpeme; esa no es mi cama —dijo Parkins. —No la utilizo. Pero parece que alguien estuvo haciendo algunas jugarretas sobre ella.

Ciertamente, así parecía: las sábanas estaban dobladas y retorcidas en una total confusión. Parkins reflexionó.

—Ya lo tengo —dijo, luego de un momento. —Desordené esa cama anoche mientras desempacaba, y nadie la ha ordenado desde entonces. Tal vez vinieron a hacerlo justo cuando ese niño los vio a través de la ventana, y luego los llamaron, y estos cerraron la puerta con llave al salir. Sí, creo que sucedió algo así.

—Bien, llámelos y compruébelo —respondió el coronel, y Parkins le dio la razón.

Apareció la criada y, para resumir el diálogo, dijo que se ocupó en hacer la cama a la mañana, cuando el caballero se encontraba en la habitación, y desde entonces no había estado allí. No, ella no tenía otra llave. El señor Simpson, por otro lado, tenía otra copia, y podría decirles si alguien había estado allí arriba.

La situación era un rompecabezas. Al investigar notaron que no faltaba ningún objeto de valor, y que los pequeños objetos sobre la mesa estaban tal como los había dejado, según podía recordar el profesor, por lo que era imposible que alguien hubiera jugado con ellos. El señor y la señora Simpson les confirmaron que no le habían dado la llave duplicada a nadie durante ese día. Parkins tampoco pudo detectar ningún signo de culpabilidad en ningún criado; se sentía más inclinado a pensar que el muchachito le había mentido al coronel. Este se encontraba silencioso y pensativo a la hora de la cena y al anochecer. Cuando finalmente le dio las buenas noches a Parkins, le murmuró, con voz ronca: —Usted sabe dónde encontrarme si me necesita durante la noche.

—Muchas gracias, coronel Wilson, pero no creo que haya motivos para perturbar su sueño, o al menos eso espero. Por cierto, —agregó Parkins —¿le mostré el viejo silbato del cual hablaba antes? Creo que no. Pues bien, aquí está.

El coronel se volvió, cautelosamente, a la luz de las velas.

—¿Puede extraer algo útil de esa inscripción? —preguntó Parkins mientras tomaba nuevamente el silbato.

—No con esta luz. ¿Qué piensa hacer con él?

—¡Oh! Cuando vuelva a Cambridge se lo enviaré a unos arqueólogos allí, para ver qué pueden decir al respecto; y muy probablemente, si consideran que lo vale, lo presentaré a uno de los museos.

¡Ummm! —dijo Wilson —Bien, tal vez tenga razón. Todo lo que sé es que, si fuera mío, lo arrojaría de inmediato al océano. No tiene sentido decirlo, lo sé, pero en su caso, Parkins, es necesario que lo experimente personalmente. Eso espero; buenas noches.

El coronel se marchó, dejando a Parkins con las palabras en la boca allí abajo, al pie de la escalera; pronto, cada uno estuvo en su propia habitación.

Por algún error desafortunado no había cortinas ni persianas en las ventanas de la habitación del profesor. La noche anterior no le había dado importancia al problema, pero ahora existía la posibilidad de que la luna brillara directamente a través de los cristales y que lo despertara más tarde aquella noche.

Al notarlo, el profesor se mostró un poco enfadado pero, con una muestra de ingenio envidiable, logró improvisar —con la ayuda de una manta del ferrocarril, algunos imperdibles, un paraguas y un palo— una pantalla que, de mantenerse erguida, mantendría cualquier rayo de luna fuera de su cama, en donde poco después el profesor se hallaba cómodamente acostado.

Luego de leer una obra que le indujo deseos de dormir, miró en derredor con somnolencia, sopló la vela y dejó caer su cabeza sobre la almohada.

El profesor debió haber dormido durante una hora o más, cuando un estrépito en su habitación lo despertó de la manera más desagradable. En un instante comprendió lo sucedido: la pantalla, que tan cuidadosamente había construido, había cedido, y los rayos de una gélida luna brillaban directamente sobre su rostro. Esto era muy fastidioso. ¿Podría levantarse y reconstruir la pantalla? ¿Podría arreglárselas para dormir si no lo lograba?

Durante algunos minutos se mantuvo allí, recostado, ponderando las posibilidades. De pronto se volvió bruscamente, y con sus ojos abiertos por completo, yació allí, escuchando, sin aliento. Estaba seguro de haber oído un movimiento en la cama vacía al otro lado de la habitación. Por la mañana haría que la quitaran de allí, ya que seguramente había ratas correteando en ella. Ahora estaba todo silencioso otra vez. ¡No! El alboroto comenzó nuevamente. Pudo escuchar un roce de telas y una sacudida; algo que ninguna rata podría haber causado.

Puedo figurarme parte del horror y desconcierto que experimentó entonces el profesor, ya que muchos años atrás me ocurrió algo similar, pero el lector difícilmente podrá imaginar qué tan horroroso habrá sido para el profesor ver cómo se erguía, de pronto, una figura en lo que se suponía era una cama vacía. Con gran rapidez Parkins saltó de su propia cama y corrió hacia la ventana, donde yacía el único objeto con el que se podía defender: el palo que había utilizado antes para sostener su improvisada cortina.

Esta acción, como pudo comprobar rápidamente, resultó ser la peor que pudo haber realizado, ya que la figura de la otra cama, con un rápido y suave movimiento, se deslizó de ella y tomó posición, con los brazos extendidos, entre ambas camas y frente a la puerta.

El profesor contempló este movimiento sumido en el horror y la perplejidad. De algún modo, la idea de pasar al lado de esta entidad y escapar a través de la puerta le resultó intolerable; no podía soportar la idea de tocarla —no sabía por qué— ni tampoco la de ser tocado por ella, al punto de que prefería arrojarse por la ventana antes de permitir que tal cosa sucediera.

Por un momento, la entidad permaneció oculta en una franja de oscura sombra, y el profesor no fue capaz de discernir su rostro. Enseguida el ser comenzó a moverse nuevamente, en una postura encorvada, y Parkins pudo comprobar, con una mezcla de horror y alivio, que la criatura debía de ser ciega, pues esta comenzó a palpar en derredor en una actitud tentativa y sin orden.

Girando a medias, la criatura notó súbitamente la presencia de la cama que el profesor había dejado instantes antes, y se movió rápidamente hacia ella, inclinándose sobre los almohadones en una forma que Parkins jamás en su vida habría creído posible. En sólo unos segundos esta entidad pareció comprender que la cama estaba vacía, y entonces, moviéndose hacia el área iluminada frente a la ventana, dejó ver la clase de criatura que era.

Parkins —a quien le desagrada sobremanera que lo interroguen sobre este tema— logró describirme una vez algo de todo esto durante una entrevista, y de allí pude extraer la conclusión de que esa criatura tenía un rostro horrible, realmente pavoroso, sólo demarcado por el lino arrugado de las sábanas. Qué expresión mostraba aquel rostro, es algo que el profesor no pudo o no me quiso explicar, pero estaba seguro de haber temido enloquecer con su proximidad.

Pero Parkins no estaba en libertad de contemplar ese rostro por mucho tiempo. Con formidable celeridad, esa criatura se movió hacia el centro de la estancia y, mientras tanteaba en derredor, la punta de una de las sábanas rozó el rostro del profesor, quien no pudo evitar, a pesar del peligro, lanzar un grito de repugnancia, lo que le dio al fantasma una pista instantánea de su ubicación. En un instante se abalanzó sobre él, y al siguiente instante el profesor se hallaba de espaldas y con la mitad de su cuerpo fuera de la ventana, profiriendo alarido tras alarido con toda la capacidad de sus pulmones, mientras el rostro, velado por el lino de las sábanas, se hallaba ya muy próximo a su propia cara.

A último momento le llegó la ayuda al profesor; como habrán adivinado ya, el coronel abrió de un golpe la puerta, justo a tiempo para contemplar la escena en la ventana. Cuando finalmente estuvo junto a ella, sólo una de las dos figuras continuaba allí. Parkins se dsplomó en la habitación, desmayado, teniendo delante suyo, en el suelo, una pila de sábanas en completo desorden.

El coronel no quiso hacer ninguna pregunta, pero se mantuvo ocupado en mantener a los curiosos fuera de la habitación y en colocar al profesor nuevamente en su cama. Luego, tomando una manta, se acostó en la cama vacía, para pasar allí el resto de la noche.

Al otro día, temprano, llegó Rogers, y fue recibido con más efusividad que la que le hubiera correspondido el día anterior; los tres mantuvieron una larga discusión en la habitación del profesor. Al finalizarla, el coronel salió por la puerta del hotel llevando consigo un pequeño objeto entre sus dedos índice y pulgar, que arrojó tan lejos en el mar como le fue posible. Más tarde, una pequeña columna de humo se elevó desde la parte trasera del hotel.

Debo confesar que desconozco qué explicación se les dio exactamente a los huéspedes y al personal del hotel. El profesor se libró, de algún modo, de la sospecha de estar bajo el influjo del delirium tremens, y el hotel, del estigma de la mala reputación.

No hay mucho que pensar sobre lo que le habría ocurrido a Parkins si el coronel no hubiera intervenido tal como lo hizo. Con toda seguridad habría caído de la ventana o perdido la razón. Sin embargo, no es tan evidente lo que podría haber hecho la criatura que llegó invocada por el silbato, además de asustar. No parecía haber nada sólido en ella, excepto la ropa de cama con la cual se materializó.

El coronel —que recordaba una experiencia no muy distinta en la India— era de la opinión de que, si Parkins hubiera entrado en contacto con ella, no era realmente mucho lo que ese fantasma podría haberle hecho; su poder, según parecía, consistía sólo en espantar. Todo el asunto, según decía, no hacía sino confirmarle su opinión sobre la Iglesia de Roma.

No queda mucho más para decir, pero, como puede imaginar el lector, la opinión del profesor sobre ciertas materias es ahora menos firme de lo que solía ser. Sus nervios, también, quedaron resentidos: no puede soportar siquiera la vista de un sobrepelliz colgando de una puerta, y hasta la visión de un espantapájaros en un campo de maíz, en un atardecer de invierno, le ha costado más de una noche de insomnio.