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Entre los disfraces del amor está el deseo. Sea acaso porque desear ha tenido que acomodarse a las permisiones galantes que, desde la Edad Media, se regodean en la parafernalia de la corte; sea porque se hace expectativa y no se vive sino andando, deseando y, su retórica más aparente es la complicada palabra del amor.
No es gratuito el vínculo, de tal forma que llevó a Vladimir Jankélévitch hacer una diferencia entre la aventura y lo aventuroso, en relación a lo amoroso y el deseo mismo. El deseo como búsqueda; como andanza que no termina. Pero la relación no se teje nada más con los otros. Existe también el deseo de que uno mismo sea algo más, sabiendo aún que se sigue siendo todavía; de ser o de vivirse como cambio. La idea de hallarse más allá del tiempo sincrónico o, como en otro lado el mismo filósofo mentado diría, de vivir el tiempo como aburrimiento.
Entonces nace la búsqueda, primeramente, sin saber qué se tiene ni qué sigue, como el recién nacido, que aprende viviendo en la sorpresa y, acaso, no nada más desde la necesidad biológica –o, simple y compulsivamente biológica–. Una búsqueda de sí, que es el mundo; un mundo de sí mismo cuyo medio es la exterioridad.
Parece que esta primeridad (tomando el término prestado de Peirce), permanece como pulsión de aquello siempre por saber; del tejerse para sí uno mismo (el mundo y lo propio; el mundo como propiedad, algo que ya existía en el vientre materno sólo que, ahora, en grado extensivo).
Así pues, el deseo puede ser también el de saber de mí algo que todavía no sé. Especie de alteridad especular que, en su extremo, prefigura la insatisfacción desbordada (una especie de Akira insatisfecho). En el mejor de los casos, una expectativa por lo nuevo; por el paradigma.
Y es aquí donde el deseo se constituye como tal: no como una simple construcción inmanente que asegure la constante alimentación de lo mismo, sino como la espera / búsqueda de lo desconocido. Este acto parece contrario a la idea de la seguridad en lo permanente y, por lo tanto, caótico. Sin embargo, es el producto del proyecto de un esquema —paradójicamente— de la exterioridad misma, desde lo elemental hasta su macro-complejidad en el universo. Un modelo emparentado, desde sus estratos biológicos, con el universo. Aún, haciendo de sí, como requisito, el azar y el misterio, girando en rueda paradojal (tomando el término prestado ahora de Lezama Lima), pues esta biología tiene un carácter de temporal incógnita en su origen (temporal como distancia en conocimiento).
Así que, hasta ahora, azar y necesidad siguen generando una simbiosis hasta conocer «de verdad». Bajo esta perspectiva, cabe mencionar que el «caos», visto de cerca, es una maraña. Visto como mega estructura, es eso, un modelo en constante cambio. Es, acaso, la fascinación por el cambio constante, la fascinación por llegar hasta uno de los últimos estados por experimentar (la muerte), lo que gira la rueda del deseo. ¿Qué, si no, esa «comezón» por los desastres (Brian Patten)?