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RELATOS PARA NO DORMIR

LA NIĂ‘A DE VERDE

Mi padre era mayor, tenía 89 años y ya había pasado por varias neumonías que lo fueron debilitando, hasta que tuvimos que volver a ingresarlo en el Hospital Clínico, debido a una anemia y fuertes fiebres que no remitían.

Trabajo como enfermero en ese Hospital desde hace 20 años, así que me las apañé para que lo ingresaran en mi planta.

Estuvo una semana ingresado y no le faltaron cuidados médicos de ningún tipo. Cuando no me tocaba trabajar iba a visitarlo un rato para que mi hermana pudiera ir a casa a comer, ducharse y descansar un poco. Mi madre literalmente vivía en la habitación.

Llegué el jueves y me dispuse a sentarme en la silla de siempre, al lado de la mesita de pared. Mi viejo ya estaba peor, pero estaba despierto.

— Hola papa, ¿cómo estás?

— Cansado, pero bueno, la edad no perdona hijo.

— Pues descansa.

— Cuidado con la niña.

— ¿Qué niña?

— Esa, la que está sentada en la silla— en la silla no había nadie. A mi viejo se le estaba yendo la cabeza, seguramente por la fuerte medicación que le daban para la fiebre.

— Papa, ahí no hay nadie— mi viejo me miró extrañado, no entendía lo que le decía. Cuando me senté vi la urgencia en su cara, a la que siguió una expresión de desconcierto al ver que me pude sentar sin problemas.

— ¿De qué niña me hablas papa?— mi viejo me miraba a los ojos y luego movía un poco la mirada a mi derecha, para luego volver a mirarme a mi. Parecía que estuviera mirando a alguien a mi lado, siempre con cara de desconcierto.

— Aquí no hay nadie más papa.

— Está ahí, a tu lado, ¿no la ves? de unos seis años, vestida de verde con unos tirabuzones castaños.

— No papa, no la veo, aquí no hay nadie más.

Al cabo de unas horas vino mi madre. Fuimos a tomar un café y le expliqué la reacción del viejo.

— Decía que había una niña. No está bien, cada vez está más débil y la medicación le está pasando factura. Tenemos que estar preparados.

— Ay hijo, no me digas eso. Pobrecito tu padre. Se le está yendo la cabeza, pero se pondrá bien.

Me despedí de mis viejos y me marché a casa. Por el camino puse en antecedentes a mi hermana, para irnos preparando para lo peor. Al día siguiente murió.

Les había explicado a mis compañeras lo ocurrido y todas coincidían en que la medicación que llevaba era muy fuerte.

Pasaron casi dos años, que aunque no fueron muy duros para mi, sí que lo fueron para mi madre, que no se acostumbraba a la ausencia.

— Aun creo que un día abriré la puerta y lo veré allí, en bata y con sus zapatillas roñosas preparando café para él y para mi— decía mi madre con melancolía.

A mi se me hacía extraño entrar en la habitación donde murió mi viejo cuando ingresaban a algún paciente. Siempre que entraba me acordaba de su cara entrañable, en la cama, como si la cosa no fuera con él, todo un figura.

Cuando entré el sábado, había ingresada una abuela, Mari Luz, en la misma habitación, la 714. Había ingresado por un infarto, pero la abuela, de 83 años, tenía de todo. Estuvo más o menos bien todo el día pero había empeorado a última hora de la tarde. Al día siguiente entré en su habitación y la vi algo mejor. Entonces pasó algo extraño. Iba a apartar la silla y la abuela me dijo:

— Cuidado con la niña.

— ¿Qué niña?— pregunté extrañado.

— Esa que está ahí sentada, ¿no la ves?— me decía mientras me miraba extrañada.

Miré la silla vacía y me vino a la mente mi viejo.

— ¿Como es?

— ¿Pero no la ves, hijo?— miré la silla sin decir nada. Mari Luz siguió hablando.

— Pues debe tener unos siete años. Lleva un vestidito verde con encajes y unos tirabuzones muy graciosos.

Se me heló el alma, ¿como podía ser, como podía Mari Luz ver a la misma niña que vio mi padre hace dos años?. Salí de la habitación con un escalofrío, no quería pensar en ello.

Se lo conté a Pili, la auxiliar de traumatología, una mujer mayor a la que pusieron con nosotros porque habían cerrado su planta de cara al verano.

Ella era de creer en el más allá. Yo siempre le decía con tono de burla que no conocemos el más acá, como para conocer el más allá.

En varias ocasiones había comentado que ella era sensible, que veía cosas. Decía que en su planta había visto mucha gente por los pasillos, enfermos que murieron hace meses, hace años, pero que no son conscientes de que hubieran muerto y paseaban como si aún estuvieran ingresados.

Y pasaron los meses que dieron paso a los años y me jubilé. Montamos una gran cena de despedida y todo.

Y como un buen libro, todo llega a su fin sin querer que ocurra. Me diagnosticaron un cáncer de pancreas y cuando me empecé a encontrar peor me ingresaron en el Hospital Clínico donde tantos años había trabajado.

— Hola Luís, vaya, te has pasado al enemigo— me decía Mar, una joven enfermera a la que pusieron conmigo para que la enseñara, poco antes de jubilarme.

— Pues ya ves, tantos años cuidando a los demás me ha dado envidia y ahora me tenéis que cuidar a mi.

— Y lo haremos muy bien— me guiñó un ojo. “Ay si tuviera unos años menos....”

Me sentía cada vez más agotado. Sé de sobra que un cáncer de páncreas es fulminante, y de repente empezó a venir más familiares de lo normal a verme, mala señal.

Mi primo Justo se fue a sentar en la silla. Joder, se iba a sentar encima de una niña y ni se entera, que patán ha sido siempre.

— ¡¡ Cuidado con la niña !!

— ¿Pero qué niña?.

— Pues esa de la silla, que te vas a sentar encima, bruto. Por cierto, ¿de quien es hija?— se hizo un silencio incómodo, nadie me contestó. La tía Encarna salió de la habitación llorando. Pobrecita, siempre ha sido muy sentida.

— ¡Pero qué niña ni que perro muerto, que no hay ninguna niña!— me respondió Justo con su habitual acento maño de campo.

La chiquilla no paraba de mirarme y sonreírme; qué graciosa que era, con esos tirabuzones y su vestidito verde. Se levantó, me cogió de la mano y me señaló la puerta. Me levanté y fui con ella. Seguramente quería ir al lavabo y parecía que nadie le hacía ni puñetero caso. Vaya, en la entrada de la habitación pone 714, ¿de qué me suena ese número?

SentĂ­ una gran calidez, ya no tenĂ­a frĂ­o y ya no me dolĂ­a nada. Salimos al pasillo y vi que estaba iluminado por la luz de un sol radiante. Que raro, porque hace un rato era de noche y llovĂ­a.

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