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Los «drasgos» corren gritando, haciendo serpentear su látigos a diestra y siniestra, sin preocuparse cuando hieren a alguno de pura desidia. Todos deben parar y toda la columna se detiene.
Aparece ahora la misma imagen de la satisfacción. Es el Gran Caudillo «Grrundar» pisoteando la tierra como un elefante legendario. Lleva la cabeza protegida por el casco de Don Sæk, pero el torso desnudo, enseñando la gran mancha de su pecho en forma de buitre. Siete grandes guerreros orcos le flanquean, con botellas de cerveza blanca y gritando canciones obscenas. Solo los dioses sabrán cómo se mantienen en pie, a pesar de todo lo bebido y comido.
El Gran Grrundar va serio, ojeando a todos los muchachos con los que se topa, buscando a uno que no sea tan hábil como para poder escapar, pero lo suficientemente bueno para servir de diversión. Y, por supuesto, se fija en ti.
—Niño, zagal, —te llama— me servirás para el juego. Las reglas son cuatro.
Primera, te desatarán y te dejaremos correr a donde quieras.
Segunda, cuatro de mis «drasgos» te perseguirán tan pronto como desaparezcas de su vista o dejes de correr, lo que ocurra primero.
Tercera, si te pillan antes de la noche del tercer dĂa, yo gano, y volverás a mĂ, a ser mi esclavo, como te corresponde. A ellos les premiará con el oro que os hemos tomado.
Cuarta, si consigues escapar cuando el sol del tercer dĂa toque el horizonte serás libre y te considerarĂ© mi amigo, pero los «drasgos» ocuparán tu lugar en las minas.
Grrundar gruñe haciendo temblar a todos los pardos. Luego continua. —Zagal, si esos inĂştiles te pillan no tengas miedo. OfrĂ©ceme una buena historia de tu carrera y puede que te mande a mis cocinas donde se está calentito y puedes comer de mi caldo. ¡Que los dioses te favorezcan! Bueno, durante un dĂa o dos… —Y dicho eso termina con dos rugientes carcajadas.