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Publicado en 2022-07-26
Erase una vez, una ciudad llena de farolas. Como buenas farolas, trabajaban por la noche y dormĂan por el dĂa. Cerraban sus ojos cuando a la salida del sol y dormĂan durante horas. Más tarde, cuando comenzaba a oscurecer, los ojos de las farolas se abrĂan llenos de luz y se encendĂan para iluminar las calles.
AsĂ era su vida y a todas les encantaba trabajar de noche, con las calles vacĂas, toda la ciudad durmiendo y la luna en lo más alto del cielo. A todas menos a una. Esta farola vivĂa en un parque de la ciudad y la llamaban la farola dormilona porque se pasaba la noche durmiendo y por el dĂa, cuando nadie necesitaba de su luz, se encendĂa. Sus compañeras la reñĂan continuamente:
– ¡Como sigas asà acabarán por pensar que estás estropeada!
– No te das cuenta de que tu funciĂłn es estar encendida por la noche, le decĂan.
– Durante el dĂa no eres más que un gasto de electricidad innecesario.
La farola dormilona sabĂa que sus amigas tenĂan razĂłn, pero no podĂa evitarlo. Disfrutaba estar despierta durante el dĂa, cuando la calle estaba llena de gente y de actividad, cuando los pájaros cantaban alegres y los niños correteaban por el parque.
– Pero es que la noche es tan aburrida. Nunca pasa nada, ni nadie, es muy triste, se justificaba.
Un dĂa llegĂł al parque un viejo bĂşho. Se habĂa escapado del bosque porque sus ojos cansados ya no podĂan ver en la oscuridad como antes.
– Vete a la ciudad – le habĂan dicho sus amigos –. AllĂ siempre hay luz, incluso de noche.
AsĂ que el viejo bĂşho habĂa cogido todas sus pertenencias y habĂa llegado hasta el parque donde vivĂa la farola dormilona. Ese dĂa, como era habitual, el bĂşho durmiĂł todo el dĂa y por la noche, al abrir los ojos, se encontrĂł con la cálida luz de las farolas. Tan feliz estaba con aquella iluminaciĂłn que le permitĂa ver a sus ojos gastados que se puso a cantar.
Todas las farolas se pasaron dĂas comentando la belleza y singularidad de aquel canto del bĂşho, tan diferente a lo que habĂan escuchado hasta entonces. Todas, menos la farola dormilona que, como era habitual, habĂa pasado la noche durmiendo.
– ¿Y de verdad es tan extraño ese canto?, preguntó.
– Es increĂble, estoy deseando que llegue la noche solo para oĂrlo.
– Pero, ¿ese tal búho no puede cantar por las mañanas?
– No, si quieres escucharlo tendrás que quedarte despierta por la noche, como todas las demás, le dijeron sus amigas.
Tal fue la curiosidad de la farola dormilona que a la siguiente noche decidiĂł permanecer con sus dos ojos luminosos abiertos. Era la primera vez que se quedaba despierta y le sorprendiĂł mucho la belleza de la luna, el sonido de los grillos entre los arbustos y, sobre todo, el canto profundo del viejo bĂşho.
A la mañana siguiente estaba tan cansada, tras haberse mantenido despierta tantas horas, que no le quedĂł más remedio que dormir durante todo el dĂa. Hasta que llegĂł la oscuridad y sus ojos volvieron a abrirse para iluminar la noche.
Y asĂ, dĂa tras dĂa. Noche tras noche. Nadie más volviĂł a llamarla la farola dormilona.
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