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Title: Anarcoutopía Author: Francisco J. Jariego Date: 16 octubre 2020 Language: es Topics: Freedom; anarchism; organization; future; utopia
Anarcoutopía
Modelo de utopía para armar
Francisco J. Jariego
Este ensayo tiene como objetivo mirar de frente a una cuestión en
apariencia muy simple: ¿por qué aceptamos jefes y jerarquías? ¿Por qué
permitimos que otra persona determine qué es lo que hemos de hacer o
dejar de hacer, y que nuestra vida dependa de su juicio, su equidad o
generosidad, de la valoración que haga de nuestro rendimiento o nuestra
fidelidad para con su causa, de que nos reconozca o no como parte de su
plan? ¿Por qué obedecemos o incluso nos sometemos? ¿Por qué nos rendimos
sin luchar ante el poder que nos marca el camino que hemos de seguir?
¿Por qué aceptamos el yugo y el castigo sin rebelarnos? ¿Es todo esto
deseable, inevitable?
Esta no es una cuestión que me plantee como un mero ejercicio
intelectual, movido por la curiosidad o el deseo de conocer y la
oportunidad de compartir una reflexión apoyada en lo que, como veremos,
muchos pensadores a lo largo de la historia han dicho ya. No, se trata
de una cuestión visceral que me ha acompañado siempre, desde que alcanzo
a recordar o «tengo uso de razón». Algo muy dentro de mí se ha revelado
siempre contra esa violencia de la que casi nadie habla, pero que
apostaría que muchos percibimos, igual que yo lo hago, en tantos y
tantos actos de pleitesía y abuso de poder que, día a día, tienen lugar
a nuestro alrededor.
Las jerarquías, desde el cabeza de familia hasta el emperador, pasando
por las interminables escalas de jefes, gerentes, directores y
presidentes en la empresa, el Gobierno, el Estado, la nación, o
cualquier forma de organización, forman parte de una manera tan íntima
de nuestra vida que ni siquiera nos damos cuenta. Son como el aire que
respiramos, el paisaje que nos rodea o el cielo azul que perciben
nuestros sentidos. Y sin embargo, a diferencia de estos, esas jerarquías
con sus enormes implicaciones están solo en nuestra mente. No existen
más que como ideas abstractas. Sin embargo, su fuerza es igual o
superior a la que ejercen sobre nosotros las leyes de la física. Nos
condicionan tanto o más que la realidad física de la que formamos parte.
Esas ideas son como las instrucciones de un programa que determina
nuestro comportamiento, y es necesario preguntarse: ¿quién es el
programador? ¿Ha sido la evolución? ¿Forman parte de nuestra
infraestructura genética y hay poco que podamos hacer para modificarlas?
¿Son como el hardware de un ordenador?, ¿o son más parecidas al sistema
operativo o a una aplicación que alguien instala en nuestra mente? ¿Está
nuestro hardware habilitado para operar con un sistema operativo
diferente, otro programa, otras reglas, otra cultura? ¿O la jerarquía
estará siempre, indefectiblemente, en cualquier diseño de sociedad que
podamos soñar?
Durante toda mi vida esa punzada en el estómago, ese mordisco de rabia
que me lacera cuando percibo la injusticia y la falta de equidad, me ha
sugerido una y otra vez, de manera obsesiva, que ha de ser posible otro
diseño, que no es intuitivo tener que vivir actuando siempre en contra
de nuestro instinto natural. Mi objetivo es aportar sustancia a esta
intuición, hacerla plausible y mostrar que tenemos herramientas para
construir una sociedad diferente, que no existe ninguna razón para no
desear otro diseño y pensar que no es posible convertirlo en realidad,
excepto el miedo. Que de la misma manera que ensayamos para crear una
vacuna o un nuevo producto, podemos y debemos ensayar nuevos modelos de
sociedad.
Mi deseo, mi recomendación, mi utopía es buscar hasta encontrar una que
nos haga de verdad libres. La que he llamado anarcoutopía.
La extensión de este ensayo me obliga a ser muy selectivo en mi
argumentación. Sirva esta mínima declaración de principios como contexto
y guía para ayudarte a decidir, querido/a lector/a, si deseas
acompañarme en mi aproximación a la anarcoutopía:
1. Adoro las ideas, pero detesto las ideologías. Reducir la posición
política de cualquier persona sensata a categorías binarias o etiquetas
como izquierda y derecha me parece una simplificación insensata y una
trampa conceptual de la que es posible y necesario huir. Una breve
conversación con cualquiera debería bastar para comprender que las
personas no somos de derechas o izquierdas, rojas o azules. Ni siquiera
conceptos como progresismo o liberalismo son aplicables de manera
absoluta. Cualquiera de nosotros puede estar a favor de ir más allá de
A, pero no sobrepasar B, o creer en la libertad para hacer X, pero no Y.
Yo no me considero reducible ideológicamente. Harían falta demasiadas
categorías binarias para «reducirme». Ni lo intentes.
2. Nuestros mayores logros dependen de nuestra capacidad de actuar
colectivamente, de sumar esfuerzos, de podernos encaramar sobre los
hombros de los que nos han precedido o voluntariamente nos los ofrecen.
El valor de la sociedad se deriva de que la riqueza que generan N
personas que colaboran puede ser muy superior a la que generarían cada
una de ellas actuando de manera independiente. Por consiguiente, cuando
esa riqueza está bien distribuida, el colectivo nos hace más ricos a
todos. Decir «bien distribuida» es una trampa conceptual que, a
diferencia de las etiquetas ideológicas, no es evitable. Por lo tanto,
me sumergiré en ella.
3. Inteligencia colectiva sí, pero el individuo siempre lo primero. En
teoría, puedo concebir modelos con prioridad del colectivo y aceptar que
existan personas que los prefieran o los acepten de manera voluntaria.
Puedo incluso llegar a pensar que, en un futuro, nuestra especie o una
futura evolución de la humanidad pueda llegar a convertirse en un
superorganismo auténticamente eusocial,[1] en el que no existan ya
individuos que, como yo aquí y ahora, se rebelen de manera visceral ante
la sumisión. Queda fuera del alcance de este ensayo valorar si tal
estado es posible o deseable y cómo podría alcanzarse.
Ese estado es hoy una mera entelequia, y en la disyuntiva
individuo/colectivo, mi opción es que el individuo es siempre lo
primero. El sacrificio en beneficio de otra persona o el colectivo solo
es admisible de manera voluntaria. En este sentido, me alineo con los
defensores de los derechos y libertades definidos en sentido
estrictamente negativo (Berlin, 1959).
He introducido este ensayo con una pregunta. Huelga decir que no soy ni
mucho menos el primero que se la ha planteado. En su conocido ensayo
sobre las libertades, Isaiah Berlin (1959) la formulaba en términos muy
similares: «¿Por qué debería obedecer a alguien? ¿Por qué no debería
vivir como me gusta? ¿Debo obedecer? Y si desobedezco, ¿puedo ser
forzado? ¿Por quién, y en qué medida, y en nombre de qué, y en aras de
qué?».
Estaremos, por tanto, acompañados en este viaje por pensadores de
prestigio. De hecho, como anticipaba también en la introducción, estoy
convencido de que es una pregunta que nos hemos formulado desde que
tenemos «consciencia», que no surge como resultado de un proceso de
razonamiento crítico que nos lleva a cuestionar el orden establecido,
sino que es previa. Está dentro de nosotros, o, por lo menos, dentro de
algunos de nosotros, y es consecuencia de nuestra naturaleza.
En Natural justice, Ken Binmore (2005) gravita en torno a la idea de que
«la evolución imprimió un anhelo de libertad y justicia en nuestra
naturaleza que ninguna forma de condicionamiento social por parte de los
Stalin y Hitler de este mundo jamás podrá erradicar».
Como Mikhail Bakunin, me considero «un amante fanático de la libertad
considerada como el único medio que hace posible el desarrollo de la
inteligencia, la dignidad y la felicidad de los personas».
¿Es esto anarquismo? Tengo que reconocer que nunca me ha gustado el
término, pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que se trata
solo de un prejuicio instalado, posiblemente de manera nada inocente, en
mi mente. Sospecho que no soy el único que lo alberga y que anarquía y
anarquismo son dos conceptos etiquetados como peligrosos, conceptos
radiactivos.
A diferencia de otros conceptos mucho más abstrusos y, sin embargo,
invocados con asiduidad en el día a día del debate político, la
etimología de anarquía es relativamente directa: an- (‘sin’), arkhos
(‘origen, principio, poder o mandato’). Anarquía es ausencia de gobierno
o, como lo definió otro de los pioneros del anarquismo, Pierre-Joseph
Proudhon, el gobierno de nadie. Quizás por ese carácter negativo, no
existe un perímetro claro para las ideas del anarquismo y muchas de
ellas bifurcan rápidamente, para avanzar por cauces muy diferentes.[2]
¿Debo, por tanto, hablar de anarquía y anarquismo? En realidad, podría
haber optado por una aproximación desde la óptica de los modelos de
autoorganización en sistemas complejos que me habría permitido
contemplar algunos de los aspectos que quiero tratar de una manera más
alejada, más aséptica.[3] Pero me interesaba hacerlo desde la óptica de
los agentes del sistema, es decir, nosotros, las personas. Hacerlo en
primera persona para no dejar de sentir esa punzada en la boca del
estómago. Por ello, he optado por el anarquismo como inspiración y
bandera para este ensayo. En todo caso, no es la única idea «radiactiva»
que contiene este texto.
«Hemos creado una civilización de Star Wars, con emociones de la Edad de
Piedra, instituciones medievales y tecnología divina».
E. O. Wilson.
Mi objetivo con este ensayo es lanzar una mirada crítica a la narrativa
dominante —el modelo de gobierno supuestamente democrático y, por ello,
aceptado sin discusión— y mostrar que existen ideas muy interesantes,
algunas bien conocidas, otras no tanto, que pueden servirnos para
construir modelos alternativos de sociedad y una narrativa alternativa
apoyada sobre dos pilares:
• Libertad: Los beneficios derivados de una sociedad más libre.
• Autoorganización: El gobierno de nadie y la ausencia de jerarquías.
Desentrañar la relación que existe entre las ideas, los acontecimientos
históricos en los que se han desarrollado o han sido testadas y sus
consecuencias queda desde luego fuera del objetivo de este ensayo. Sin
embargo, cada vez más, tengo la sensación de que es un ejercicio en gran
medida pendiente, que a pesar del esfuerzo de historiadores, estudiosos
de la ciencia política, sociólogos, filósofos y escritores, apenas hemos
sido capaces de arañar la superficie del problema. Qué relación existe
entre nuestras ideas, nuestros comportamientos y el desarrollo de la
historia. En qué medida las ideas son como esas instrucciones de un
programa de ordenador que mencionaba en la introducción. Qué ideas son
las nos programan y determinan la configuración de nuestra sociedad.
Mi hipótesis provisional es que el número de ideas que sustentan nuestra
sociedad es, en realidad, muy limitado. Me refiero a aquellas sobre las
que se cimentan nuestras relaciones y, muy en concreto, nuestra forma de
colaborar y organizarnos. Son las ideas que sustentan nuestro sistema
productivo y de reparto de la riqueza,[4] y, seguramente por ello, las
que alimentan el constante y, a menudo, agrio debate político. Aunque
desearía evitar una sobresimplificación, estas son:
1. El conjunto de ideas sobre las que se apoyan los sistemas
democráticos modernos, que tienen más de 2500 años y apenas han
evolucionado desde el movimiento ilustrado en el siglo xviii.
2. Las ideas que fundamentan la economía de libre mercado, que suelen
etiquetarse con tintes negativos por sus críticos como neoliberalismo.
Estas ideas refinan la síntesis de Adam Smith y otros pensadores del
siglo xviii y tienen aproximadamente un siglo de antigüedad.
3. Las ideas que sustentan la crítica a la economía de libre mercado. En
su versión más informada, el keynesianismo, que tiene más o menos esa
misma edad, unos cien años. Y en su versión más radical, el marxismo,
que cuenta ya con ciento cincuenta años de antigüedad.
Afirmo que su número es limitado, pero además encuentro que estas ideas
están, si no obsoletas, sí desgastadas y carentes de la crítica y el
proceso de revisión continua que impera, por ejemplo, en la ciencia y la
tecnología. A pesar de que los economistas han continuado trabajando, de
que tenemos hoy más datos y capacidad de explotarlos que nunca, de que
hemos descubierto que no todos los bienes son iguales y que, en
particular, la información y con ella todo lo digital genera
externalidades con mucha más rabia que los cañones y la mantequilla; a
pesar de que hoy entendemos mejor la dinámica de los sistemas complejos
y el mundo está lleno de institutos y think tanks que albergan mentes
brillantes, ninguna de estas nuevas ideas forma parte esencial del
reducido número de las que mueven nuestra sociedad y con las que,
además, izquierdas y derechas, con bovina tozudez, se castigan el hígado
ideológico.
En los flancos de la corriente principal de pensamiento —esa doctrina o
narrativa dominante que cimenta nuestras sociedades «modernas»— hay, sin
embargo, pensadores e ideas muy interesantes que, como sucede con los
jugadores de reserva en un equipo de alta competición, no han tenido
oportunidad de saltar al terreno de juego. Son ideas que no hemos
llegado a ver en acción. Creo que algunas de esas ideas merecen minutos
de juego y que debemos encontrar la manera de ponerlas en circulación.
No entiendo cómo seguimos hablando de Marx y del marxismo, y lo cito
deliberadamente con la intención de provocar, cuando sabemos que la
mayor parte de sus ideas sobre economía son obsoletas. Es como si en
determinadas áreas de actividad, las ideas que se utilizan se hubieran
quedado fosilizadas en el siglo xix, como si la ciencia continuara
debatiendo sobre la alquimia o sobre si la Tierra es plana. Sí, ya sé
que hay quien todavía persiste en el error, pero por fortuna en ciencia
ese error no es relevante. En cambio, aterra ver en política a personas
cuyo conocimiento de la economía, o de la propia ciencia de la
organización, equivaldría a no saber que dos más dos son cuatro. Esto
que no se lo permitiríamos a un profesor de educación primaria se lo
permitimos en cambio a responsables de actividades críticas para nuestra
sociedad.
Acceder a según qué ideas no es siempre sencillo. Debemos adentrarnos en
regiones del pensamiento poco iluminadas. Algunas son difícilmente
accesibles porque no están indicadas en los mapas de ideas con los que
nos dota la educación elemental y no tan elemental. Otras, es posible
que sean aún ideas difíciles, ideas oscuras en profundas cavernas o
cumbres inaccesibles. Pero también hay ideas que están protegidas, si no
por cerrojos, sí al menos por vallas con signos de «Precaución». Está
Ud. a punto de entrar en una zona de pensamiento restringida. Peligro.
Ideas radiactivas. Entrar supone en cierta medida una transgresión, y
empezar a jugar con esas ideas supone ser inmediatamente encasillado
dentro de algunos de los contenedores ideológicos que el establishment
utiliza para aislar las ideas que podrían corromper o minar sus
fundamentos. Como también apuntaron Marx y Engels (1848) en el
Manifiesto comunista, «las ideas dominantes en una época no han sido
nunca más que las ideas de la clase dominante». Y lógicamente la clase
dominante no tiene ningún interés en dejar de serlo.
Una de esas ideas etiquetada como radiactiva y condenada al ostracismo
es la anarquía. Como apuntó Bertrand Russell (1918): «En la mente
popular, un anarquista es una persona que arroja bombas y comete otras
atrocidades similares, bien porque está loco, o bien porque usa el
disfraz de las opiniones políticas extremas como un velo para sus
inclinaciones criminales». No me voy a detener aquí para comparar
cuántas atrocidades han cometido los anarquistas y cuántas los Estados
legítimamente reconocidos como tales, aunque tengo una sospecha que
animo a desmentir o confirmar.
Solo voy a pedirte, querido/a lector/a, si deseas continuar caminando a
mi lado a lo largo de este ensayo y, como yo, recelas del nombre y del
concepto de anarquía, que suspendas momentáneamente tus prejuicios y
entiendas el término, tal como lo concibió Peter Kropotkin y lo conciben
hoy en día muchos otros: el anarquismo como el principio o teoría que
concibe o se plantea una sociedad sin gobierno (Novak, 1958). Mi forma
personal de mirar al concepto es asimilarlo al concepto de
autoorganización.
La democracia ha sido la gran triunfadora, de manera provisional, en la
competición por ese limitado número de posiciones de honor de las ideas
políticas y organizativas. Pero con nuestras preconcepciones
temporalmente suspendidas, habremos de admitir sin oponer demasiada
resistencia que el gobierno «del pueblo» no difiere mucho en su falta de
concreción del gobierno «de nadie». Cuando hablamos de monarquías,
dictaduras, o incluso aristocracias, no es demasiado complicado señalar
quiénes son los gobernantes. El rey o la reina, el dictador o la
dictadora, o algún grupo más o menos reducido de eminencias o
privilegiados. Sin embargo, ¿quién es el pueblo? ¿Somos todos? Eso es de
lo que parecemos habernos convencido. Pero si nos detenemos a
considerarlo, ¿qué diferencia hay entre decir que todos gobernamos o
decir que no lo hace nadie? ¿No es acaso lo mismo?
Sospecho, por consiguiente, que entre los que buscan con honestidad la
mejor forma de gobierno posible, una que elimine o limite los
privilegios injustificados e innecesarios del poder, debería haber tanto
demócratas como anarquistas. Sin embargo, nos hemos vendido la
democracia, con el pragmatismo de Winston Churchill, como el peor
gobierno posible con la excepción de todos los demás que han sido
ensayados a lo largo de la historia, y nos hemos quedado más anchos que
largos. Como si ya no hubiera nada más que hacer. Fin de la historia.
Sin embargo, detrás de ese concepto de democracia hay una larga lista de
asunciones y de prácticas que asumimos sin leer las contraindicaciones y
sin replanteárnoslas, incluso cuando, como es evidente, y como el propio
Churchill dejó muy claro, esos principios y esas prácticas están muy
lejos de ser la forma ideal de gobierno.
A diferencia de la democracia, el mercado, que es la solución
universalmente adoptada en los países, Estados y/o regiones que han
conseguido niveles aceptables de prosperidad, no consigue librarse de la
imagen de villano. El mercado es el malo de película, aunque todos los
que tienen recursos para permitirse criticarlo viven del mercado. ¿Por
qué es así? No lo sé, pero otra de mis hipótesis en observación es que
para comprender el funcionamiento del mercado es necesario un mínimo
conocimiento de matemáticas o, cuando menos, una visión o intuición
sistémica que, en la práctica, es difícil de adquirir sin una exposición
razonable a las matemáticas y sin remangarse. Quedarse en la brillante
metáfora de la mano invisible no es suficiente. Su comprensión queda
vedada, por consiguiente, para todos los que, ya sea por
desconocimiento, ya por deliberada ignorancia, son incapaces de entender
esta dinámica. Si excluimos la posibilidad de una superinteligencia
dictatorial benévola, el libre mercado es la solución más eficaz que
conocemos para organizar una economía y generar riqueza. ¡Cuidado! No de
repartirla. Esa es su principal limitación.
El reducido número de ideas en el que nos hemos quedado estancados
podría ser el resultado de un sistema educativo que también se ha
quedado obsoleto, y que dificulta (en conjunción con el mercado laboral)
un pensamiento amplio, sin corsés, capaz de mirar con ojos limpios y
cruzar las líneas arbitrarias que delimitan las múltiples disciplinas
del saber. Si reconocemos que formamos parte de un sistema complejo,
necesitamos una forma de pensamiento capaz de tratar con la
complejidad.[5] No es posible reducirlo todo a un número limitado e
inmutable de recetas y pensar que las mismas ideas que nos han traído
hasta el momento actual vayan a ser las que nos sirvan para continuar
avanzando, ya sea sobre la Tierra o convertidos en una especie
galáctica.
Seguramente soy un ingenuo, pero me resulta de una tremenda ingenuidad
pensar que alguien pueda creer algo así. No consigo encontrar ninguna
razón que permita justificar o que haga siquiera plausible que el estado
de desarrollo social que hemos alcanzado en cuanto a modelos de
organización, instituciones, etc., incluidos la democracia y el mercado,
sea un estado óptimo, o que no puedan existir otros alternativos. La
historia es contingente y el desarrollo social y cultural es un proceso
dependiente del camino seguido (Acemoglu y Robinson, 2013). Si
rebobináramos la historia y volviéramos a dejarla correr, no todo
transcurriría igual. Es posible que algunas o incluso muchas cosas sean
imposibles de cambiar sin rebobinar y cambiar el curso de la historia y
cambiar, pero eso no nos impide mirar más allá de los bordes del camino
que hemos seguido y otear la posibilidad de que existan caminos
alternativos, modelos alternativos, mundos alternativos.
Necesitamos formas de ensayar nuevas ideas, nuevos modelos, también de
sociedad. Con la ciencia hemos aprendido que el diseño de experimentos
es la única forma de interrogar a la realidad. Y que solo interrogándola
podemos continuar realizando nuevos descubrimientos. La ciencia es la
mayor historia de éxito en términos de creación de nuevas ideas con
impacto real en la vida de las personas de los dos últimos siglos, el
período de tiempo que ha visto crecer de manera «exponencial», como a
tantos les gusta enfatizar, el conocimiento en todas las disciplinas que
han sabido adoptar el método científico. La tecnología, por otra parte,
ha adoptado de la misma manera el ensayo y error como forma de crear
nuevos productos y servicios. Ciencia y tecnología son dos animales muy
diferentes, pero comparten aspiraciones y esta «filosofía». El ensayo y
error está también en los cimientos del libre mercado y el
emprendimiento, el modelo que nos permite testar nuevos productos y
servicios y nuevos modelos de negocio, que no son otra cosa que la
manera de hacer sostenible la provisión o explotación de un nuevo
producto o servicio.
Pero si ciencia, tecnología y mercado nos muestran que el ensayo y error
son la base real del progreso, ya se trate del descubrimiento de nuevas
ideas o de la explotación de esas ideas, entonces, ¿por qué no
disponemos de un mecanismo similar para ensayar nuevas formas de
organización? Y sí, también, por qué no decirlo así, de nuevas formas de
gobierno. Debemos ser prudentes, es cierto. Porque el método del ensayo
y error no es gratuito. Es un método doloroso y cada acierto está pagado
con la sangre, el sudor y las lágrimas de muchos ensayos fallidos, del
fracaso. Impone respeto pensar en el fracaso de tantos experimentos
sociales de los que, por desgracia, la historia está llena. La Alemania
nazi, la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao no son desde luego
un respaldo para la utopía. Pero como apunta David Graeber (2004), el
argumento antiutopía que nos ofrecen estos horrores del pasado oculta
otra trampa, la idea de que imaginar mundos mejores es el problema. Si
aceptamos el ensayo cuando nos enfrentamos al desarrollo de tecnologías
como la energía nuclear o la bioingeniería, ¿por qué no adoptar el
equivalente social de la start-up, tal como propone Paul Romer con las
ciudades chárter
a las que voluntariamente puedan sumarse quienes deseen probar un nuevo
contrato social?
Hoy más que nunca necesitamos nuevas utopías, nuevos referentes, siendo
muy conscientes de que no existe seguramente ninguna utopía que, una vez
alcanzada o de camino hacia ella, no acabe tornándose distopía. Por esa
razón, planteo anarcoutopía con dos objetivos:
1. Establecer un horizonte para nuestras aspiraciones, una visión que
nos motive a continuar en movimiento. Identificar frenos y quitarnos las
anteojeras para mirar a nuestro alrededor y hacia el futuro sin
restricciones.
2. Promover la idea del ensayo social y organizativo, de manera limitada
y controlada, con todas las precauciones con las que testamos un nuevo
antibiótico o una vacuna, pero suficiente para sentar bases reales para
el futuro de la sociedad.
Las utopías se han ubicado a lo largo de la historia en un lugar o un
tiempo diferentes y han servido de faro, de referencia, de proyecto.
Tomás Moro ubicó su utopía en una isla. Elon Musk o Jeff Bezos podrían
ubicarlas hoy en un planeta lejano o a bordo de una nave generación en
un largo viaje. Yo quiero ver mi anarcoutopía como un puzle o un mecano
con piezas que no sabemos si acabarán encajando, pero que nos permiten
jugar y nos animan a descubrir formas y nuevos diseños. La prudencia y
el control de riesgos deben informar nuestra forma de construir una
nueva sociedad. Pero el miedo no nos puede coartar.
El hecho de que dos de las piezas básicas de los sistemas sociales más
desarrollados y que, hoy por hoy, con todos sus defectos constituyen el
estado del arte de la «sociedad» sean el mercado y la democracia,
deberíamos verlo como una señal. A lo largo de la historia, mercado y
democracia se han impuesto a muchos modelos competidores, a pesar de sus
imperfecciones y a pesar de la numantina resistencia de autócratas y
desinformados colectivistas. El mercado y la democracia son dos modelos
de organización que, en su concepción ideal y más pura, abominan de la
jerarquía. No son perfectos, y diría que son dos modelos extenuados tras
una larga carrera, pero son el punto de partida, y es necesario
entenderlos.
El mercado es el modelo más flexible y eficaz descubierto hasta la fecha
para asignar recursos de manera eficiente y resolver problemas de manera
colaborativa, sin que exista un planificador central o una figura de
poder asimétrica. El mercado libre es una abstracción en economía que
presupone que cualquiera puede desarrollar la actividad necesaria para
proporcionar un servicio, con total libertad para decidir los recursos
necesarios y establecer los precios que considere oportunos. Es evidente
que el mercado libre ideal no existe. Es una utopía que, además, lleva
en su concepción la semilla de su propia autodestrucción, por varias
razones.
En primer lugar, cualquier competidor que opere con éxito como proveedor
dentro de un mercado intentará por todos los medios que el mercado deje
de ser ideal, disminuyendo o anulando la competencia. De hecho, la
aspiración de cualquier proveedor es convertirse en un monopolio (Thiel
y Masters, 2014). El Estado puede convertirse en aliado del monopolio
por razones solo en raras ocasiones justificadas.
En segundo lugar, el mercado es una máquina eficiente de generación de
riqueza, pero nadie puede afirmar que sea igualmente eficiente
distribuyendo la riqueza que se genera de una manera justa o equitativa.
De hecho, no lo es. Por consiguiente, sin contrapesos llevará a una
desigualdad que, a la larga, podría acabar destruyendo la supuesta
libertad de mercado. Esta idea, en esencia la visión más nítida de Karl
Marx, es correcta. Por desgracia, los marxistas se entregaron a la lucha
de clases, mucho más rentable en términos de narrativa, en lugar de
hacer los deberes, estudiar las razones y tratar de resolver el
problema.
La solución no es limitar la libertad del mercado, que es solo una forma
de limitar la creación de riqueza sin una auténtica contrapartida. La
solución es todo lo contrario: asegurar que la libertad de
emprendimiento y de comercio se mantiene, y que nunca existirán en un
mercado posiciones de fuerza o dominio que comprometan el ideal de libre
mercado. En la actualidad, las prácticas y leyes antimonopolio están en
declive, en particular en los Estados Unidos, el referente del
liberalismo, porque los Estados buscan «campeones» nacionales para
fortificarse ante la creciente competencia en los mercados
internacionales. Pero eso no significa que esas leyes no deban existir y
evolucionar.
La tercera vía de prostitución de la idea de mercado es que el trabajo
se ha convertido en la principal y, en muchos casos, en la única forma
de acceso a esa riqueza que, en realidad, no sabemos cómo repartir de
una manera justa y equitativa. La existencia de un mercado de trabajo es
un aplicación natural, necesaria y eficaz del mercado para la asignación
de «recursos humanos» a necesidades y proyectos. Pero el hecho de que el
trabajo sea la única forma de asignar riqueza lo veo injustificado y una
peligrosa perversión que corroe el ideal de mercado. Hoy en día existen
infinidad de trabajos innecesarios, en muchos casos subsidiados por los
Estados, porque son la única forma de asignar riqueza (Graeber, 2013).
En uno de sus artículos más citados, Keynes (1933) anticipa que en una
economía que no crece ad infinitum y cuya productividad se incrementa de
manera constante, eventualmente todos (sus nietos) acabaríamos
trabajando menos. Que no haya sido así hasta la fecha y no estemos
avanzando en esa dirección es un monumental fallo del modelo. Por otra
parte, obviamos la otra forma fundamental de reparto de riqueza, la
participación en el capital, que por alguna oscura razón queda reservada
para esos odiados, con razón, «capitalistas».
Hay otros muchos aspectos del concepto o ideal de mercado y de sus
posibles implementaciones que sería necesario abordar, pero destacaré
aquí solo uno más, un subproducto de la existencia del mercado que
introduce otra dimensión relevante para la anarcoutopía: los mercados
como fuentes de información y la posibilidad de crear mercados de
predicción (Hayek, 1945), idea que ha sido defendida por numerosos
economistas de prestigio (Arrow et al., 2008). En mi concepto de utopía
límite los mercados predictivos son un componente esencial de la gestión
de futuros y expectativas de la sociedad.
La democracia en sus orígenes es el empoderamiento de un colectivo y la
capacidad de «hacer que ocurran cosas». En la mente de la mayoría de las
personas hoy y en la burda implementación de las democracias que
tenemos, la democracia se reduce al voto y a la decisión por mayoría,
prostituyendo su aspiración original con trágicas consecuencias para la
vida pública y para el desarrollo de la sociedad.
La ciudad-Estado de Atenas, desde finales del siglo vi a. C. hasta
finales del siglo iv a. C., es un caso de estudio de democracia
epistémica participativa: un ejemplo histórico ampliamente estudiado de
una comunidad cuyo notable éxito puede explicarse, al menos en parte,
por la presencia de dos de los factores clave de la inteligencia
colectiva: sofisticación y diversidad (Hong y Page, 2008; Ober, 2008).
Atenas habría superado a sus ciudades-Estado rivales por su superior
capacidad de resolver problemas complejos y producir conocimiento.
En «Democracia cognitiva», Henry Farrell y Cosma Shalizi realizan un
provocador análisis cualitativo comparando las capacidades, virtudes y
limitaciones de mercados, democracias y jerarquías para la resolución de
problemas complejos. Su tesis es, en esencia, que la democracia presenta
beneficios únicos como forma de agregar perspectivas muy diversas de
diferentes personas para la resolución de problemas de manera colectiva.
Su perspectiva incorpora ideas de la ciencia cognitiva, la sociología,
el aprendizaje automático y la teoría de redes (Farrell y Shalizi, 2012
y 2013).
En su visión, que tiene ya más de diez años, cuentan con la
incorporación a futuro de todas las capacidades que las redes y
servicios digitales nos habían hecho soñar y anticipar desde los
comienzos de la Revolución Digital durante los años de la última década
del siglo xx (Hilbert, 2007). Por desgracia, salvo iniciativas
anecdóticas o en el mejor de los casos emergentes, estas expectativas
están por el momento muy lejos de materializarse. El modelo de negocio
dominante en Internet, la publicidad y la resistencia de los grupos de
poder establecido tienen mucho que ver en ello.
Al igual que el mercado, la democracia lleva en su seno la semilla de su
autodestrucción. Existen numerosos estudios de sus limitaciones y
contraindicaciones. En primer lugar, no es posible diseñar un sistema de
votación que ordene las preferencias de un colectivo de modo que se
respeten tres ciertos criterios «racionales» básicos (Arrow, 1950).
1. Ausencia de un «dictador»: Es decir, una persona que tenga el poder
para fijar las preferencias del grupo.
2. Unanimidad o eficiencia (débil) de Pareto: Si todos los votantes
prefieren la alternativa X a la alternativa Y, entonces el grupo
prefiere X a Y.
3. Independencia de alternativas irrelevantes: Si la preferencia de los
votantes entre X e Y no cambia, entonces la preferencia del grupo entre
X e Y permanecerá sin cambios, aunque cambien las preferencias de los
votantes entre otros pares de opciones como X y Z, Y y Z o Z y W.
En la práctica, esto significa que cualquier sistema de votación dará
como resultado una decisión agregada que podría perjudicar o, al menos,
no será plenamente compatible con las preferencias de algunos de los
votantes. El riesgo de que una democracia entendida de manera
maximalista se convierta en una tiranía de la mayoría fue formulado con
precisión por John Stuart Mill (1869) en uno de los ensayos cumbre del
liberalismo, On liberty (Sobre la libertad). La democracia mal entendida
puede, de hecho, privar al ciudadano individual de muchas libertades que
podría, sin embargo, encontrar en alguna otra forma de sociedad (Berlin,
1959).
En segundo lugar, la deseable expansión de la democracia conduce a su
propia degradación al dar voz a ciudadanos cada vez menos preparados o
interesados (Hochschild, 2010). Para Anthony Downs (1957), de hecho, el
votante cognitivamente sofisticado es un oxímoron. Las democracias
masivas se sostienen, en consecuencia, por una paradójica irracionalidad
racional (Caplan, 2007).
Ya sea por estas razones, ya sea por una dinámica de agotamiento de un
sistema incapaz de renovarse e instalado en la autocomplacencia, la
realidad es que durante los últimos veinte años, es decir, el siglo xxi,
las democracias están cuestionadas y en fase de retroceso, tal como
atestiguan los numerosos índices de seguimiento de instituciones como
The Economist o Freedom House. El estancamiento del sistema es el caldo
de cultivo ideal para los autócratas que buscan formas de perpetuarse
aprovechando las debilidades del sistema (Versteeg et al., 2019) y
utilizando sin escrúpulos las posibilidades que ofrecen las nuevas
tecnologías (Guriev y Treisman, 2018).
El inmovilismo ha hecho que nuestros sistemas políticos tengan la
apariencia externa de una democracia, pero estén controlados en gran
medida por fuerzas antidemocráticas, tanto públicas (partidos y
burocracias estatales) como privadas (empresas y «capitalistas»). Si hay
una cosa que muestra el fiasco del coronavirus, es la necesidad de un
cambio radical.
De hecho, el modelo chino, una economía de mercado inserta en una
autocracia sin libertades políticas, es una opción que muchos empiezan a
contemplar como alternativa atractiva a las agotadas democracias
occidentales. Una tendencia, sin duda, preocupante para los fanáticos de
la libertad.
«Nada les parece más sorprendente a quienes contemplan los asuntos
humanos con mirada filosófica que la facilidad con la que los pocos
gobiernan a los muchos, y la implícita mansedumbre con la que los seres
humanos someten sus propios sentimientos y pasiones a los de sus
gobernantes».
David Hume.
Llegamos a la cuestión que considero el punto de apoyo principal sobre
el que pivotar hacia la anarcoutopía: ¿qué es realmente el Estado y por
qué es necesario?
El gobierno como grupo reducido con poder de decisión y ejecución en una
amplia mayoría o la totalidad de asuntos que afectan a un colectivo es
una aberración, una quimera y un agujero negro de expectativas. En su
versión idílica, se trata de un mito que no difiere mucho de la creencia
en la existencia de un dios todopoderoso preocupado por sus criaturas.
Los que creen en el Estado depositan en él sus esperanzas y anhelos
movidos por la fe, como lo hace el creyente. En su versión pragmática,
es una opción desastrosa para la organización de los asuntos de un gran
colectivo de personas, como puede ser una ciudad o una nación. Los que
lo ven como el mal menor lo hacen con el mismo cinismo de Churchill, a
sabiendas de que nadie que asumiera con responsabilidad las esperanzas y
anhelos legítimos de un colectivo de ciudadanos del tamaño y variedad de
lo que hoy en día es una nación, y honestamente quisiera satisfacerlas,
nadie en su sano juicio, utilizaría un gobierno como los que rigen los
designios de las naciones hoy.
La distinción que hacemos entre lo «privado» (corporaciones) y «lo
público» (Gobiernos) es, cuando menos, difusa y en todo caso un
desarrollo bastante reciente.
Confundimos la titularidad pública de ciertos activos con su gestión y
administración. Me parece razonable argumentar a favor de la titularidad
pública de muchos activos, en particular los naturales, los servicios de
los ecosistemas que nos sustentan. Pero no veo ningún beneficio de un
tipo de gestión sobre la otra. ¿Por qué razón, que pócima mágica, qué
encarnación divina convierte a las personas de un Gobierno estatal
público en mejores personas (altruistas) y más capaces que otras para
tomar decisiones y ejecutar planes o medidas con profundas
repercusiones? ¿Qué hace más eficiente, justa o bondadosa a una
corporación pública?
El Estado democrático actual es el equivalente a una enorme empresa o
corporación de cuya actuación y rendimiento depende críticamente la vida
de muchas personas, gestionada por un equipo de personas, el Gobierno,
formalmente «escogido en las urnas». Detrás de él existe una burocracia
de proporciones gigantescas con ineficiencias literalmente
inimaginables. Su tamaño y su complejidad hacen imposible para la
mayoría su comprensión y no digamos ya su reforma, pero con mayor motivo
para ese gobierno y esos gobernantes que no tienen ni la capacidad ni
los incentivos para llevar a cabo esa misión. En cambio, en un sistema
democrático sí que existen incentivos para que los que ejercen el poder
expriman su posición durante el término de su mandato, propiciando todo
tipo de favoritismos y decisiones que en nada sirven a la mayoría que
los ha elegido. Los partidos políticos, otra de esas ideas rancias que
mantenemos viva, son una auténtica mafia cuyo único objetivo es la
consecución del poder.
Entonces, ¿por qué tenemos Estados?
Robert Nozick (1974), reconocido liberal y defensor del Estado
minimalista, utiliza un experimento conceptual para hacer plausible la
aparición del Estado y justificar su inevitabilidad. En el estado
natural de libertad original que describe John Locke no todo es perfecto
y, en particular, los individuos buscarán formas de asociarse para
defender sus intereses. Las asociaciones espontáneas entre personas para
buscar protección acabarán compitiendo entre ellas hasta que,
eventualmente, una única asociación de protección acabará teniendo el
monopolio de la protección en una determinada región.
La descripción de Nozick es sencilla y provocadora, yendo a la esencia
del problema, y modelándola con lo que, desde mi punto de vista, es un
enfoque moderno. Plantea su ejercicio como una dinámica muy similar a la
que podríamos encontrar en un modelo estilizado en teoría de juegos y
sugiere, ya que no llega a construir y razonar sobre un modelo
matemático, que la solución para esa dinámica es el Estado. Sin duda,
podría irse un paso más lejos para modelar y evaluar en detalle las
condiciones que determinan la aparición del Estado como equilibrio de un
sistema dinámico de agentes. Siendo la geografía un factor determinante,
debería estudiarse también qué determina la fronteras de un Estado y por
qué ese Estado, como monopolio de protección, no se extiende al total
del colectivo humano.
Incluso tratándose de un modelo liberal, la justificación del Estado de
Nozick ha sido duramente criticada por los liberales duros, los
auténticos fanáticos de la libertad. Murray Rothbard (1982) argumenta
que la historia nos muestra que el Estado se ha originado siempre como
consecuencia de la conquista, la violencia y la explotación. El Estado
tampoco es necesario para la creación de las leyes y, sin embargo, el
Estado se tornará una máquina imparable de creación de reglas. La idea
del Estado como resultado del asentamiento del bandido o grupo de
bandidos y la posterior dulcificación de su imagen es la que propone
también Mancur Olson (1993) y resulta cuando menos tan sugerente como la
propuesta de Nozick.
Para los fanáticos de la libertad, el Estado como monopolio de la
violencia, con independencia del proceso por el cual haya llegado a
constituirse, es una imagen terrorífica. El Estado es una organización
criminal que subsiste gracias a una red de extorsión por medio de la
cual instituye el robo como forma de financiación de sus actividades.
Los ciudadanos no pagamos nuestros impuestos de manera voluntaria, sino
coaccionados por la posibilidad de ser condenados. Si lo hiciéramos
voluntariamente no se denominarían «impuestos». Todo Estado, además,
como casi cualquier organización, tiende a extender sus límites. Los
Estados no tienen un perímetro o límite natural. Hoy vemos normal que el
Estado se mantenga al margen de las creencias religiosas, pero durante
mucho tiempo no fue así.
El Estado se apoya y se extiende además en una monumental burocracia
que, en la actualidad, es más terrorífica que el más cruel de los
Estados personificados o caricaturizados con la figura del dictador.
Desde mediados del siglo pasado, pensadores de ámbitos del conocimiento
y posiciones muy dispares se han detenido a contemplar la burocracia con
ese asombro al que hacía referencia al principio de este ensayo. Von
Mises (Mises y Morris, 1944), Lewis Mumford (1966), Anthony Downs (1967)
o David Graeber (2015) han observado la jerarquía burocrática como un
logro político y organizativo asombroso. La burocracia es una forma de
gobierno en la que todos somos privados de libertad política, de la
posibilidad de actuar. Es la ausencia de ley, la tiranía sin tirano
(Arendt, 1970).
La lectura reposada de todos estos fanáticos de la libertad y críticos
del Estado es más que recomendable. Es necesaria. Negarse a mirar a la
realidad cara a cara intentando mantener algunas de las tentadoras
metáforas con las que nos dejamos seducir cuando somos niños es una
tentación. Pero la única forma de avanzar hacia una verdadera utopía no
es recurrir a la narrativa facilona y tramposa, y para ello hay que
mirar de frente a la realidad por terrible que esta sea. La realidad es
que no existen ni el Ratoncito Pérez ni los Reyes Magos, e incluso la
mano invisible ha de ser vigilada con mucha atención. En cambio, la
incompetencia y el abuso de poder son muy reales. Gobiernos y Estados no
tienen cabida en la anarcoutopía.
Los humanos somos la única especie de vertebrado que ha llegado a formar
grupos sociales que superan ampliamente los 200 individuos (Moffett,
2013). Nuestra escala de cooperación, como ha enfatizado Yuval Harari
(2014) hasta la saciedad, es quizás nuestro rasgo más distintivo como
especie, solo comparable a la escala de cooperación de los insectos
sociales. Pero a diferencia de estos, las personas no renunciamos a
nuestra individualidad reproductiva para formar una organización
eusocial.1 Si nuestras sociedades pueden considerarse un superorganismo,
lo son de una manera única en la naturaleza (Wilson y Hölldobler, 2008).
De hecho, desconocemos la razón última de nuestra capacidad de cooperar
como individuos libres. El sentido humano de la justicia supone un
auténtico rompecabezas para los psicólogos y economistas que estudian e
intentan modelar el comportamiento humano (Brosnan y Waal, 2014).
Desde 1982, el juego del ultimátum se ha utilizado como un modelo básico
en experimentos sobre negociación. Dos jugadores han de decidir cómo
dividir una suma de dinero determinada. El primer jugador propone cómo
dividir la suma entre ambos, y el segundo jugador puede aceptar o
rechazar su propuesta. Si la rechaza, ninguno de los dos jugadores
recibe nada. Si la acepta, el dinero se divide entre ambos de acuerdo
con la propuesta efectuada por el primero. Cuando el juego se juega una
única vez para que la reciprocidad no forme parte de la dinámica de
juego, la solución racional para el segundo jugador sería aceptar
cualquier reparto propuesto por el primer jugador que le conceda una
cantidad no nula. Sin embargo, la experiencia demuestra que, incluso en
esta situación idealizada, ofertas inferiores al 20 % son
sistemáticamente rechazadas.
Existe de hecho una variante del juego, conocida como juego del dictador
—que en realidad ya no es un juego porque el segundo jugador es pasivo—,
en la que el segundo jugador se limita a recibir lo que el primero (el
dictador) decida concederle en el reparto. De manera sorprendente,
aunque el primer jugador no tiene nada que perder y puede apropiarse del
total, suele ofrecer una cantidad no despreciable al segundo jugador,
incluso cuando el juego se juega una sola vez. Esta dinámica pone de
manifiesto que en la mente de los jugadores el sentido de la equidad es
más fuerte que la capacidad de raciocinio que debería permitir aislar la
situación idealizada del juego. Hay un condicionamiento que trasciende
el momento del juego. ¿Es cultural o genético?
Todo apunta a que la genética que subyace bajo nuestro comportamiento y,
en particular, nuestra moralidad y sentido de la justicia habrían
evolucionado a lo largo de millones de años como un mecanismo para
facilitar la cooperación a largo plazo, hasta convertirse en esa
característica distintiva de la especie humana. Durante lo que parece
haber sido un largo período de tiempo nuestros antepasados vivieron de
la caza y recolección en grupos mucho más igualitarios y menos
jerarquizados que los de otros primates. La sociedad actual mucho más
jerarquizada es el resultado de un desarrollo comparativamente muy
reciente de los medios de producción, que se inicia con la invención de
la agricultura y la ganadería, la creación de las ciudades, una profusa
división de tareas y el liderazgo como nuevo medio principal de
coordinación. En el período de tiempo del orden de unos 10 000 años en
el que tiene lugar esta transformación, no se han podido producir
cambios genéticos relevantes que hayan influido en nuestros instintos
más básicos. Por tanto, nuestras convenciones y comportamientos serían
en gran medida el resultado de la evolución «cultural», mucho más rápida
que la genética.
De alguna manera somos víctimas de una disonancia (Maryanski y Turner,
1992). Nuestra genética apuntaría en una dirección (más libertaria) y
nuestra cultura en otra (más jerárquica). Esta disonancia explicaría esa
sensación en la boca del estómago que describía en la introducción y
motiva la pregunta a la que intenta dar respuesta este ensayo. Mi
interpretación del comportamiento que se pone de manifiesto en el juego
del ultimátum es que se trata de una manifestación de esa disonancia.
Nuestra genética y/o nuestra inmersión en la sociedad son más fuertes
que nuestra capacidad de razonamiento abstracto (la que analiza el
juego).
Quienes lo interpretan como un comportamiento irracional, uno de los
muchos sesgos cognitivos que nos acechan y que son el resultado de ese
largo proceso evolutivo, y en particular los economistas que lo utilizan
para argumentar que cualquier solución Pareto-eficiente es superior,
creo que minusvaloran o no quieren ver que, en realidad, en nuestra
sociedad actual siguen sin darse las circunstancias que harían racional
aceptar la dádiva del primer jugador, cualquiera que esta sea. Muy al
contrario, nuestra psicología está programada para la interacción
repetida dentro del grupo al que pertenecemos, y anticipa el rechazo y
la réplica del resto de miembros del grupo que se sienten tratados de
manera injusta. Este comportamiento que, local y temporalmente, puede
parecer irracional, podría no serlo en absoluto. Nuestra psicología está
programada para rechazar la desigualdad y las posiciones de privilegio.
Y lo haría anticipando, correctamente, que una desigualdad o privilegio
prolongado en el tiempo acabará muy probablemente tornándose dañina. Es
en esencia el mismo argumento que utiliza Nassim Nicholas Taleb para
argumentar que el comportamiento o sesgo aparentemente irracional que
nos hace sobrerreaccionar ante el riesgo no lo es cuando en realidad se
desconoce el tipo de distribución que caracteriza el riesgo (Taleb et
al., 2019).
Con esta disquisición lo que pretendo es enfatizar dos ideas. La primera
es que nuestro comportamiento de rechazo visceral a la jerarquía, la
desigualdad y el poder puede y es muy probable que sea parte de nuestra
genética. La segunda es que, incluso si nuestra sociedad ha cambiado
demasiado rápido para hacer posible la adaptación de nuestra genética y
operamos fuera del rango óptimo, por decirlo de alguna manera, nuestro
rechazo podría seguir estando justificado. Es decir, que no deberíamos
dar por hecho que nuestra psicología está equivocada basándonos en
modelos de juego simplistas. A pesar de que soy penosamente consciente
de que las personas actuamos a menudo de manera irracional, en contra
del colectivo e incluso de nuestros propios intereses, no creo que en
este caso concreto exista esa demostración. Ante la duda, en esta
búsqueda opto por analizar si es posible construir o incluso reconstruir
nuestra sociedad, con igual o incluso mayor ambición, sobre la base de
unos mecanismos de cooperación que respeten nuestra psicología. Mi
análisis apunta a que sí es posible.
Lo hemos visto durante la pandemia.[6] Mientras que los Estados
occidentales eran incapaces de mover sus enormes maquinarias
burocráticas para responder ante los retos que nos ha planteado un
problema para el que no estábamos preparados, las personas hemos sabido
reaccionar con rapidez y suplir las carencias. Grupos de voluntarios, de
makers y empresas se han coordinado sin necesidad de un planificador
central para empezar a fabricar mascarillas, respiradores o atender
primeras necesidades. Puede ser una anécdota, pero ante una necesidad
común, un colectivo de personas será capaz, por medio del ensayo y
error, de la improvisación y la experimentación, de hacer que el orden
emerja del caos, de autoorganizarse (Ward, 1966).
Aunque la imagen presente del anarquismo está asociada a un movimiento o
ideología relativamente moderno en términos históricos, la rebelión del
individuo frente a la autoridad y la afirmación de los derechos a la
autoexpresión y al desarrollo sin restricciones son tan antiguas como la
existencia de instituciones coercitivas. Las ideas que enfatizan la
libertad individual y denuncian sus restricciones han sido expresadas
por pensadores a lo largo de los siglos. En los orígenes del anarquismo
tal como lo identificamos hoy, está la visión de una sociedad sin
gobierno, que consigue alcanzar su armonía, no por medio de la sumisión
a la ley o la obediencia a la autoridad, sino por el libre acuerdo entre
grupos profesionales o territoriales (Novak, 1958).
La publicación en 1793 de An enquiry concerning political justice and
its influence on general virtue and happiness de William Godwin se
asocia con la formulación del pensamiento anarquista moderno, basado en
un análisis sistemático de la economía, la política y la sociedad,
enmarcado en el pensamiento científico, ético y filosófico. Algunos
autores consideran que este movimiento anarquista, que alcanza su pleno
desarrollo durante el siglo xix, habría sucumbido en 1939 con la
victoria del general Franco en la guerra civil española (Kinna, 2012).
No sé hasta qué punto esta idea es ampliamente compartida por estudiosos
de la historia del anarquismo y de las ciencias políticas, pero me
resulta graciosa la atribución de esta dudosa hazaña a nuestro
«glorioso» pasado. En todo caso, el breve recorrido del movimiento me
sirve para apuntalar mi reflexión inicial de que, por algún motivo, el
anarquismo es una de esas ideas proscritas que apenas ha tenido minutos
de juego.
Existe una afinidad clara entre anarquismo y liberalismo. Para Thomas
Jefferson el mejor gobierno es el que gobierna menos. Para Henry David
Thoreau (1849), el que no gobierna en absoluto. Las ideas del ya citado
Murray Rothbard se encuadran dentro de lo que muchos denominan
anarcocapitalismo, una denominación que me parece desafortunada y
oportunamente escogida para etiquetar esas ideas como tóxicas. Creo que
sería mucho más apropiada la denominación de anarquismo de libre mercado
o, ya puestos y por ser más preciso, extensión anarquista del libre
mercado. Sin embargo, la línea principal del anarquismo como movimiento
político parece haber estado mucho más próxima al socialismo en su
oposición a la propiedad privada, y su declive asociado a la debacle de
los trágicos ensayos de comunismo habidos durante el siglo xx. No
obstante, resulta cuando menos enigmático que tantas personas y partidos
políticos sigan haciendo bandera de las ideas económicas del marxismo y,
en cambio, las ideas anarquistas permanezcan asociadas a una minoría de
inconformistas e inadaptados que apenas merecen consideración.
En el artículo citado que utilizo como título para esta sección, Colin
Ward se pregunta: ¿Por qué asumir que todas las formas de organización
necesitan «gerentes», y que además estas personas deben recibir una
compensación mucho mayor que la de los simples trabajadores? Y argumenta
con algunos ejemplos que la idea de que un gran número de unidades
industriales autónomas pueda coordinar o federar sus actividades sin
necesidad de una autoridad no tiene nada de extraño. A mediados de la
década de 1960, la idea podía resultar mucho más transgresora que en la
actualidad. Hoy disponemos de medios de colaboración más sofisticados, y
muchos proyectos en el ámbito de la ciencia y el desarrollo tecnológico,
como los proyectos de software de código abierto, demuestran que la
autoorganización a gran escala es posible y que sus productos no solo
son comparables a los producidos bajo modelos jerárquicos, sino que,
como es el caso de Linux o Wikipedia, son superiores. Si aún nos quedaba
alguna duda, la pandemia, por desgracia, nos ha demostrado que el
teletrabajo y la colaboración a distancia son posibles en muchos más
casos de los que hasta ahora la mayoría de las corporaciones admitían.
Meditemos sobre las razones e implicaciones.
Colin Ward establece cuatro principios que me parecen pertinentes como
requisitos de cualquier proyecto de organización realista y compatible
con los ideales de libertad. Su encaje con mucho de lo ya dicho hasta el
momento debería resultar evidente. En esencia, son una forma de dar el
paso a un sistema basado en equipos de trabajo (task force) temporales:
1. Voluntarios. Nadie es miembro de manera forzosa.
2. Funcionales. Existe un propósito, un objetivo bien definido.
3. Temporales. Con límites temporales precisos.
4. Pequeños (o limitados). Un tamaño que no comprometa su temporalidad
ni su relación con otros proyectos o el conjunto de la sociedad.
Es evidente que la aplicación de estos principios puede requerir un
desarrollo prolijo y que no estará exento de dificultades y compromisos.
Exactamente igual que cualquier otro sistema organizativo. Puede que lo
pequeño no siempre sea bello y, con seguridad, no existe una única forma
de hacer u organizar y mucho menos una forma ideal de organización.
Precisamente, por esa razón la organización debe poderse diseñar y
adaptar a medida, con precisión. Por eso es vital poder ensayar.
Las ideas de Ward pueden haberse adelantado a su tiempo y pueden ser un
buen ejemplo del tipo de ideas en el banquillo a las que me refería al
principio de este ensayo. Prácticas como el Agile management —antes de
verse pervertidas por el ensordecedor bombo que rodea la tecnología— en
el desarrollo de software incluyen elementos evidentes de
autoorganización. Empresas como Zappos han hecho bandera de la
holocracia. En el ámbito de la gestión empresarial, no me cabe duda de
que la autoorganización solo puede ganar adeptos y terreno (Swann y
Stoborod, 2014; Hamel y Zanini, 2020).
Sobre el carácter voluntario merece la pena insistir en que la
participación o adhesión a cualquier tipo de grupo, iniciativa o
colectivo en el sentido más amplio posible debería estar siempre sujeta
a la libre opción y contratación entre las partes. Este es un principio
de los movimientos anarquistas de mercado que me parece esencial. Una de
las grandes ideas que invocamos a menudo y que articula nuestra sociedad
es la del contrato social.[7] Un contrato nunca firmado me parece una
trampa conceptual. La idea de que no es posible acordar voluntariamente
ciertas normas o reglas me parece, en el mejor de los casos, otra idea
anticuada; en el peor, una forma encubierta de dictadura que damos por
buena. Cualquier acción en una sociedad libre debe estar sujeta a la
libre contratación (Murphy, 2010).
A continuación enumero de manera sucinta siete ideas para la
anarcoutopía. Siete piezas para mi puzle o mecano. Cinco de ellas son
ejemplos de sistema anárquico, es decir, autoorganizado, sin jerarquía.
Algunos, como los habilitados por la revolución de la información son
recientes y en pleno desarrollo, en algún caso como Blockchain aún
emergente. El enjambre es un modelo de organización sencillo que existe
en múltiples formas en la naturaleza y ha servido como inspiración
(metaheurística) para algoritmos de optimización. La ciencia es un caso
intermedio que comparte características con alguno de estos modelos. La
estigmergia es un mecanismo extremo de coordinación anárquica, cuyo
potencial estamos empezando a comprender. Y la posibilidad de modelar
matemáticamente y simular sistemas complejos es una herramienta de apoyo
para facilitar ensayos y la toma de decisiones.
He elegido siete de manera completamente arbitraria. No son
independientes ni excluyentes y, de hecho, algunas de ellas guardan
relación entre sí o se complementan. Mi objetivo no es presentar una
panorámica coherente, mucho menos un proyecto cerrado o una hoja de
ruta. Es únicamente incitar a la reflexión y presentar un primer
catálogo de antiexcusas para la anarquía y la autoorganización. Sin
duda, harán falta muchas más piezas que deberán añadirse a este
catálogo, y espero que así ocurra.
El método científico es posiblemente el desarrollo más notable de la
historia moderna y la ciencia la empresa más ambiciosa de toda la
historia, un esfuerzo social y colectivo sostenido por una intrincada
división del trabajo cognitivo que se ha ido extendiendo progresivamente
a un número cada vez mayor de ámbitos de aplicación y ha contribuido a
crear nuestro modelo de progreso. El trabajo creativo de los
investigadores establece una forma de «validar» la verdad que nos
permite navegar por lo desconocido para aumentar el acervo de
conocimiento de manera sistemática, y usarlo para desarrollar nuevas
aplicaciones.
La forma de validar la verdad es la publicación de los resultados y la
crítica del resto de la comunidad científica. Los iguales, o pares,
analizarán y validarán los resultados de otros investigadores. Al igual
que Penélope, los científicos destejen cada día el conocimiento tejido
el día anterior. Constantemente llegan nuevas pruebas para enmendar la
sabiduría establecida. La superior capacidad explicativa o predictiva de
una hipótesis o teoría que no haya podido refutarse constituye el estado
del arte del conocimiento o la verdad. Pero esa verdad nunca está
cerrada, siempre está en disputa.
Huelga decir que la ciencia no es perfecta, que el método científico
tiene sus limitaciones, fundamentalmente el enorme coste de la revisión
por pares que obliga a una validación constante. La ciencia progresa por
ello con lentitud y hay quien cree que hoy podría estar avanzando a un
ritmo más lento de lo que sería posible debido al tamaño masivo de lo
que ya sabemos. La ciencia no puede producir conocimiento a la velocidad
que a veces esperamos de ella —como ha ocurrido durante la pandemia—. El
crecimiento en el número de artículos, en muchos casos incentivado por
la forma en que se evalúa a los investigadores, hace que sea cada vez
más difícil realizar un seguimiento de todas las publicaciones
relevantes para su trabajo.
La maquinaria de la ciencia no está exenta de la captura por parte de
intereses partidistas o corporativos, pero el sistema de validación,
como contrapartida a su alto coste, mantiene a raya la amenaza. Con
todas sus limitaciones, cabe afirmar que la ciencia es más productiva,
más robusta y está mejor «gobernada» que la mayoría de las
organizaciones y, por ende, cualquier organización de un tamaño
comparable y, en particular, los Gobiernos de las naciones
«democráticas».
Y como vemos, en la ciencia no hay autoridad. No hay dioses, ni reyes,
ni maestros, más allá del reconocimiento de la propia comunidad
científica y de la sociedad.
La filosofía del protocolo Blockchain es muy similar a la que inspira el
método científico. Si en el caso de la ciencia tenemos un modelo
completamente distribuido de producción y validación de conocimiento, en
el caso de Blockchain estamos ante un mecanismo igualmente distribuido y
anárquico diseñado para mantener un histórico de contratos validados.
En el caso de Blockchain es incluso más explícita que en la ciencia su
dependencia de un gran número de actores independientes y de la
necesidad de mantener su independencia y evitar la captura de un número
excesivo (más del 50 %) de ellos. Blockchain fue inicialmente
desarrollado en el contexto de creación de una moneda virtual que no
estuviera controlada por una entidad central y es un modelo ideal de
anarquía.
Como modelo de cómputo es tremendamente costoso e ineficiente, en
particular para competir con el sistema financiero actual. En cambio,
muestra la posibilidad de crear modelos de organización completamente
distribuidos y anárquicos que podrían tener aplicaciones en otros muchos
ámbitos y, en particular, hacer innecesarios los Gobiernos y sus
maquinarias burocráticas y jerárquicas para autenticar documentos,
contratos, licencias, propiedad intelectual y un largo etcétera.
El crowdsourcing es un modelo de aprovisionamiento por medio del cual
personas u organizaciones obtienen bienes y servicios, incluidas ideas,
votaciones, microtareas o financiación, por parte de un colectivo
amplio, en principio abierto, y que evoluciona de manera fluida para
adaptarse a las necesidades que se demandan. El crowdsourcing existía
antes de la era digital, pero su uso se ha generalizado en ciertas
aplicaciones gracias a Internet como gran habilitador.
El número y tipo de actividades que, en la actualidad, utilizan
mecanismos de crowsourcing es muy variado. En particular:
● Crowdfunding (financiación colectiva)
● Crowd creation (creación colectiva)
● Crowd voting (votación colectiva)
● Crowd wisdom (sabiduría colectiva)
● Crowd learning (aprendizaje colectivo)
Todos conocemos ejemplos de los proyectos y empresas que han explotado
esta forma de autoorganización. Su mayor o menor avance depende, en gran
medida, de los requisitos específicos del tipo de actividad, sus
implicaciones y los entornos regulatorios existentes. Pero no existe en
principio ninguna razón para pensar que no pueda extenderse a cualquier
actividad o tarea que precise incorporar recursos de manera puntual o
dinámica.
Ejemplos particularmente significativos de colaboración basados en
crowdsourcing son el desarrollo de proyectos de software libre o
Wikipedia.
Linux es el sistema operativo en el que se basan todos los sistemas
operativos de los dispositivos de consumo modernos, pero existen muchas
otras iniciativas de software libre, como Apache o Firefox, que han
alcanzado una masa crítica y un impacto muy superiores a los de
cualquier otro proyecto de desarrollo de software.
Por otra parte, Wikipedia superó en cuestión de meses la extensión y la
capilaridad de las enciclopedias existentes en el momento de su
aparición, en el año 2000, convirtiéndose, a pesar de los increíbles
retos que ha debido afrontar para mantener la coherencia y veracidad de
la información, en el principal referente de acceso mayoritario al
conocimiento.
Tanto los proyectos de desarrollo de software de código abierto como
Wikipedia pueden ser considerados ejemplos de gestión de sistemas
complejos masivos, que pueden ser analizados en detalle y utilizados
como modelos para el desarrollo de sistemas de colaboración, abiertos y
anárquicos con aplicabilidad en otros muchos ámbitos.
La inteligencia de enjambre es el comportamiento colectivo de sistemas
descentralizados, autoorganizados, naturales o artificiales. En su
sentido más amplio quiero referirme aquí a modelos del tipo de los
autómatas celulares. Un «enjambre» es una población de agentes simples
que interactúan localmente entre sí y con su entorno siguiendo reglas
muy simples, sin una estructura de control centralizada. La inspiración
para este tipo de sistemas proviene de sistemas biológicos naturales
como las colonias de insectos sociales (hormigas o termitas), las
bandadas de peces o pájaros (por ejemplo, estorninos) o la fauna
microbiana, cuyo comportamiento agregado es emergente, es decir, no
deducible de una manera inmediatamente evidente de las reglas y, de
alguna manera, sorprendente en tanto en cuanto manifiesta un
comportamiento sofisticado —¿inteligente?— que no es posible atribuir a
los agentes individuales.
Desde hace años, este tipo de comportamiento es objeto de estudio en el
ámbito de la inteligencia artificial. Su aplicación a los robots se
denomina robótica de enjambre. La predicción de enjambre se ha utilizado
en el contexto de problemas de pronóstico, y en un sentido amplio para
desarrollar algoritmos de optimización que, de manera similar al mercado
o la democracia, son capaces de dar solución a problemas complejos
(Eberhart et al., 2001).
Una organización de enjambre es un esfuerzo descentralizado y
colaborativo de voluntarios organizado en torno a un pequeño núcleo de
personas que sirven como andamiaje para involucrar a una gran cantidad
de voluntarios que cooperen en torno a un objetivo común. Con este
particular nombre y enfoque ha sido preconizada por organizaciones
activistas, como el Partido Pirata (Falkvinge, 2014).
La estigmergia es un mecanismo de coordinación indirecta entre agentes,
a través del medio ambiente en el que estos operan. El rastro dejado por
una acción individual desencadena una acción posterior de un mismo
agente o de otro agente diferente, sin que exista ningún tipo de
comunicación ni contacto directo entre ellos. La estigmergia es el
mecanismo que utilizan muchos insectos sociales, por ejemplo las
hormigas, para coordinarse y es también el utilizado en la tecnología de
la web para conseguir la persistencia de la información sobre los
usuarios y su actividad en la red. Las cookies son pequeñas piezas de
información que la visita a un sitio web deja almacenada en nuestro
dispositivo, y que podrán ser posteriormente consultadas por una
siguiente visita al mismo sitio web u otro diferente.
La estigmergia posibilita la coordinación de actividades complejas sin
ninguna necesidad de planificación, control, comunicación, presencia
simultánea o incluso conciencia mutua. Esto hace que el concepto sea
aplicable a una gran variedad de dinámicas, desde las reacciones
químicas hasta la cognición individual o, como hemos visto, la
colaboración que hace posible Wikipedia. El análisis de las
posibilidades que ofrece el concepto como mecanismo de autoorganización
se ha ido extendiendo a una gama cada vez más amplia de dominios, como
la robótica o nuestra propia sociedad. El entendimiento de sus
posibilidades es todavía muy limitado, pero todo apunta a que su
potencial sigue siendo subestimado (Heylighen, 2016).
Otra herramienta que nos ha dado la extraordinaria capacidad de
computación de la informática es la posibilidad de crear modelos y
simular sistemas de enorme complejidad. Como ya he comentado, uno de los
grandes problemas para innovar en cualquier ámbito es la necesidad de
ensayar, con el coste que ello tiene en términos de fracaso que, en el
caso de sistemas críticos o difícilmente replicables, pueden de facto
hacer indeseables o imposibles los ensayos.
Todo sistema de ensayo y error necesita modelos que ayudan a captar la
esencia del problema e interpretar los resultados del ensayo. Las
matemáticas son el aliado de la ciencia y han sido determinantes para
conseguir que el modelo científico se extienda a ámbitos diversos. Pero
las matemáticas no son una panacea y, en muchos casos, tratar con la
complejidad de los modelos matemáticos necesarios es una barrera. Este
ha sido el caso de las ciencias físicas durante prácticamente todo el
siglo xx, y en gran medida los modelos matemáticos son en la actualidad
una limitación en economía.
El avance de nuestra comprensión de los sistemas complejos y nuestra
capacidad de crear modelos de computación y simular ha supuesto un gran
avance en muchos campos del saber. El modelado de sistemas sociales
apenas ha comenzado a salir del terreno de la especulación, pero sin
duda avanzará, y no tengo ninguna duda de que los modelos matemáticos y
la capacidad de simulación pueden convertirse en herramientas muy útiles
para el diseño de sistemas y organizaciones diseñadas para abordar los
más variados propósitos.
A medida que seamos capaces de hacerlo de una manera más flexible y
robusta, nuestra capacidad para implementar algunos de los requisitos de
la anarcoutopía que se detallan a continuación será mayor.
Las instrucciones de montaje de la anarcoutopía deben entenderse y
deberán ser desarrolladas como condiciones de contorno o principios de
actuación. Como ocurre con las piezas enumeradas, esta lista de
instrucciones no está completa ni cerrada. La presento aquí como mera
sugerencia y primerísima aproximación a lo que debe ser la anarcoutopía.
Nadie debería vivir nunca bajo leyes o contratos que no acepte. El
objetivo de una educación y socialización anarcoutópicas debe ser
permitir a la persona aceptar o rechazar de manera consciente la
pertenencia a un colectivo, sea el que sea.
En su obra en construcción, Principia política, Nassim Nicholas Taleb
recoge literalmente como principio que «ninguna entidad, gubernamental o
de cualquier otro tipo, debería ser capaz de obligar a un individuo a un
sistema político o económico en contra de su voluntad» (Taleb). Los
individuos que no acepten ninguno de los modelos o contratos vigentes
deben ser libres de crear el suyo propio o vivir al margen de los
colectivos establecidos.
En un mundo hiperconectado —globalizado— la vinculación de Estados a
territorios es una entelequia insostenible. Más allá del hecho de que
somos entes físicos y debe respetarse nuestro derecho a tener un lugar
para vivir y desarrollarnos, la pertenencia de cualquier persona a
cualquier colectivo debe transcender las fronteras. Cualquier persona
debería poder pertenecer a cualquier tipo de colectivo que busque o
acepte «ciudadanos» para su causa. De la misma manera que uno puede
contribuir a Wikipedia o Linux desde cualquier parte del mundo, lo mismo
debería ocurrir para cualquier otra causa, excepto, lógicamente,
aquellas cuya naturaleza necesariamente esté vinculada a un lugar.[8]
dimensiones
Cualquier organización que perdura en el tiempo se convierte en un fin
en sí mismo, una burocracia esclerótica que corrompe sus objetivos
fundacionales y atrae todo tipo de parásitos. Es el caso de los partidos
políticos y de muchas empresas zombis. Cualquier organización debe tener
un alcance máximo en términos de recursos y tiempo y estar ligada a un
cometido concreto. Nuevamente, Taleb recoge esta misma idea como
principio: «No se debe crear una institución o agencia pública sin una
fecha de vencimiento». Lo hago extensible a cualquier otra dimensión.
En la transición a la anarcoutopía, empresas, partidos políticos y
cualquier otra organización deben ser revisadas, redefinidas y
replanteadas para acomodarse a este principio.
El rol de los partidos como agentes en los sistemas democráticos
modernos hace mucho tiempo que está superado. Los partidos se han
convertido, como cualquier otra organización que perdura en el tiempo,
en obstáculos que únicamente intentan perpetuarse en el poder y
apantallan la participación ciudadana y la toma de decisiones
relevantes. Cualquiera de las tareas con sentido que en la actualidad
llevan a cabo los partidos políticos debe poder ser sustituida con
ventaja por una fuerza de trabajo con un objetivo bien definido y
limitada en recursos y tiempo.
En un mercado realmente competitivo las empresas se extinguen de manera
natural. Todo apunta a que las empresas se parecen más a los organismos
biológicos mortales (Daepp et al., 2015) que a las inmortales ciudades
(Bettencourt et al., 2007). Eso significa que, en principio, garantizar
la libertad de mercado aseguraría la limitación en el tiempo de la
empresa, por pura mortalidad.
Existe, por otra parte, una diferencia esencial entre la empresa
emergente (start-up) como mecanismo para el ensayo y creación de nuevos
productos y modelos de negocio y la empresa establecida, cuyo objetivo
esencial es la optimización de procesos para asegurar la competitividad.
Con toda la ambigüedad que ello pueda suponer, ninguna empresa debe
tener poder para decantar el mercado a su favor.
Educación para la anarcoutopía
Es más rentable la inversión en educación que cualquier otra
alternativa. Los tiempos necesarios para el retorno de la inversión han
de ser considerados. El objetivo de la educación es hacer accesibles el
mayor número de ideas posibles al conjunto de las personas, pero sobre
todo poner los medios para que cualquier persona sea consciente de que
el número de ideas que puede albergar es limitado, que existen otras,
que es posible encontrarlas y que pueden llevar a puntos de vista y
soluciones diferentes. La educación debe ampliar el espacio de
posibilidades, no limitarlo. El objetivo de la educación no es crear
corderos mansos para el rebaño. En consecuencia, debe también crear una
conciencia de responsabilidad en la persona. Las personas libres somos
responsables de nuestros actos y está en nuestro interés comprender,
anticipar, decidir y mitigar riesgos.
En matemáticas (teoría de juegos) cuando ninguna estrategia es ideal o
existe más de una equivalente, siempre es posible crear una nueva
estrategia combinando las anteriores de manera probabilística. Alternar
en el tiempo y en el espacio puede ser una estrategia superior. De hecho
los defensores de los modelos bipartidistas como el americano en
realidad estarían muy próximos a esta idea si no la hubieran prostituido
por medio de partidos que persiguen perpetuarse ad infinitum.
El éxito de este ensayo será extenderse, sin ánimo alguno de
perpetuarse, para producir una lista larga de requisitos o principios
para la anarcoutopía, para mantener vivas las instrucciones de montaje
hasta que el proyecto pueda volar por sí solo. Existen iniciativas, como
la ya citada de N. N. Taleb, que, partiendo de premisas muy diferentes,
llegan a planteamientos similares. Será necesario ampliar al máximo su
perspectiva y buscar alianzas.
«Otro mundo no solo es posible, sino que ya está en camino. En un día
tranquilo, puedo escuchar su respiración».
Arundhati Roy.
Me cuesta mucho imaginar un siglo xxi en el que continuaremos mirando a
la ciencia y a la tecnología confiando en que seremos capaces de
alcanzar sueños de muy largo recorrido, como la colonización del
espacio, la inteligencia artificial o incluso la inmortalidad, un siglo
xxi en el que flirteamos con la idea de la singularidad, mientras
seguimos constreñidos por una política raquítica o momificada, anclados
a viejos modos de hacer por ideas que han acabado convirtiéndose en
cadenas para el pensamiento.
Sé que puede resultar tópico concluir este ensayo con una idea repetida
a menudo por personas y movimientos muy diversos: otro mundo es posible.
Pero quiero hacerlo como guiño y tributo a David Graeber. Creo que ha
sido el prototipo de anarquista moderno, de persona que ve más allá de
los muros del pensamiento establecido. Descubrí a Graeber cuando comencé
a pensar sobre el progreso y analizar en qué medida hemos progresado a
lo largo de la historia y, en particular, durante los últimos cincuenta
años. Encontré que compartíamos muchos planteamientos y ha sido, desde
luego, una fuente de inspiración. Cuando comencé a escribir este ensayo
no pensé que antes de concluirlo tendría que referirme a él en pasado.
Por desgracia, hace solo unos días David Graeber nos dijo adiós.
Por eso quiero concluir parafraseando una de sus reflexiones en
Fragmentos de antropología anarquista: Esto es de lo que va este
panfleto. De asumir que «otro mundo es posible», que instituciones como
el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriarcado[9] no son
inevitables, que otro mundo en el que no existan es posible y que en él
todos viviríamos mejor. Comprometerse con esta idea es prácticamente un
acto de fe. Ese mundo radicalmente mejor quizás no sea posible, pero
mientras no podamos demostrarlo, nos estaríamos traicionando al
persistir en la justificación de los errores y limitaciones que nos han
conducido al gran lío en el que estamos metidos.
Seré sincero. Me cuesta ser optimista. No, no oigo como Arundhati Roy la
respiración de ese mundo mejor, ni siquiera en un día tranquilo. Pero
tengo una corazonada. Lo siento en el vientre. Si el progreso va a
continuar, será con una buena dosis de anarcoutopía.
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https://ideasyficciones.pacojariego.me/
[1] Eusocial, o «verdaderamente social», es una organización que combina
tres rasgos: sus miembros adultos se dividen en castas reproductivas y
trabajadores parcial o totalmente improductivos; los adultos de dos o
más generaciones coexisten en los mismos nidos; y los trabajadores no
reproductivos o menos reproductivos cuidan a los jóvenes (Wilson y
Hölldobler, 2008).
[2] Al citar a Bakunin, me he detenido en la declaración esencial de
amor por la libertad, porque de haber continuado, habría incorporado ya
motivos de discrepancia.
[3] El anarquismo y propuestas como la cibernética organizacional de
Stafford Beer forma parte de los actuales estudios críticos de la
gestión (critical management studies). Ver por ejemplo Land y King
(2014).
[4] Una idea muy probablemente en línea con el más puro marxismo y el
materialismo histórico. Y ciertamente, Marx y Engels parecen haber
tenido esta misma intuición sobre la relevancia de las ideas, aunque
luego ellos mismos y sus innumerables seguidores y exégetas se
estancaran en algunas particularmente perniciosas.
[5] Tal como describe otra de las utopías de este volumen («Abrazar un
árbol»).
[6] SARS-CoV-2, covid-19.
[7] Algunas ideas muy relacionadas en otra de las utopías en este
volumen («El nuevo contrato social»).
[8] Como bien ha apuntado alguno de los utópicos que contribuyen a este
volumen, las fronteras no deben entenderse en su sentido geográfico más
restrictivo, sino como una metáfora de límites arbitrarios en su sentido
más amplio.
[9] «El retorno de Eros», en este volumen.