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Title: La Gioia Armata
Author: Alfredo M. Bonnano
Date: 1993
Language: en
Topics: anarquismo, insurreccionalista
Source: http://www.nodo50.org/ellibertario/textos.html

Alfredo M. Bonnano

La Gioia Armata

La Gioia Armata

 

En parís, 1848, la revolución fue una fiesta sin un principio o final.

Bakunin

 

I

 

¿Por qué diablos estos benditos muchachos disparan a Montanelli en las

piernas? ¿No habría sido mejor haberle disparado en la boca?

Por supuesto que sí. Pero además habría sido más grave. Más vengativo y

sombrío. Dejar coja a una bestia como esa, puede tener un lado más

significativo, más profundo, que va más allá de la venganza, del castigo

por la responsabilidad de Montanelli, periodista fascista y siervo de

los amos.

Lisiarle significa obligarle a claudicar, hacerle recordar. Por otra

parte, es una diversión más agradable que dispararle en la boca, con

pedazos de cerebro saliendo a chorros por los ojos.

El compañero que cada mañana e levanta para ir a trabajar, que se pone

en camino en la niebla y camina hacia la sofocante atmósfera de la

fábrica, o la oficina, para volver a ver las mismas caras: el capataz,

el cronometrador, el espía de turno, el

estakhanovista-con-siente-niños-que-mantener, siente la necesidad de

revolución, de lucha y de choque físico, incluso mortal. Pero además

siente que todo esto le debe aportar algo de placer ahora, no después. Y

nutre este placer con sus fantasías, mientras camina cabizbajo en la

niebla, mientras pasa horas en trenes o tranvías, mientras se ahoga bajo

las inútiles prácticas de la oficina o ante los inútiles tornillos que

sirven para mantener los inútiles mecanismos del capital juntos.

El placer remunerado, fines de semana libres o vacaciones pagadas por el

jefe, es como pagar para hacer el amor. Parece lo mismo, pero hay algo

que falla.

Cientos de discursos se apilan en libros, panfletos y periódicos

revolucionarios. Es necesario hacer esto, es preciso hacer aquello, hay

que ver las cosas así, como dijo éste o como dijo aquél, porque ellos

son los verdaderos intérpretes de estos o aquellos del pasado, estos en

letras mayúsculas que llenan los sofocantes volúmenes de los clásicos.

También es necesario tener estos a mano. Forma parte de la liturgia. El

no tenerlos podría ser un mal signo, sería sospechoso. De acuerdo que

tenerlos a mano puede ser útil, siendo volúmenes pesados siempre se

pueden usar para tirárselos a la cara a algún pelmazo. No una nueva,

pero no obstante una agradable confirmación de la validez de los textos

revolucionarios del pasado (y del presente).

Nunca hay nada sobre el placer de estos tomos. La austeridad del

claustro no tiene nada que envidiar de la atmósfera que uno respira en

sus páginas. Sus autores, sacerdotes de la revolución de la venganza y

el castigo, pasan su tiempo pesando y contabilizando culpas y penas.

Por otra parte, estos vestales en vaqueros han hecho voto de castidad,

por tanto lo esperan y lo imponen. Quieren ser recompensados por su

sacrificio. Primero abandonaron los cómodos ambientes de su clase de

origen, después pusieron su capacidad al servicio de los desheredados,

después se han acostumbrado a utilizar un lenguaje que no es el suyo y a

soportar sábanas sucias y camas sin hacer. Por tanto, que les escuchen,

al menos.

Sueñan con revoluciones ordenadas, principios pulcramente elaborados,

anarquía sin turbulencias. Cuando la realidad toma un giro diferente

empiezan a gritar “provocación”, vociferando hasta hacerse escuchar por

la policía.

Los revolucionarios son gente devota. La revolución no.

 

 

 

 

Llamo a un gato un gato

Boileau

 

II

 

Todos estamos preocupados con el problema revolucionario de cómo y qué

producir, pero nadie habla del producir como problema revolucionario.

Si la producción es la base de la explotación capitalista, cambiar el

modo de producción significa cambiar el modo de explotación, no

eliminarla.

Un gato, aunque lo pintes de rojo, es siempre un gato.

El productor es sagrado. No se toca. Santifica, mejor, su sacrificio, en

nombre de la revolución, y el juego está hecho.

¿Y qué comeremos?, se preguntan los más preocupados. Pan y estopa,

responden los realistas simplificadores, con un ojo en la olla y otro en

el fusil. Ideas, responden los chapuceros idealistas, con un ojo en el

libro de los sueños y otro en el género humano.

Cualquiera que toca la productividad muere.

El capitalismo y aquellos que luchan contra él, se sientan el uno junto

al otro sobre el cadáver del productor, con tal de que el mundo de la

producción continúe.

La crítica de la economía política es una racionalización del modo de

producción con el mínimo esfuerzo (de aquellos que disfrutan de los

beneficios de la producción). El resto, aquellos que sufren la

explotación, deben tener cuidado de que nada falte. Si no, ¿cómo

viviríamos?

Cuando sale a la luz, el hijo de la oscuridad no ve nada, como cuando

andaba a tientas en la oscuridad. El placer le ciega. Le mata. Así que

dice que es una alucinación y lo condena.

Los burgueses, panzudos y mantecosos, gozan de su opulento no hacer

nada. Gozar es, por tanto, pecaminoso. Eso significa compartir los

mismos estímulos que la burguesía y traicionar a los del proletario

productor.

No es verdad. Lo burgueses hacen enormes esfuerzos para mantener el

proceso de explotación en marcha. También ellos están estresados y nunca

encuentran tiempo para el placer. Sus cruceros son ocasiones para nuevas

inversiones, sus amantes son quintas columnas para conseguir información

de la competencia.

La diosa productividad mata incluso a sus humildes servidores. Arranca

sus cabezas, nada más que saldrá un diluvio de inmundicia.

El hambriento desgraciado abriga sentimientos de venganza cuando ve al

rico rodeado de sus siervos. Destruir al enemigo antes que nada. Pero

que el botín se salve. La riqueza no se debe destruir, se debe utilizar.

No importa lo que sea, qué forma o qué perspectivas de empleo permita.

Lo que cuenta es arrancársela al que actualmente la detenta, para

disponer todos libremente de ella.

¿Todos? Por supuesto, todos.

¿Y cómo ocurrirá esto?

Con la violencia revolucionaria.

Bonita respuesta. Pero, en concreto, ¿qué haremos después de haber

cortado tantas cabezas que nos aburramos? ¿Qué haremos cuando no

encontremos más patrones aunque los busquemos con linterna?

Entonces será el reino de la revolución. A cada cual según sus

necesidades, de cada cual según sus posibilidades.

Presta atención, compañero. Aquí huele a contabilidad. Se habla de

consumo y producción. Seguimos en la dimensión de la productividad. La

aritmética hace que nos sintamos seguros. Dos y dos son cuatro. Nadie

podrá desmentir esta “verdad”. Los números gobiernan el mundo. Si lo han

hecho desde siempre ¿por qué no deberían hacerlo por siempre?

Todos necesitamos algo sólido y duro. Piedras sobre las que construir un

muro contra los impulsos que empiezan a ahogarnos. Todos necesitamos

objetividad. El patrón jura por su cartera, el campesino por su arado,

el revolucionario por su pistola. Abre un respiradero crítico y todo el

andamiaje objetivo caerá.

En su pesada objetividad, el mundo cotidiano nos condiciona y nos

reproduce. Todos somos hijos de la banalidad diaria. Incluso cuando

hablamos de “cosas importantes” como la revolución, nuestros ojos están

todavía pegados al calendario. El patrón teme la revolución porque le

privaría de su riqueza, el campesino hará la revolución para conseguir

un pedazo de tierra, el revolucionario para verificar su teoría.

Si se ve el problema en estos términos, no hay diferencia entre cartera,

tierra y teoría revolucionaria. Estos objetos son puramente imaginarios,

espejos de la ilusión humana.

Sólo la lucha es real.

Distingue al patrón del campesino y establece la alianza entre éste y el

revolucionario.

Las formas organizativas de la producción de objetos son los vehículos

ideológicos que cubren la sustancial ilusión de la identidad individual.

Esta identidad viene proyectada en la imaginación económica del valor.

Un código establece su interpretación. Algunos elementos de este código

están en manos de los patronos, como hemos aprendido con el consumismo.

También la tecnología de la guerra psicológica y la represión total son

elementos de una interpretación del ser hombres a condición de ser

productores.

Otros elementos del código están disponibles para un uso modificativo.

No revolucionario, sino simplemente modificativo. Pensemos, por ejemplo,

en el consumismo de masa que ha sustituido al consumismo de lujo en los

últimos años.

Pero luego hay otras formas más refinadas, El control autogestionado de

la producción es otro elemento del código de la explotación.

Y así sucesivamente. Si a alguien se le ocurre organizarme la vida,

nunca podrá ser mi compañero. Si intentan justificar esto con la excusa

de que alguien debe “producir” o todos perderemos nuestra identidad de

seres humanos y seremos vencidos por la “salvaje naturaleza”,

contestamos que la relación hombre-naturaleza es un producto de la

burguesía marxista iluminada. ¿Por qué quieren convertir una espada en

una horca

*

? ¿Por qué el hombre debe siempre procurar distinguirse de la

naturaleza?

 

Los hombres, si no alcanzan lo que es necesario, se fatigan por lo que

es inútil.

Goethe

 

III

 

El hombre necesita muchas cosas.

Esta afirmación se interpreta normalmente en el sentido de que el hombre

tiene necesidades, y que está obligado a satisfacerlas.

Se tiene, de este modo, la transformación del hombre de una unidad bien

precisa históricamente en una dualidad (medio y fin al mismo tiempo). En

efecto, se realiza en la satisfacción de sus necesidades (es decir en el

trabajo) y es, por tanto, el instrumento de su propia realización.

Cualquiera puede ver cuánta mitología se oculta en estas afirmaciones.

Si el hombre no se diferencia de la naturaleza sin el trabajo, ¿cómo

puede realizarse en la satisfacción de sus necesidades? Para hacer esto

debería ser ya hombre, por tanto debería haber satisfecho sus

necesidades, por tanto no debería tener necesidad de trabajar.

La mercancía construye por sí misma la profunda utilidad del símbolo. Se

convierte así en punto de referencia, en unidad de medida, en valor de

cambio. Empieza el espectáculo. Se asignan los papeles. Se reproducen.

Hasta el infinito. Sin modificaciones dignas de mención, los actores se

empeñan en recitar.

La satisfacción de las necesidades se convierte en efecto reflejo,

marginal. Lo más importante es la transformación del hombre en “cosa” y

con el hombre todo lo demás. La naturaleza se convierte en “cosa”.

Usada, es corrompida y los instintos vitrales del hombre junto con ella.

Un abismo se abre entre el hombre y la naturaleza, que se debe rellenar.

La expansión del mercado mercantil se encarga de eso. El espectáculo se

expande hasta el punto de devorarse a sí mismo junto a sus

contradicciones. El escenario y el público entran en una misma

dimensión, proponiéndose a un nivel superior, más amplio, del

espectáculo mismo, y así hasta el infinito.

Quienes escapan al código mercantil no reciben su objetivización y caen

“fuera” del área real del espectáculo. A estos se les señala. Están

rodeados por alambres de espino. Si no aceptan la propuesta de

englobarlos, si rechazan un nuevo nivel de codificación, se los

criminaliza.

Su “locura” es evidente. No está permitido negar lo ilusorio en un mundo

que ha basado la realidad en ilusión, lo concreto en lo ficticio.

El capital gestiona el espectáculo sobre la base de las leyes de la

acumulación. Pero nada se puede acumular indefinidamente. Ni siquiera el

capital. Un proceso cuantitativo absoluto es una ilusión, una ilusión

cuantitativa. Los amos entienden esto perfectamente. La explotación

adopta formas y modelos ideológicos, precisamente para garantizar, de un

modo cualitativamente diferente, esta acumulación, ya que no puede

continuar indefinidamente en el aspecto cuantitativo.

El hecho de que el proceso entero sea paradójico e ilusorio es algo que

no le importa mucho al capital, porque es precisamente él quien lleva

las riendas y fija las reglas. Si tiene que vender ilusión por realidad

y eso hace dinero, entonces vamos a seguir sin hacer demasiadas

preguntas. Son los explotados los que pagan la cuenta. Así que depende

de ellos advertir la ilusión y preocuparse d reconocer la realidad. Para

el capital las cosas están bien como están, aunque estés basadas en el

mayor espectáculo del mundo.

Los explotados casi sienten nostalgia por esta ilusión. Han crecido

acostumbrados a sus cadenas y se han aficionado. De vez en cuando sueñan

con sublevaciones fascinantes y baños de sangre, pero luego se dejan

engañar por los discursos de los nuevos líderes políticos. El partido

revolucionario extiende la perspectiva ilusoria del capital a horizontes

que nunca podría alcanzar por sí mismo.

Y entonces la ilusión cuantitativa hace estragos.

Los explotados se unen, se cuentan, se suman, escriben sus conclusiones.

Los fieros slogans hacen que los corazones burgueses se estremezcan.

Cuanto mayor sea el número más se pavonearán arrogadamente los líderes y

más exigentes se convertirán. Elaboran programas de conquista. El nuevo

poder se prepara para extenderse sobre los despojos del viejo. El alma

de Bonaparte sonríe satisfecha.

Por supuesto, se programan cambios profundos en el código de las

ilusiones. Pero todo se tiene que someter al símbolo de la acumulación

cuantitativa. Crecen las fuerzas militantes, por tanto las pretensiones

de la revolución. De la misma manera, la tasa de las ganancias sociales

que está tomando el lugar de las ganancias privadas debe crecer. Así el

capital entra en una nueva fase ilusoria y espectacular. Las viejas

necesidades atacan bajo nuevas etiquetas. La diosa productividad sigue

dominando sin rivales.

Qué bonito es contarnos. Hace que nos creamos fuerte. Los sindicatos se

cuentan. Los partidos se cuentan. Los amos se cuentan. Contémonos

también nosotros. El corro de la patata.

Y cuando paremos de contarnos intentemos dejar las cosas como estaban.

Si el cambio es necesario, hagámoslo sin molestar a nadie. Se penetra

muy fácilmente en los fantasmas.

La política reaparece periódicamente. A menudo el capital encuentra

soluciones geniales. Entonces la paz social nos golpea. El silencio del

cementerio. La ilusión se generaliza de un modo tal que el espectáculo

absorbe casi todas las fuerzas posibles. Todo enmudece. Después se

releen los defectos y la monotonía de la puesta en escena. La cortina se

levanta en situaciones imprevistas. La máquina capitalista acusa los

golpes. Entonces redescubrimos el empeño revolucionario. Ocurrió en el

sesenta y ocho. Todo el mundo con los ojos desorbitados. Todos

ferocísimos. Octavillas por todas partes. Montañas de octavillas y

panfletos y papeles y libros. Viejos matices ideológicos alineados como

soldaditos de plomo. También los anarquistas se redescubrieron a sí

mismos. Y lo hicieron históricamente, de acuerdo con las necesidades del

momento. Todos torpes. Los anarquistas también, torpes. Algunas personas

se despertaron de su espectacular sueño, y buscando alrededor espacio y

aire que respirar, viendo a los anarquistas dijeron: ¡por fin! aquí

están con los que quiero estar. Poco después se dieron cuenta de su

estupidez. Tampoco en esa dirección las cosas fueron como habrían debido

ir. Allí también: estupidez y espectáculo. Y entonces alguno huía. Se

encerraba en sí mismo. Se apeaba. Aceptaba el juego del capital. Y si no

aceptaba era desterrado, incluso por los anarquistas.

La máquina del 68 produjo los mejores sirvientes civiles del nuevo

Estado tecnoburocrático. Pero además también produjo sus anticuerpos.

Los procesos de la ilusión cuantitativa se hicieron visibles. Por una

parte recibieron nueva linfa para construir una nueva visión del

espectáculo mercantil. Por otra sufrieron resquebrajaduras.

Se ha vuelto evidente la inutilidad de la confrontación al nivel de

producción. Tomad las fábricas, y los campos, y las escuelas, y los

barrios, y autogestionadlos, decían los viejos anarquistas. Destruyamos

el poder en toda sus formas, añadían justo después. Pero sin penetrar

más a fondo, no mostraban la verdadera realidad de la lacra. Aunque

conscientes de su gravedad y su extensión, prefirieron ignorarla,

poniendo sus esperanzas en la espontaneidad creadora de la revolución.

Sólo que querían esperar los resultados de esta espontaneidad con las

manos sobre los medios de producción. Ocurra lo que ocurra, sea cual

fuere la forma creativa que tome la revolución, debemos tener los medios

de producción. Y para hacer eso empezaron a aceptar todo tipo de

compromisos. Para no alejarse demasiado del lugar de decisiones

espectaculares terminaron creando otra forma de espectáculo, algunas

veces incluso más macabro.

La ilusión espectacular tiene sus reglas. Quien quiera gestionarla tiene

que someterse a ellas. Debe conocerlas, imponerlas y jurar sobre ellas.

Quien no produce no es un hombre, la revolución no es para él. ¿Por qué

deberíamos tolerar parásitos? ¿Deberíamos ir a trabajar en su lugar

quizás? ¿Deberíamos asegurar su supervivencia? Además, ¿toda esa gente

sin ideas claras y con pretensión de hacer lo que les apetezca, no

resultaría ser “objetivamente” útiles a la contrarrevolución? Por tanto

será mejor atacarles inmediatamente. Sabemos quienes son nuestros

aliados, de qué lado queremos ponernos. Si queremos dar miedo, entonces

vamos a hacerlo juntos, organizados y en perfecto orden, y que nadie

ponga los pies en la mesa o se baje los pantalones.

Organicemos nuestras organizaciones específicas. Formemos militantes que

conozcan perfectamente las técnicas de lucha en los sectores de

producción. Sólo los que produzcan harán la revolución, y nosotros

estaremos allí para impedir que hagan bobadas.

No, no todo está equivocado. ¿De qué modo podríamos impedirles hacer

bobadas? En el plano del espectáculo ilusorio de la organización hay

algunos que son capaces de hacer más ruido que nosotros. Y tienen

aliento de sobra. Lucha en el lugar de trabajo. Lucha por la defensa del

empleo. Lucha por la producción.

¿Cuándo romperemos el cerco? ¿Cuándo pararemos de perseguirnos el rabo?

 

 

 

 

El hombre deforme siempre encuentra espejos que le hacen bello.

De Sade

 

IV

 

¡Qué locura es el amor al trabajo!

Qué gran habilidad escénica la del capital, que ha sabido hacer que el

explotado ame la explotación, el ahorcado la cuerda y el esclavo las

cadenas.

Esta idealización del trabajo ha sido la muerte de la revolución hasta

ahora. El movimiento de los explotados ha sido corrompido por la

moralidad burguesa de la producción, la cual no es sólo ajena al

movimiento sino contraria a éste. No es casualidad que los sindicatos

fueran los primeros en ser corrompidos, precisamente por su mayor

cercanía a la gestión del espectáculo de la producción.

Es necesario oponer la estética del no trabajo a la ética del trabajo.

Debemos oponer a la satisfacción de necesidades espectaculares impuestas

por la sociedad mercantil la satisfacción de las necesidades naturales

del hombre revalorizadas a la luz de la necesidad primaria y esencial:

la necesidad de comunismo.

De este modo la valoración cuantitativa de la presión que las

necesidades ejercen sobre el hombre se desmorona. La necesidad de

comunismo transforma todas las otras necesidades y su presión sobre el

hombre.

La miseria del hombre objeto de la explotación, ha sido vista como base

de la redención futura. El cristianismo y los movimientos

revolucionarios se dan la mano a través de la historia.

Debemos sufrir para conquistar el paraíso o para adquirir la conciencia

de clase que nos llevará a la revolución. Sin la ética del trabajo la

noción marxista de “proletario” no tendría sentido. Pero la ética del

trabajo es un producto del mismo racionalismo burgués que permitió a la

burguesía conquistar el poder.

El corporativismo vuelve a salir a la superficie, a través de la malla

del internacionalismo proletario. Todos luchan dentro de un propio

sector. Como mucho establecen contratos con sectores similares de otros

países, a través de los sindicatos. A las monolíticas multinacionales se

oponen monolíticos sindicatos internacionales. Hagamos la revolución,

pero salvemos la máquina, el instrumento de trabajo, ese objeto mítico

que reproduce la virtud histórica de la burguesía, ahora en manos del

proletario.

El heredero de los destinos de la revolución es el sujeto destinado a

convertirse en el consumador y actor principal del espectáculo futuro

del capital. La clase revolucionaria, idealizada a nivel de conflicto de

clase como beneficiaria de su resultado, se desvanece en el idealismo de

la producción. Cuando los explotados son recluidos dentro de una clase

que se han confirmado ya todos los elementos de la ilusión espectacular,

los mismos de la clase burguesa.

El único camino que los explotados pueden tomar para escapar del

proyecto globalizador del capital es el que pasa por el rechazo del

trabajo, de la producción y de la economía política.

Pero el rechazo del trabajo no se debe confundir con “falta de trabajo”

en una sociedad basada en el trabajo. El marginado busca trabajo. No lo

encuentra. Se le empuja a la guetización. Es criminalizado. Todo esto

forma parte de la gestión del espectáculo productivo como un todo. Tanto

los que producen como los desempleados son indispensables para el

capital. Pero el equilibrio es delicado. Las contradicciones estallan y

producen varios tipos de crisis, en cuyo interior se produce la

intervención revolucionaria.

Por tanto, el rechazo del trabajo, la destrucción del trabajo, es la

afirmación de la necesidad de no-trabajo. La afirmación de que el hombre

puede autoproducirse y autoobjetivarse a través del no trabajo, a través

de los estímulos del no trabajo que le procura. La idea de destruir el

trabajo es absurda si se ve desde el punto de vista de la ética del

trabajo. Pero ¿cómo? Tanta gente está buscando trabajo, tanta sin

empleo, ¿y tú hablas de “destrucción del trabajo”? El fantasma luddita

aparece y pone a todos los

revolucionarios-que-han-leído-todos-los-clásicos a temblar de miedo. El

esquema del ataque frontal y cuantitativo a las fuerzas del capital debe

permanecer intacto. No importan los errores y sufrimientos del pasado,

no importan las vergüenzas y traiciones. ¡Adelante, mejores días

vendrán, de nuevo hacia delante!

Para espantar a los proletarios y empujarles a la atmósfera estancada de

las organizaciones de clase (partidos, sindicatos y movimientos

parásitos), basta con hacer ver dónde se anega hoy el concepto de

“tiempo libre”, de la suspensión del trabajo. El espectáculo ofrecido

por las organizaciones burocráticas del tiempo libre está hecho aposta

para deprimir incluso las imaginaciones más fértiles. Pero este modo de

actuar no es más que una cubierta ideológica, uno de los mucho

instrumentos de la guerra total que constituye la base del espectáculo

como un todo.

La necesidad de comunismo transforma todo. A través de la necesidad de

comunismo la necesidad de no trabajo pasa del aspecto negativo

(contraposición al trabajo) al positivo: la completa disponibilidad del

individuo ante sí mismo, la totalidad de expresarse libremente, ruptura

de todos los esquemas, incluso de aquellos considerados fundamentales e

indispensables, como el esquema de la producción.

Pero los revolucionarios son gente obediente y tienen miedo a romper

todos los esquemas, incluido el de la revolución si ésta constituye –en

cuanto esquema- un obstáculo a la plena realización de cuanto el

concepto significa. Tienen miedo de encontrarse sin arte ni parte.

¿Alguna vez te has encontrado con un revolucionario que no tenga un

proyecto revolucionario? ¿Un proyecto que esté bien definido y

presentado claramente a las masas? ¿Qué raza de revolucionario sería

aquella que pretendiera destruir el esquema, la envoltura, el fundamento

de la revolución? Golpeando los conceptos de cuantificación, clase,

proyecto, modelo, misión histórica y otras antiguallas similares, uno

podría correr el riesgo de no tener nada que hacer, de ser obligado a

actuar en la realidad, modestamente como cualquier otro. Como millones

de otros que están construyendo la revolución día a día sin esperar el

signo de un fatal vencimiento de plazos. Y para esto se necesita coraje.

Con los esquemas y los juegos cuantitativos se está en lo ficticio, esto

es en el proyecto ilusorio de la revolución, una amplificación del

espectáculo del capital; con la abolición de la ética productiva se

entra directamente en la realidad revolucionaria.

Es difícil incluso hablar sobre tales cosas porque no tiene sentido

hablar de ellas en las páginas de un tratado. Pero reducir estos

problemas a un análisis completo y definitivo sería perder el punto. Lo

mejor sería una discusión informal capaz de ocasionar esa sutil magia de

los juegos de las palabras.

Hablar seriamente del placer es una verdadera contradicción.

 

 

 

 

Las noches de verano son pesadas.

En las pequeñas habitaciones se duerme mal.

Es la vigilia de la guillotina.

Zo d’Axa

 

V

 

Los explotados también encuentran tiempo para jugar. Pero su juego no es

placer. Es una liturgia macabra. Una espera de la muerte. Una suspensión

del trabajo para descargar la violencia acumulada en el curso de la

producción. En el ilusorio mundo de la mercancía, jugar es también

ilusorio. Nos imaginamos que estamos jugando, mientras no se hace otra

cosa que repetir monótonamente los roles asignados por el capital.

Cuando nos hacemos conscientes del proceso de explotación lo primero en

que se piensa es en la venganza, lo último es el placer. La liberación

es vista como recomposición de un equilibrio roto por la perversidad del

capitalismo, no como la llegada de un mundo de juego que sustituirá al

mundo del trabajo.

Es la primera fase del ataque a los amos, la fase de la conciencia

inmediata. Lo que nos golpea son las cadenas, el látigo, los muros de

las prisiones, las barreras sexuales y raciales. Todo eso debe caer. Por

eso nos armamos y golpeamos al adversario, al responsable.

En la noche de la guillotina yacen las bases de un nuevo espectáculo, el

capital reconstruye sus fuerzas: primero caen las cabezas de los

patronos, después las de los revolucionarios.

Es imposible hacer la revolución sólo con la guillotina. La venganza es

la antecámara del poder. Quien quiera vengarse necesita un jefe. Un jefe

que le conduzca a la victoria y restaure la justicia herida. Y quien

quiere venganza se verá llevado a envidiar la posesión de lo que le han

quitado. Hasta la abstracción suprema, la expropiación de la plusvalía.

El mundo del futuro debe ser un mundo en el que todos trabajen. ¡Bien!

Entonces habremos impuesto la esclavitud para todos, excepto para

aquellos que la hacen funcionar y que, precisamente por esto, serán los

nuevos amos.

Sea como sea, los amos deben “pagar” por sus culpas. ¡Bien! Habremos

llevado de este modo la ética cristiana del pecado, de la condena y de

la expiación al interior de la revolución. Sin hablar de los conceptos

de “deuda” y “pago”, de clara derivación mercantil.

Todo esto forma parte del espectáculo. Cuando no se gestiona

directamente por el poder, puede ser reanudado fácilmente. El cambio de

papeles forma parte de las técnicas dramatúrgicas.

Puede ser indispensable atacar con sus armas de la venganza y el castigo

en un cierto nivel del enfrentamiento de clases. El movimiento puede no

tener otras. Es, entonces, el momento de la guillotina. Pero los

revolucionarios deben ser conscientes de los límites de estas armas. No

pueden hacer ilusiones ni ilusionar a los demás.

En el cuadro paranoico de una máquina racionalizadora como el capital,

el concepto de revolución de la venganza puede también entrar a formar

parte de las continuas modificaciones del espectáculo. El movimiento

aprende que la producción se desenvuelve gracias a la bendición de la

ciencia económica, pero en realidad se basa en la antropología ilusoria

de la separación de tareas.

No hay placer en el trabajo. Ni siquiera en el trabajo autogestionado.

La revolución no puede reducirse a una simple modificación de la

organización del trabajo. No sólo a eso.

No hay placer en el sacrificio, en la muerte, en la venganza. Como no

hay placer en contarse. La aritmética es la negación del placer.

Quien desea vivir no produce la muerte. La transitoria aceptación de la

guillotina conduce a la institucionalización. Pero al mismo tiempo,

quien ama la vida no abraza a su explotador. En caso contrario odiaría

la vida y amaría el sacrificio, el autocastigo, el trabajo y la muerte.

En el cementerio del trabajo siglos de explotación han acumulado una

montaña de venganza. Los jefes del movimiento revolucionario se sientan

impasibles en esta montaña. Estudian el mejor modo de beneficiarse de

ella. La carga de violencia vengadora debe ser dirigida hacia los

intereses de la nueva casta de poder. Símbolos y banderas. Slogans y

complicados análisis. El aparato ideológico se dispone a hacer lo que

sea necesario.

La ética del trabajo hace posible esta instrumentalización. Quienes aman

el trabajo quieren apoderarse de los medios de producción, no quieren

que se avance ciegamente. Saben por experiencia que los jefes han tenido

una fuerte organización de su parte para hacer posible la explotación.

Piensan que sólo una organización igualmente fuerte y perfecta podrá

hacer posible la liberación. Hagamos todo lo posible, la liberación debe

salvarse.

Qué inmenso engaño. La ética del trabajo es la ética cristiana del

sacrificio, la ética de los amos, gracias a la cual las masacres de la

historia se han sucedido con preocupante regularidad.

Esta gente no puede comprender que es posible no producir plusvalor, que

incluso pudiendo producirlo se puede rechazar hacerlo. Que es posible

afirmar contra el trabajo una voluntad no productiva, capaz de luchar no

sólo contra las estructuras económicas de los patronos sino también

contra las ideologías que atraviesan todo el pensamiento occidental.

Es indispensable entender que la ética del trabajo constituye también la

base del proyecto revolucionario cuantitativo. No tendría fundamento un

discurso en contra del trabajo hecho por organizaciones revolucionarias

metidas en la lógica del crecimiento cuantitativo.

La sustitución de la ética del trabajo por la estética del placer no

impide la vida, como tantos compañeros preocupados afirman. A la

pregunta ¿Qué comeremos? Se puede responder, con toda tranquilidad: “lo

que produzcamos”. Sólo que la producción no sería ya la dimensión en la

que el hombre se autodetermina, la producción pasaría a la esfera del

juego y del placer. Se podrá producir, no como algo separado de la

naturaleza, que una vez realizado reúne con ella. Sino como algo que es

la naturaleza misma. Por lo cual será posible parar de producir en

cualquier momento, cuando haya suficiente. Sólo el placer será

imparable. Una fuerza desconocida para las larvas civilizadas que

pueblan nuestra era. Una fuerza que multiplicará por mil el impulso

creativo de la revolución.

La riqueza social del mundo comunista no se mide por la acumulación de

plusvalía, aunque sea gestionada por una minoría llamada partido del

proletario. Esta situación reproduce el poder, negando el mismo

fundamento de la anarquía. La riqueza social comunista viene dada por la

potencialidad de la vida que se realiza tras la revolución. La

acumulación cualitativa, no cuantitativa (aunque sea gestionada por un

partido), debe sustituir a la acumulación capitalista. La revolución de

la vida sustituye a la mera revolución económica. La potencialidad

productiva a la producción cristalizada. El placer al espectáculo.

La negación del mercado espectacular de la ilusión capitalista impondrá

otro tipo de intercambio. Del ficticio cambio cuantitativo a uno real

cualitativo. La circulación no se basará en objetos ni por tanto en su

ilusoria reificación, sino en el sentido que los objetos tienen para la

vida. Y un sentido “para la vida” debe ser un sentido de vida, no de

muerte. Por tanto estos objetos estarán limitados al momento en que sean

intercambiados, y tendrán un significado diferente según las situaciones

que determinen el intercambio.

El mismo objeto podrá tener “valores” profundamente distintos. Se

personificará. Nada que ver con la producción tal y como la conocemos en

la dimensión del capital. El propio intercambio tendrá un sentido

diferente visto a través del rechazo a la producción ilimitada.

No existe el trabajo libre. No existe el trabajo integrado

(manual-intelectual). Lo que existe es la división del trabajo y la

venta de la fuerza de trabajo, es decir, el mundo capitalista de la

producción. La revolución será siempre y solamente la negación del

trabajo, la afirmación del placer. Toda tentativa de imponer la idea del

trabajo “sólo trabajo”, sin explotación, del “trabajo autogestionado” en

el cual los explotados se reapropian de la totalidad del proceso

productivo es una mistificación.

El concepto de la autogestión de la producción es válido sólo como

esquema de lucha contra el capital, de hecho no se puede separar del

concepto de autogestión de la lucha. Si se extingue la lucha, la

autogestión no es nada más que la autogestión de la explotación.

Realizada victoriosamente la lucha, la autogestión de la producción se

vuelve superflua, porque después de la revolución la organización de la

producción es superflua y contrarrevolucionaria.

 

 

 

 

En la medida en que te lanzas a ti

mismo, todo es destreza y fácil victoria; sólo si de

repente te conviertes en quien coge la pelota que

una eterna compañera de juegos te lanza, a

tu centro, en todas sus fuerzas, en uno de esos grandes

y divinos arcos de constructores de puentes,

sólo entonces saber cogerla, es una fuerza –no

tuya, de un mundo.

Rilke

 

VI

 

Todos creemos tener experiencia del placer. Cada uno de nosotros cree

haber gozado al menos una vez en la vida.

Sólo que esta experiencia de placer ha sido siempre pasiva. No ocurre

que gozamos. No podemos “desear” nuestro placer ni tampoco obligar al

placer a presentarse.

Todo esto, esta separación entre nosotros y el placer, depende de

nuestro estar “separados” de nosotros mismos, cortados en dos por el

proceso de explotación.

Trabajamos durante todo el año para obtener el “placer” de las

vacaciones. Cuando éstas llegan nos sentimos “obligados” a “divertirnos”

por el hecho de estar en vacaciones. Una forma de tortura como cualquier

otra. Lo mismo pasa con los domingos. Un día espantoso. El

enrarecimiento de la ilusión del tiempo libre nos muestra el vacío del

espectáculo mercantil en el que vivimos.

Buscar placer en las entrañas de cualquiera de las variadas “versiones”

del espectáculo capitalista sería una locura. Pero eso es exactamente lo

que el capital busca. La experiencia del tiempo libre programado por los

explotadores es letal. Te hace desear ir a trabajar. Uno acaba por

preferir una muerte cierta a una vida aparente.

Ningún placer real nos puede llegar a través del mecanismo racional de

la explotación capitalista. El placer no ha fijado reglas que lo

categoricen. Aun así, debemos desear el placer. De otro modo estaríamos

perdidos.

La búsqueda del placer es por esto un acto de voluntad. Un firme rechazo

de las condiciones fijadas por el capital, es decir, de sus valores. El

primero de estos rechazos es el rechazo al trabajo. La búsqueda del

placer sólo puede venir a través de la búsqueda del juego.

Así el juego asume un significado diferente del que estamos

acostumbrados a darle en la dimensión del capital. Como ociosidad

serena, el juego que se opone a las responsabilidades de la vida es una

falsa y distorsionada imagen de lo que realmente es. En la realidad de

lucha contra el capital, en el presente periodo del enfrentamiento y en

sus relativas contradicciones, el juego no es un “pasatiempo” sino un

arma de lucha.

Por una extraña ironía, los papeles están invertidos. Si la vida es algo

serio, la muerte es una ilusión, en cuanto que mientras estamos vivos la

muerte no existe. Ahora, el reino de la muerte, es decir, el capital,

que niega nuestra verdadera existencia como seres humanos y nos reduce a

“cosas”, es “aparentemente” muy serio, metódico, disciplinado. Pero su

paroxismo posesivo, su rigurosidad ética, su obsesión por hacer,

esconden una gran ilusión: el vacío total del espectáculo de la

mercancía, la inutilidad de la acumulación indefinida, el absurdo de la

explotación. Así la gran seriedad del mundo del trabajo y de la

productividad oculta una total carencia de seriedad.

Al contrario, la negación de este mundo obtuso, la búsqueda del placer,

del sueño, de la utopía, en su declarada “falta de seriedad”, oculta la

cosa más seria de la vida: la negación de la muerte.

Incluso en este lado de la barrera, en el enfrentamiento físico con el

capital, el juego puede asumir diversas formas. Se pueden hacer muchas

cosas “juguetonamente”, aunque muchas de las cosas que hacemos las

hacemos “seriamente”, llevando la máscara de muerte que hemos tomado

prestada del capital. El juego se caracteriza por el impulso vital,

siempre nuevo, siempre en movimiento. Actuando como lo hacemos cuando

jugamos cargamos nuestras acciones con este impulso. Nos liberamos de la

muerte. El juego nos hace sentir vivos. Nos da la emoción de la vida. De

la otra forma asumimos todo como un deber, como algo que “debemos”

hacer, como una obligación.

En esta emoción siempre nueva, totalmente opuesta a la alineación y la

locura del capital, podemos identificar el placer.

En el placer reside la posibilidad de ruptura con el viejo mundo y de

identificación de nuevos objetivos, de necesidades y valores diferentes.

Incluso aunque el placer, en sí mismo, no pueda considerarse el objetivo

del hombre, es indudable su dimensión privilegiada, voluntariamente

identificada, que hace diferente el enfrentamiento con el capital.

 

 

 

 

“La vida es tan aburrida que no tenemos otra

cosa que hacer que gastar nuestro sueldo en la

última falda o camisa. Hermanos y hermanas,

¿cuáles son vuestros deseos reales? ¿estar sentados

en un bar, la mirada distante y hacía,

aburrido, bebiendo un insípido café? O quizás

VOLARLO O PEGARLE FUEGO”

The angry brigade

 

VII

 

El gran espectáculo del capital nos ha engullido hasta el cuello.

Actores y espectadores de turno. Alternamos los papeles, cada uno se

queda boquiabierto mirando a los otros o hace que otros se fijen en uno.

Hemos subido todos a la carroza de cristal, aun cuando sabemos que no es

más que una calabaza. Las ilusiones de la madrina han anulado nuestra

conciencia crítica. Ahora debemos jugar el juego. Al menos hasta

medianoche.

Miseria y hambre siguen siendo los elementos propulsivos de la

revolución. Pero el capital está extendiendo el espectáculo. Pretende

introducir nuevos actores en escena. El mayor espectáculo del mundo

continúa sorprendiéndonos. Cada vez es más complicado y cada vez mejor

organizado. Nuevos payasos están listos para subir a la tribuna. Nuevas

fieras serán domadas.

Los defensores de lo cuantitativo, los amantes de la aritmética,

entrarán los primeros y serán cegados por los focos de las primeras

filas. Llevarán detrás de sí a las masas de la necesidad y las

ideologías del chantaje.

Pero lo que no podrán eliminar será su seriedad. El mayor peligro al que

harán frente será una sonrisa. En el interior del espectáculo del

capital el placer es mortal. Todo es lúgubre y funeral, todo es serio y

ordenado, todo es racional y programado, precisamente porque todo es

falso e ilusorio.

Además de las crisis, además de las contradicciones del subdesarrollo,

además de la miseria y el hambre, el capital deberá sostener la última

batalla, la decisiva, contra el aburrimiento.

También el movimiento revolucionario deberá librar sus batallas. No sólo

las tradicionales contra el capital, sino otras nuevas, contra sí mismo.

El aburrimiento lo está atacando desde dentro, lo está rompiendo,

haciéndolo asfixiante, inhabitable.

Dejemos solos a los que aman el espectáculo del capital. Aquellos que

están tranquilos y felices recitando hasta el final sus papeles. Esta

gente piensa que realmente las reformas pueden cambiar las cosas. Pero

esto es más una cubierta ideológica que otra cosa. Saben muy bien que

cambiar los papeles es una de las reglas del sistema. Ajustando las

cosas un poco en el momento se obtiene el resultado de ser útil al

capital.

Después está el movimiento revolucionario donde no faltan aquellos que

atacan verbalmente el poder del capital. Esta gente causa una gran

confusión, recurren a grandes frases pero no impresionan a nadie, mucho

menos al capital, que los usa socarronamente para la parte más difícil

de su espectáculo. En los momentos en que precisa su solista, hace salir

a escena a uno de estos personajes. El resultado es penoso.

La verdad es que es necesario romper el mecanismo espectacular de la

mercancía, entrando en el dominio del capital, en los centros de

coordinación, en el núcleo mismo de la producción. Imagina qué

maravillosa explosión de placer, qué gran salto creativo hacia delante,

qué extraordinario objetivo “sin objetivo”.

Sólo que es muy difícil traspasar el mecanismo del capital

placenteramente, con los símbolos de la vida. La lucha armada es, a

menudo, símbolo de muerte. No porque dé muerte a los amos y a sus

sirvientes, sino porque pretende imponer las estructuras de dominio de

la muerte. Concebida de manera diferente, realmente sería placer en

acción, cuando fuese capaz de romper las condiciones estructurales

impuestas por el mismo espectáculo de la mercancía como, por ejemplo, el

partido militar, la conquista del poder o la vanguardia.

He aquí al otro enemigo del movimiento revolucionario, la falta de

comprensión. Cerrazón ante las nuevas condiciones del conflicto. La

insistencia en imponer modelos pasados que ya se han convertido en parte

del espectáculo de la mercancía.

El desconocimiento de la nueva realidad revolucionaria alimenta un

desconocimiento teórico y estratégico de las capacidades revolucionarias

del movimiento mismo. Y no viene a cuento afirmar que hay enemigos tan

cercanos como para hacer necesaria una intervención inmediata, más allá

de las presiones internas de carácter teórico. Todo esto oculta la

incapacidad de afrontar la nueva realidad del movimiento, la incapacidad

de superar errores del pasado que tienen graves consecuencias en el

presente. Y esta cerrazón alimenta todo tipo de ilusiones políticas

racionalistas.

Las categorías de la venganza, del líder, del partido, de la vanguardia,

del crecimiento cuantitativo, tienen sentido en la dimensión de nuestra

sociedad, y es un sentido que favorece la perpetuación del poder. Si uno

ve las cosas desde el punto de vista revolucionario, es decir de la

eliminación total y definitiva de todo poder, estas categorías dejan de

tener sentido.

Moviéndonos dentro del no-lugar de la utopía, trastocando la ética del

trabajo en el aquí y ahora del placer realizado, nos encontramos en el

interior de una estructura del movimiento que está muy lejana de las

formas históricas de organización.

Esta estructura se modifica continuamente, escapando a toda tentativa de

cristalización. Se caracteriza por la autoorganización de los

productores en el lugar de trabajo, y la simultánea autoorganización de

las formas de lucha contra el trabajo. No tomar los medios de producción

a través de las organizaciones históricas, sino rechazar de la

producción a través del empuje de estructuras organizativas que se

modifican continuamente.

Lo mismo ocurre en la realidad no garantizada (parados, trabajo

temporal). Las estructuras emergen sobre la base de la autoorganización,

estimuladas por la huida del aburrimiento y la alineación. La

introducción de objetivos programados e impuestos por una organización

ajena a estas estructuras mataría al movimiento y lo regalaría al

espectáculo de la mercancía.

Muchos de nosotros estamos atados a esta visión de la organización

revolucionaria. Incluso los anarquistas, que rechazamos la organización

autoritaria, no dejan de reconocer validez a sus formaciones históricas.

Sobre esta base aceptamos que la realidad contradictoria del capital

puede ser atacada con medios similares. Lo hacemos porque estamos

convencidos de que estos medios son legítimos, emergentes del mismo

terreno del enfrentamiento con el capital. Rechazamos admitir que

alguien pueda no ver las cosas como nosotros lo hacemos. Nuestra teoría

es idéntica a la práctica y la estrategia de nuestras organizaciones.

Hay muchas diferencias entre nosotros y los autoritarios. Pero todas se

hunden ante nuestra fe común en la organización histórica. Se llegará a

la anarquía a través de la obra de estas organizaciones (las diferencias

–sustanciales- sólo aparecen a través de métodos aproximativos). Pero

esta fe demuestra algo muy importante: la pretensión de toda nuestra

cultura racionalista de explicar el movimiento de la realidad, y de

explicarlo de un modo progresivo. Esta cultura se basa en la idea de la

irreversibilidad de la historia y en la capacidad analítica de la

ciencia. Todo esto nos hace ver el momento presente como el punto de

confluencia de todos los esfuerzos del pasado, como el punto más alto de

la lucha contra el poder de las tinieblas (la explotación capitalista).

Así nosotros estaríamos, de un modo absoluto, más avanzados que nuestros

predecesores, capaces de elaborar y poner en práctica teorías y

estrategias organizativas que serían resultado de la suma de todas las

experiencias pasadas.

Todos aquellos que rechazan esta interpretación se encuentran

autónomamente fuera de la realidad, que es por definición histórica,

progreso y ciencia. Quien rechaza es antihistórico, antiprogresista y

anticientífico. Condenas sin apelación.

Reforzados con esta coraza ideológica salimos a la calle. Aquí nos

encontramos con una realidad de lucha estructurada de modo diferente.

Estas estructuras actúan sobre la base de estímulos que no entran en el

cuadro de nuestro análisis. Una pacífica mañana, durante una pacífica

manifestación autorizada, la policía empieza a disparar, la estructura

reacciona, los compañeros también disparan, los policías caen.

¡Moraleja! La manifestación era pacífica, para que haya degenerado en

pequeñas acciones de guerrilla debe haber habido provocación. Nada puede

salir del cuadro perfecto de nuestra organización ideológica, que no es

sólo una “parte” de la realidad, sino que es “toda” la realidad. Lo que

vaya más allá es locura y provocación.

Se destruyen algunos supermercados, algunos negocios, se saquean

almacenes de comida y armerías, se queman coches de gran cilindrada. Es

un ataque al espectáculo mercantil, en sus formas más conspicuas. Las

nuevas estructuras se mueven en esa dirección. Toman forma de repente,

con una mínima orientación estratégica preventiva indispensable. Sin

alardes, sin grandes premisas analíticas, sin complejas teorías de

apoyo. Atacan. Los compañeros se identifican con estas estructuras.

Rechazan las organizaciones del equilibrio del poder, de la espera, de

la muerte, su acción es una crítica concreta de la posición de estera,

suicida, de estas organizaciones. ¡Moraleja! Ha tenido que haber

provocación.

Se atacan los modelos tradicionales de “hacer” política. Se incide

fuerte y críticamente sobre el movimiento mismo. Se usan las armas de la

ironía. No limita al estudio cerrado de un escritor, sino en masa, por

las calles. No sólo los siervos de los amos, los ya reconocidos a nivel

oficial, sino los guías revolucionarios de un pasado lejano y reciente,

se encuentran en dificultades. La mentalidad del jefe de poca monta de

un grupo es puesta es crisis. ¡Moraleja! La crítica sólo es legítima

contra los amos, y según las reglas fijadas por la tradición histórica

de la lucha de clases. Quien se desvíe del seminario es un provocador.

A la gente le hastían las reuniones, la lectura de los clásicos, las

manifestaciones inútiles, las discusiones teóricas, las infinitas

distinciones, la monotonía y la extrema miseria de ciertos análisis

políticos. Ante todo esto la gente prefiere hacer el amor, fumar,

escuchar música, caminar, dormir, reír, jugar, matar policías, lisiar

periodistas, ajusticiar magistrados, volar comisarías. ¡Moraleja! La

lucha es legítima sólo cuando es comprensible para los jefes de la

revolución. En caso contrario, existiendo el riesgo de que la situación

se escape a su control, tiene que haber habido provocación.

Date prisa, compañero, dispara pronto al policía, al juez, al jefe,

antes de que una nueva policía te lo impida.

Date prisa es decir no, antes de que una nueva represión te convenza que

es inútil, loco, de que aceptes la hospitalidad del manicomio.

Date prisa en atacar al capital, antes de que una nueva ideología lo

haga sagrado para ti.

Date prisa en rechazar el trabajo, antes de que un nuevo sofista te

diga, una vez más, que “el trabajo te hace libre”.

Date prisa en jugar, Date prisa en armarte.

 

 

 

 

“No habrá revolución hasta que no bajen los Cosacos.”

Coeurderoy

 

VIII

 

Incluso el juego en la lógica del capital es enigmático y

contradictorio, que lo usa como uno de los componentes del espectáculo

de la mercancía. Adquiere una ambigüedad que no posee en sí mismo. Esta

ambigüedad proviene de la estructura ilusoria de la producción

capitalista. De esta forma, el juego deviene en suspensión de la

producción, un paréntesis de “tranquilidad” en la vida cotidiana. Así el

juego es programado y usado escénicamente.

Fuera del dominio del capital el juego es armoniosamente estructurado

por su propio impulso creativo. No está ligado a esta o aquella

representación deseada por las fuerzas del mundo de la producción, sino

que se desarrolla autónomamente. Sólo en esta realidad el juego es

alegre, da placer. No “suspende” la tristeza del desgarro causado por la

explotación; al contrario, la realiza por completo, devolviéndola

participante en la realidad de la vida. De esta forma opone a los

engaños puestos en acción por la realidad de la muerte –incluso a través

del juego– para hacer la tristeza menos triste.

Los destructores de la realidad de la muerte luchan contra el reino

mítico de la ilusión capitalista, un reino que, aspirando a la

eternidad, rueda en el polvo de la contingencia. El placer emerge del

juego de la acción destructiva, del reconocimiento de la profunda

tragedia que implica, de la conciencia del entusiasmo que es capaz de

abatir las telarañas de la muerte. No es cuestión de oponer horror al

horror, tragedia a la tragedia, muerte a la muerte. Es una confrontación

entre placer y horror, placer y tragedia, placer y muerte.

Para matar a un policía no es necesario ponerse la toga de juez,

apresurándose a limpiarla de la sangre de anteriores sentencias. Los

tribunales y las sentencias de las revoluciones son siempre parte del

espectáculo del capital, incluso cuando son revolucionarios quienes

juegan esos papeles. Cuando se mata a un policía no se pesa su

responsabilidad, el enfrentamiento de clase no se convierte en una

cuestión de aritmética. Uno no programa una visión de la relación entre

el movimiento revolucionario y los explotadores. Se responde a nivel

inmediato de una exigencia que ha venido a ser estructurada en el

movimiento revolucionario, una necesidad de todos los análisis y

justificaciones del mundo nunca podrán haber impuesto.

Esta exigencia es el ataque al enemigo, al explotador y a sus siervos.

Madura lentamente en las estructuras del movimiento. Sólo cuando

aparece, el movimiento pasa de la defensa al ataque. El análisis y la

justificación moral está río arriba, no en el valle, a los pies de

quienes salen a las calles para hacerlos tropezar. Se encuentran en los

siglos de violencia sistemática que el capital ha ejercido sobre los

explotados. Pero no se encuentran necesariamente de forma compleja y

lista para usar. Esta pretensión es una ulterior forma de nuestras

intenciones racionalizantes, de nuestro sueño de imponer a la realidad

un modelo que no se le ajusta.

Hagamos descender a estos Cosacos. No apoyamos el papel de la reacción,

eso no es para nosotros. No aceptamos la equívoca invitación del

capital. Mejor que disparar a nuestros compañeros o a nosotros mismos,

es disparar a los policías.

Hay momentos en la historia en los que la ciencia existe en la

conciencia de aquellos que luchan. En estos momentos no hay necesidad de

intérpretes de la verdad. Ésta emerge de las cosas. La realidad de las

luchas produce la teoría del movimiento.

El nacimiento del mercado marcó la formación del capital, el paso de un

modelo feudal del producción al modelo capitalista. Con la entrada de la

producción en su fase espectacular de la mercancía se ha extendido a

todo lo existente: amor, ciencia, sentimientos, conciencia, etc. El

espectáculo se ha ensanchado enormemente. La segunda fase no constituye,

como mantienen los marxistas, una corrupción de la primera. Es una fase

diferente. El capital lo devora todo, incluso la revolución. Si ésta no

rompe con el esquema de la producción, si pretende imponer una

producción alternativa, el capitalismo la engullirá en el espectáculo

mercantil.

Sólo la lucha en la realidad del enfrentamiento no puede ser engullida.

Algunas de sus formas, cristalizándose en formas organizativas precisas,

pueden terminar siendo arrastradas al espectáculo. Pero cuando rompen

con el significado fundamental que el capital asigna a la producción, se

hace extremadamente difícil.

En la segunda fase las cuestiones de la aritmética y de la venganza no

tienen sentido. Si son mencionadas adquieren un significado metafórico.

El juego ilusorio del capital (el espectáculo de la mercancía) debe ser

sustituido por el juego real del ataque armado contra el capital, por la

destrucción de lo irreal y del espectáculo.

 

 

 

 

Hazlo por ti mismo

“Manual hazlo por ti mismo”

 

IX

 

Es fácil, puedes hacerlo por ti mismo. Sólo o con unos cuantos

compañeros de confianza. No se necesitan grandes medios. Ni siquiera

grandes conocimientos técnicos.

El capital es vulnerable. Basta con estar decidido.

Una inmensidad de chácharas nos ha hecho obtusos. No es una cuestión de

miedo. No estamos asustados, sólo estúpidamente llenos de ideas

prefabricadas. No logramos liberarnos de ellas.

Quien está decidido a llevar a cabo sus actos no es una persona

corajuda. Es simplemente alguien que ha clarificado sus ideas, que se ha

dado cuenta de la futilidad de hacer esfuerzos por jugar bien el papel

que le ha sido asignado por el capital en la representación. Consciente,

ataca con fría determinación. Y al hacerlo se realiza como hombre. Se

realiza a sí mismo en el placer. El reino de la muerte desaparece ante

él. Incluso si crea la destrucción y el terror de los amos, en su

corazón, y en el corazón de los explotados, hay placer y calma.

Las organizaciones revolucionarias tienen dificultades en comprender

todo esto. Imponen un modelo que reproduce la simulación de la realidad

productiva. El destino cuantitativo les impide realizar cualquier

movimiento cualitativo al nivel de la estética del placer.

Estas organizaciones también ven el ataque armado en clave cuantitativa.

Los objetos se fijan sobre la base del choque frontal.

De esta forma el capital es capaz de controlar cualquier emergencia.

Puede incluso permitirse el lujo de aceptar las contradicciones, señalar

los objetivos espectaculares, explotar los efectos negativos en los

productores para agrandar el espectáculo. El capital acepta el

enfrentamiento en el campo cuantitativo porque allí conoce todas las

respuestas. Tiene el monopolio de las respuestas. Tiene el monopolio de

las reglas y produce él mismo las soluciones.

Por el contrario el placer del acto revolucionario es contagioso. Se

expande como una mancha de aceite. El juego adquiere significado cuando

actúa en la realidad. Pero este significado no cristaliza en un modelo

dirigido desde arriba. Se deshace en mil significados, todos productivos

e inestables. La conexión interna del juego mismo se consume en la

acción de ataque. Pero sobrevive el significado exterior, el significado

que tiene el juego para aquellos que están fuera y quieren apropiarse de

él. Las conexiones entre quienes juegan primero y quienes “observan” las

consecuencias liberatorias del juego, son esenciales para el juego

mismo.

Se estructura así la comunidad del placer. Una forma espontánea de

entrar en contacto, fundamental para la realización de los más profundos

significados del juego. Jugar es un acto comunitario. Raramente se

presenta como acción aislada. Si lo hace, a menudo contiene los

elementos negativos de la alineación psicológica. No es una aceptación

positiva del juego como momento creativo en una realidad de lucha.

Es el sentido comunitario del juego lo que impide la arbitrariedad en la

elección de los significados del juego mismo. En ausencia de relaciones

comunitarias el individuo podría imponer sus propias reglas y

significados, que podrían ser incomprensibles a los demás, haciendo el

juego una suspensión temporal de las consecuencias negativas de sus

problemas individuales (problemas del trabajo, la alineación y la

explotación).

En el acuerdo comunitario el juego es enriquecido por un flujo de

acciones recíprocas. La creatividad es mayor cuando proviene de

fantasías liberadas y verificadas recíprocamente. Cada invención, cada

nueva posibilidad puede ser vivida colectivamente, sin modelos

preconstruidos, y tener una influencia vital, incluso por ser

simplemente un modelo creativo, incluso si encuentra mil dificultades

para su realización.

Una organización revolucionaria tradicional termina imponiendo a sus

técnicos. No puede evitar el peligro tecnocrático. La gran importancia

asignada al momento instrumental de la acción condena a este camino.

La estructura revolucionaria que busca el momento del placer en la

acción dirigida a destruir el poder considera los instrumentos usados

para llevar a cabo esa destrucción como instrumentos, como medios. Los

que usan estos instrumentos no deben convertirse en sus esclavos. Así

como quienes no saben usarlos no deben convertirse en esclavos de los

que sí saben.

La dictadura del instrumento es la peor de las dictaduras.

E los revolucionarios es su determinación, su conciencia, su decisión

para actuar, su individualidad. Las armas concretas son instrumentos que

deberían estar continuamente sometidas a evaluación crítica. Es

necesario desarrollar una crítica de las armas. Hemos visto demasiadas

sacralizaciones de la metralleta y de la eficiencia militar.

La lucha armada no es algo que concierna sólo a las armas. No pueden

representar, por sí mismas, la dimensión revolucionaria. Es peligroso

reducir la compleja realidad a una sola cosa. De hecho, el juego

envuelve este riesgo, el de reducir el experimento vital al juguete,

haciéndolo algo mágico y absoluto. No por casualidad la metralleta

aparece en el símbolo de muchas organizaciones revolucionarias

combatientes.

Debemos ir más allá para comprender el profundo significado de la lucha

revolucionaria como placer, escapando a las ilusiones y a las trampas de

una representación del espectáculo mercantil a través de objetos míticos

o mitificados.

El capital hace su último esfuerzo cuando encara la lucha armada. Libra

la batalla en su última frontera. Necesita el apoyo de la opinión

pública para actuar en un terreno en el que no está seguro de sí mismo.

De ahí que desencadene una guerra psicológica que emplea las armas más

refinadas de la propaganda moderna.

En sustancia el capital, en su actual organización física, es vulnerable

ante una estructura revolucionaria que decida los tiempos y los modos

del ataque. Es consciente de esta debilidad y se apresura a

contrarrestarla. La policía no basta. Ni siquiera el ejército. Necesita

vigilancia continua por parte de la misma gente. Incluso de la parte más

humilde del proletariado. Para hacer esto debe dividir el frente de

clase. Debe diseminar el mito de la peligrosidad de las organizaciones

armadas entre los pobres, el mito de la bondad del Estado, de la ley,

etc.

Por tanto empuja a las organizaciones y a sus militantes a asumir un

papel. Una vez en este “papel” el juego pierde todo sentido. Todo se

vuelve “serio”, por tanto ilusorio, espectacular y mercantil. El placer

se transforma en “máscara”. El individuo se hace anónimo, vive en su

papel y ya no es capaz de distinguir entre apariencia y realidad.

Para romper el cerco mágico de la dramaturgia mercantil debemos rechazar

los roles, incluido el de “revolucionario profesional”.

La lucha armada debe escapar a la caracterización de la

“profesionalidad”, a la división de tareas que el aspecto extremo de la

producción capitalista quiere imponerle.

“Hazlo por ti mismo”. No rompas el aspecto global del juego para

empobrecerlo mediante roles. Defiende tu derecho a gozar de la vida.

Obstruye el proyecto de muerte del capital. Éste puede penetrar en el

mundo de la creatividad del juego sólo si transforma al que juega en

jugador, al viviente creador en el muerto que imagina estar vivo.

No tiene sentido hablar del juego si el “mundo del juego” se centraliza.

Proponiendo nuestro discurso sobre el “placer armado” debemos también

prever la posibilidad de que el capital recoja la propuesta

revolucionaria. Y este recoger puede ser hecho a través de la gestión

externa del juego: fijando el rol del jugador, los roles de la

reciprocidad de la comunidad del juego, la mitología del juguete.

Rompiendo las ataduras de la centralización del partido militar, se

obtiene el resultado de confundir las ideas del capital, ajustadas como

lo están dentro del código de la productividad espectacular del mercado

cuantitativo. De este modo la acción coordinada por el placer es un

enigma para el capital. No es nada, algo sin objetivo, desprovisto de

realidad. Y esto porque el ser, el objetivo y la realidad del capital

son ilusorios mientras que el ser, el objetivo y la realidad de la

revolución son concretos.

El código de la necesidad de comunismo sustituye al código de la

necesidad de producir. A la luz de esta nueva necesidad las decisiones

del individuo adquieren un sentido en la comunidad del juego. La

ausencia de realidad y de consistencia de los modelos de muerte del

pasado es descubierta.

La destrucción de los amos es la destrucción de la mercancía, y la

destrucción de la mercancía es la destrucción de los amos.

 

 

 

 

Que vuele la lechuza

Proverbio ateniense

 

X

 

Que vuele la lechuza. Que las acciones mal empezadas lleguen a buen

puerto. Que la revolución, tanto tiempo aplazada por los

revolucionarios, sea realizada a pesar de sus deseos residuales de la

paz social.

El capital dará la última palabra a los batas blancas. Las prisiones no

durarán mucho. Viejas fortalezas de un pasado que sobrevive sólo en la

fantasía exaltada de algún revolucionario jubilado, caerán con la

ideología basada en la ortopedia social. No habrá más presos. La

criminalización, que el capital llevará a cabo en sus formas más

racionales, pasará por los manicomios.

Cuando toda la realidad es espectacular, rechazar el espectáculo

significa estar fuera de la realidad. Quien rechace doblegarse ante el

código de la mercancía está loco. Rechazar doblegarse ante el dios

mercancía significará ser encerrado en un manicomio.

Aquí la cura será radical. No más torturas inquisitoriales ni sangre en

las paredes: estas cosas impresionan a la opinión pública, hacen

intervenir a los burgueses bienpensantes, generan justificaciones y

reparaciones y trastornan la armonía del espectáculo. La total

aniquilación de la personalidad, considerada como la única cura radical

para enfermos mentales, no molesta a nadie. Mientras el hombre de la

calle se sienta rodeado por la atmósfera impenetrable del espectáculo

capitalista tendrá la impresión de que las puertas del manicomio no se

cerrarán nunca a sus espaldas. El mundo de la locura le será extraño,

incluso aunque haya siempre un manicomio junto a cada fábrica, frente a

cada escuela, en cada campo, en medio de cada barrio popular.

Pongamos atención a no allanarles el camino, con nuestro embotellamiento

crítico, a los funcionarios de la camisa blanca.

El capital está programando un código interpretativo para poner en

circulación a nivel de masas. En base a este código la opinión pública

se acostumbrará a ver a aquellos que atenten contra el orden de cosas de

los amos, a los revolucionarios, como locos. De ahí la necesidad de

meterlos en manicomios. También las cárceles actuales, racionalizándose

según el modelo alemán, se están transformando, primero en cárceles

especiales para revolucionarios, luego en cárceles modelo, luego en

verdaderos laagers para la manipulación del cerebro, finalmente en

manicomios definitivos.

Este comportamiento del capital no viene dado solamente por la necesidad

de defenderse de las luchas de los explotados. Es también la única

respuesta posible sobre la base de la lógica interna del código de la

producción mercantil.

Para el capital el manicomio es un lugar donde la globalidad de la

función espectacular se interrumpe. La cárcel trata desesperadamente de

llegar a esta interrupción global, pero no puede lograrlo por estar

bloqueado por las demandas básicas de su ideología ortopédica.

El “lugar” del manicomio, en cambio, no tiene principio ni fin, no tiene

historia, no es mutable como el espectáculo. Es el lugar del silencio.

Por el contrario el otro “lugar” del silencio, el cementerio, tiene la

capacidad de hablar en voz alta. Los muertos hablan. Y nuestros muertos

hablan con voz altísima. Nuestros muertos pueden ser muy pesados. Por

eso el capital tratará de usar los cementerios cada vez menos. Y

aumentar a la vez, de manera correspondiente, el número de “invitados” a

los manicomios. La “patria del socialismo” tiene mucho que enseñar en

este campo.

El manicomio es la racionalización más perfecta del tiempo libre. La

suspensión del trabajo sin traumas para la estructura mercantil. La

ausencia de productividad sin negación de la productividad. El loco no

necesita trabajar y, al no trabajar, confirma la sabiduría del trabajo

como contrario a la locura.

Cuando decimos que nos es el momento del ataque armado contra el Estado,

estamos abriendo las puertas del manicomio a los compañeros que están

llevando a cabo este ataque; cuando decimos que no es el momento para la

revolución apretamos las correas de una camisa de fuerza; cuando

decimos: estas acciones son objetivamente una provocación, nos ponemos

las camisas blancas de los torturadores.

Cuando el número de oponentes era pequeño la pistola funcionaba bien.

Diez muertos son tolerables. Treinta mil, cien mil, doscientos mil

podrían marcar un punto fundamental en la historia, una referencia

revolucionaria de tan deslumbrante luminosidad que perturbaría durante

tiempo la pacífica armonía del espectáculo mercantil. Por el otro lado

el capital se ha hecho más astuto. El fármaco tiene una neutralidad que

no poseen las balas. Tiene la cortada terapéutica.

Arrojemos a la cara del capital su propio estatuto de locura. Pongamos

al revés los términos de la contraposición.

En la totalidad mercantilizada del capital la neutralización del

individuo es una práctica constante. La sociedad es toda ella un inmenso

manicomio. El aplastamiento de las opiniones es un proceso terapéutico,

una máquina de muerte. La producción no puede verificarse en la forma

espectacular del capitalismo sin este aplastamiento. Y si el rechazo de

todo esto, la elección del placer frente a la muerte, es un signo de

locura, es el momento de que cada cual empiece a comprender la trampa

que yace por debajo de todo esto.

Toda la máquina de la tradición cultural de Occidente es una máquina de

muerte, una negación de la realidad, el reino de lo ficticio que ha

acumulado topo tipo de infamias y vejaciones, de explotación y

genocidio. Si el rechazo de toda esta lógica de producción es condenado

como locura, entonces debemos distinguir entre locura y locura.

El placer se arma. Su ataque es la superación de la alucinación

mercantil, de la máquina y de la mercancía, de la venganza y del líder,

del partido y de la cantidad. Su lucha rompe la línea de la lógica del

beneficio, la arquitectura del mercado, el significado programado de la

vida, el último documento del último archivo. Su violenta explosión

derriba el orden de las dependencias, la nomenclatura de lo positivo y

lo negativo, el código de la ilusión mercantil.

Pero todo esto se debe poder comunicar. No es fácil el paso de

significados del mundo del placer al de la muerte. Los códigos

recíprocos están desfasados, terminan por anularse mutuamente. Lo que en

el mundo del placer es considerado ilusión, en el mundo de la muerte es

realidad, y viceversa. La misma muerte física, por la que tanto se llora

en el mundo de la muerte, es menos mortal que la muerte que se vende

como vida.

De ahí la gran facilidad del capital para mistificar los mensajes del

placer. Incluso los revolucionarios, en una lógica cuantitativa, son

incapaces de comprender las experiencias del placer en profundidad. A

veces, vacilantes, hacen insignificantes aproximaciones. A veces lanzan

condenas que no suenan muy diferentes a las condenas lanzadas por el

capital.

En el espectáculo mercantil son las mercancías las consideradas

significativas. El elemento activo de esta masa acumulada es el trabajo.

Más allá de estos elementos del cuadro productivo nada puede tener un

significado positivo y negativo a la vez. Existe la posibilidad de

afirmar el no trabajo, pero no como negación del trabajo sino como sus

suspensión por un cierto período de tiempo.

Del mismo modo es posible afirmar la no mercancía, es decir el objeto

personalizado, pero sólo como reificación del tiempo libre, cualquier

cosa producida como hobby, en los retazos de tiempo que nos deja el

cielo productivo. Está claro que estos signos, el no trabajo y la no

mercancía, entendidos de este modo, son funcionales al modelo general de

la producción.

Sólo por la clarificación de los significados del placer, y los

correspondientes significados de la muerte, como elementos de dos mundos

contrapuestos que se combaten mutuamente, es posible comunicar algunos

elementos de las acciones del placer sin, por otro lado, ilusionarnos

con poder comunicarlos todos. Quien empiece a experimentar el placer,

incluso en una perspectiva no directamente ligada al ataque contra el

capital, está más disponible para atrapar el significado del ataque, al

menos más que aquellos que se quedan atados a una anticuada visión del

enfrentamiento basada en la ilusión cuantitativa.

De este modo es todavía posible que la lechuza alce el vuelo.

 

 

 

 

¡Adelante todos!

Y con el brazo y el corazón,

La palabra y la pluma,

El puñal y el fusil,

La ironía y la blasfemia,

El robo el veneno y el incendio.

Hagamos... ¡la guerra a la sociedad!

Déjacque

 

XI

 

Dejemos de lado las esperas, los titubeos, los sueños de paz social, los

pequeños compromisos, la ingenuidad. Toda la basura metafórica que nos

suministran en las tiendas del capital. Dejemos de lado los grandes

análisis que todo lo explican, hasta el más mínimo detalle. Los vastos

volúmenes llenos de cordura y miedo. Dejemos de lado la ilusión

democrática y burguesa de la discusión y el diálogo, del debate y la

asamblea, de las ilustradas capacidades de los jefes mafiosos. Dejemos

de lado la prudencia y la sabiduría que la moral burguesa del trabajo ha

cavado en nuestros corazones. Dejemos de lado los signos de cristianismo

que nos han educado en el sacrificio y la obediencia. Dejemos de lado a

los curas de todo tipo y función, los patronos, los guías

revolucionarios, los menos revolucionarios y los nada revolucionarios.

Dejemos de lado el número, las ilusiones cuantitativas, las leyes del

mercado, la oferta y la demanda. Sentémonos un instante sobre las ruinas

de nuestra historia de perseguidos y reflexionemos.

El mundo no nos pertenece. Si tiene un dueño que es tan estúpido como

para quererlo tal como es, que se lo quede. Dejémosle contar ruinas en

lugar de edificios, cementerios en lugar de ciudades, lodo en vez de

ríos y fango infecto en vez de mares.

El mayor espectáculo ilusionista del mundo ya no nos podrá encantar.

Estamos seguros de que las comunidades del placer emergerán de nuestra

lucha aquí y ahora.

Y por vez primera, la vida triunfará sobre la muerte.

 

 

 

 

*

Horca: palo que remata en dos o más puntas, muy utilizado en las faenas

agrícolas. No la horca del ahorcado.Your text here...