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Title: Anarcoutopía
Author: Francisco J. Jariego
Date: 16 octubre 2020
Language: es
Topics: Freedom; anarchism; organization; future; utopia

Francisco J. Jariego

Anarcoutopía

Anarcoutopía

Modelo de utopía para armar

Francisco J. Jariego

Introducción

Este ensayo tiene como objetivo mirar de frente a una cuestión en

apariencia muy simple: ¿por qué aceptamos jefes y jerarquías? ¿Por qué

permitimos que otra persona determine qué es lo que hemos de hacer o

dejar de hacer, y que nuestra vida dependa de su juicio, su equidad o

generosidad, de la valoración que haga de nuestro rendimiento o nuestra

fidelidad para con su causa, de que nos reconozca o no como parte de su

plan? ¿Por qué obedecemos o incluso nos sometemos? ¿Por qué nos rendimos

sin luchar ante el poder que nos marca el camino que hemos de seguir?

¿Por qué aceptamos el yugo y el castigo sin rebelarnos? ¿Es todo esto

deseable, inevitable?

Esta no es una cuestión que me plantee como un mero ejercicio

intelectual, movido por la curiosidad o el deseo de conocer y la

oportunidad de compartir una reflexión apoyada en lo que, como veremos,

muchos pensadores a lo largo de la historia han dicho ya. No, se trata

de una cuestión visceral que me ha acompañado siempre, desde que alcanzo

a recordar o «tengo uso de razón». Algo muy dentro de mí se ha revelado

siempre contra esa violencia de la que casi nadie habla, pero que

apostaría que muchos percibimos, igual que yo lo hago, en tantos y

tantos actos de pleitesía y abuso de poder que, día a día, tienen lugar

a nuestro alrededor.

Las jerarquías, desde el cabeza de familia hasta el emperador, pasando

por las interminables escalas de jefes, gerentes, directores y

presidentes en la empresa, el Gobierno, el Estado, la nación, o

cualquier forma de organización, forman parte de una manera tan íntima

de nuestra vida que ni siquiera nos damos cuenta. Son como el aire que

respiramos, el paisaje que nos rodea o el cielo azul que perciben

nuestros sentidos. Y sin embargo, a diferencia de estos, esas jerarquías

con sus enormes implicaciones están solo en nuestra mente. No existen

más que como ideas abstractas. Sin embargo, su fuerza es igual o

superior a la que ejercen sobre nosotros las leyes de la física. Nos

condicionan tanto o más que la realidad física de la que formamos parte.

Esas ideas son como las instrucciones de un programa que determina

nuestro comportamiento, y es necesario preguntarse: ¿quién es el

programador? ¿Ha sido la evolución? ¿Forman parte de nuestra

infraestructura genética y hay poco que podamos hacer para modificarlas?

¿Son como el hardware de un ordenador?, ¿o son más parecidas al sistema

operativo o a una aplicación que alguien instala en nuestra mente? ¿Está

nuestro hardware habilitado para operar con un sistema operativo

diferente, otro programa, otras reglas, otra cultura? ¿O la jerarquía

estará siempre, indefectiblemente, en cualquier diseño de sociedad que

podamos soñar?

Durante toda mi vida esa punzada en el estómago, ese mordisco de rabia

que me lacera cuando percibo la injusticia y la falta de equidad, me ha

sugerido una y otra vez, de manera obsesiva, que ha de ser posible otro

diseño, que no es intuitivo tener que vivir actuando siempre en contra

de nuestro instinto natural. Mi objetivo es aportar sustancia a esta

intuición, hacerla plausible y mostrar que tenemos herramientas para

construir una sociedad diferente, que no existe ninguna razón para no

desear otro diseño y pensar que no es posible convertirlo en realidad,

excepto el miedo. Que de la misma manera que ensayamos para crear una

vacuna o un nuevo producto, podemos y debemos ensayar nuevos modelos de

sociedad.

Mi deseo, mi recomendación, mi utopía es buscar hasta encontrar una que

nos haga de verdad libres. La que he llamado anarcoutopía.

Una declaración de principios

La extensión de este ensayo me obliga a ser muy selectivo en mi

argumentación. Sirva esta mínima declaración de principios como contexto

y guía para ayudarte a decidir, querido/a lector/a, si deseas

acompañarme en mi aproximación a la anarcoutopía:

1. Adoro las ideas, pero detesto las ideologías. Reducir la posición

política de cualquier persona sensata a categorías binarias o etiquetas

como izquierda y derecha me parece una simplificación insensata y una

trampa conceptual de la que es posible y necesario huir. Una breve

conversación con cualquiera debería bastar para comprender que las

personas no somos de derechas o izquierdas, rojas o azules. Ni siquiera

conceptos como progresismo o liberalismo son aplicables de manera

absoluta. Cualquiera de nosotros puede estar a favor de ir más allá de

A, pero no sobrepasar B, o creer en la libertad para hacer X, pero no Y.

Yo no me considero reducible ideológicamente. Harían falta demasiadas

categorías binarias para «reducirme». Ni lo intentes.

2. Nuestros mayores logros dependen de nuestra capacidad de actuar

colectivamente, de sumar esfuerzos, de podernos encaramar sobre los

hombros de los que nos han precedido o voluntariamente nos los ofrecen.

El valor de la sociedad se deriva de que la riqueza que generan N

personas que colaboran puede ser muy superior a la que generarían cada

una de ellas actuando de manera independiente. Por consiguiente, cuando

esa riqueza está bien distribuida, el colectivo nos hace más ricos a

todos. Decir «bien distribuida» es una trampa conceptual que, a

diferencia de las etiquetas ideológicas, no es evitable. Por lo tanto,

me sumergiré en ella.

3. Inteligencia colectiva sí, pero el individuo siempre lo primero. En

teoría, puedo concebir modelos con prioridad del colectivo y aceptar que

existan personas que los prefieran o los acepten de manera voluntaria.

Puedo incluso llegar a pensar que, en un futuro, nuestra especie o una

futura evolución de la humanidad pueda llegar a convertirse en un

superorganismo auténticamente eusocial,[1] en el que no existan ya

individuos que, como yo aquí y ahora, se rebelen de manera visceral ante

la sumisión. Queda fuera del alcance de este ensayo valorar si tal

estado es posible o deseable y cómo podría alcanzarse.

[2]

Ese estado es hoy una mera entelequia, y en la disyuntiva

individuo/colectivo, mi opción es que el individuo es siempre lo

primero. El sacrificio en beneficio de otra persona o el colectivo solo

es admisible de manera voluntaria. En este sentido, me alineo con los

defensores de los derechos y libertades definidos en sentido

estrictamente negativo (Berlin, 1959).

Libertad, libertad, libertad y anarquismo

He introducido este ensayo con una pregunta. Huelga decir que no soy ni

mucho menos el primero que se la ha planteado. En su conocido ensayo

sobre las libertades, Isaiah Berlin (1959) la formulaba en términos muy

similares: «¿Por qué debería obedecer a alguien? ¿Por qué no debería

vivir como me gusta? ¿Debo obedecer? Y si desobedezco, ¿puedo ser

forzado? ¿Por quién, y en qué medida, y en nombre de qué, y en aras de

qué?».

Estaremos, por tanto, acompañados en este viaje por pensadores de

prestigio. De hecho, como anticipaba también en la introducción, estoy

convencido de que es una pregunta que nos hemos formulado desde que

tenemos «consciencia», que no surge como resultado de un proceso de

razonamiento crítico que nos lleva a cuestionar el orden establecido,

sino que es previa. Está dentro de nosotros, o, por lo menos, dentro de

algunos de nosotros, y es consecuencia de nuestra naturaleza.

En Natural justice, Ken Binmore (2005) gravita en torno a la idea de que

«la evolución imprimió un anhelo de libertad y justicia en nuestra

naturaleza que ninguna forma de condicionamiento social por parte de los

Stalin y Hitler de este mundo jamás podrá erradicar».

Como Mikhail Bakunin, me considero «un amante fanático de la libertad

considerada como el único medio que hace posible el desarrollo de la

inteligencia, la dignidad y la felicidad de los personas».

¿Es esto anarquismo? Tengo que reconocer que nunca me ha gustado el

término, pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que se trata

solo de un prejuicio instalado, posiblemente de manera nada inocente, en

mi mente. Sospecho que no soy el único que lo alberga y que anarquía y

anarquismo son dos conceptos etiquetados como peligrosos, conceptos

radiactivos.

A diferencia de otros conceptos mucho más abstrusos y, sin embargo,

invocados con asiduidad en el día a día del debate político, la

etimología de anarquía es relativamente directa: an- (‘sin’), arkhos

(‘origen, principio, poder o mandato’). Anarquía es ausencia de gobierno

o, como lo definió otro de los pioneros del anarquismo, Pierre-Joseph

Proudhon, el gobierno de nadie. Quizás por ese carácter negativo, no

existe un perímetro claro para las ideas del anarquismo y muchas de

ellas bifurcan rápidamente, para avanzar por cauces muy diferentes.[2]

¿Debo, por tanto, hablar de anarquía y anarquismo? En realidad, podría

haber optado por una aproximación desde la óptica de los modelos de

autoorganización en sistemas complejos que me habría permitido

contemplar algunos de los aspectos que quiero tratar de una manera más

alejada, más aséptica.[3] Pero me interesaba hacerlo desde la óptica de

los agentes del sistema, es decir, nosotros, las personas. Hacerlo en

primera persona para no dejar de sentir esa punzada en la boca del

estómago. Por ello, he optado por el anarquismo como inspiración y

bandera para este ensayo. En todo caso, no es la única idea «radiactiva»

que contiene este texto.

Una breve digresión, a modo de preámbulo

«Hemos creado una civilización de Star Wars, con emociones de la Edad de

Piedra, instituciones medievales y tecnología divina».

E. O. Wilson.

Mi objetivo con este ensayo es lanzar una mirada crítica a la narrativa

dominante —el modelo de gobierno supuestamente democrático y, por ello,

aceptado sin discusión— y mostrar que existen ideas muy interesantes,

algunas bien conocidas, otras no tanto, que pueden servirnos para

construir modelos alternativos de sociedad y una narrativa alternativa

apoyada sobre dos pilares:

• Libertad: Los beneficios derivados de una sociedad más libre.

• Autoorganización: El gobierno de nadie y la ausencia de jerarquías.

[5]

Desentrañar la relación que existe entre las ideas, los acontecimientos

históricos en los que se han desarrollado o han sido testadas y sus

consecuencias queda desde luego fuera del objetivo de este ensayo. Sin

embargo, cada vez más, tengo la sensación de que es un ejercicio en gran

medida pendiente, que a pesar del esfuerzo de historiadores, estudiosos

de la ciencia política, sociólogos, filósofos y escritores, apenas hemos

sido capaces de arañar la superficie del problema. Qué relación existe

entre nuestras ideas, nuestros comportamientos y el desarrollo de la

historia. En qué medida las ideas son como esas instrucciones de un

programa de ordenador que mencionaba en la introducción. Qué ideas son

las nos programan y determinan la configuración de nuestra sociedad.

Mi hipótesis provisional es que el número de ideas que sustentan nuestra

sociedad es, en realidad, muy limitado. Me refiero a aquellas sobre las

que se cimentan nuestras relaciones y, muy en concreto, nuestra forma de

colaborar y organizarnos. Son las ideas que sustentan nuestro sistema

productivo y de reparto de la riqueza,[4] y, seguramente por ello, las

que alimentan el constante y, a menudo, agrio debate político. Aunque

desearía evitar una sobresimplificación, estas son:

1. El conjunto de ideas sobre las que se apoyan los sistemas

democráticos modernos, que tienen más de 2500 años y apenas han

evolucionado desde el movimiento ilustrado en el siglo xviii.

2. Las ideas que fundamentan la economía de libre mercado, que suelen

etiquetarse con tintes negativos por sus críticos como neoliberalismo.

Estas ideas refinan la síntesis de Adam Smith y otros pensadores del

siglo xviii y tienen aproximadamente un siglo de antigüedad.

3. Las ideas que sustentan la crítica a la economía de libre mercado. En

su versión más informada, el keynesianismo, que tiene más o menos esa

misma edad, unos cien años. Y en su versión más radical, el marxismo,

que cuenta ya con ciento cincuenta años de antigüedad.

Afirmo que su número es limitado, pero además encuentro que estas ideas

están, si no obsoletas, sí desgastadas y carentes de la crítica y el

proceso de revisión continua que impera, por ejemplo, en la ciencia y la

tecnología. A pesar de que los economistas han continuado trabajando, de

que tenemos hoy más datos y capacidad de explotarlos que nunca, de que

hemos descubierto que no todos los bienes son iguales y que, en

particular, la información y con ella todo lo digital genera

externalidades con mucha más rabia que los cañones y la mantequilla; a

pesar de que hoy entendemos mejor la dinámica de los sistemas complejos

y el mundo está lleno de institutos y think tanks que albergan mentes

brillantes, ninguna de estas nuevas ideas forma parte esencial del

reducido número de las que mueven nuestra sociedad y con las que,

además, izquierdas y derechas, con bovina tozudez, se castigan el hígado

ideológico.

En los flancos de la corriente principal de pensamiento —esa doctrina o

narrativa dominante que cimenta nuestras sociedades «modernas»— hay, sin

embargo, pensadores e ideas muy interesantes que, como sucede con los

jugadores de reserva en un equipo de alta competición, no han tenido

oportunidad de saltar al terreno de juego. Son ideas que no hemos

llegado a ver en acción. Creo que algunas de esas ideas merecen minutos

de juego y que debemos encontrar la manera de ponerlas en circulación.

No entiendo cómo seguimos hablando de Marx y del marxismo, y lo cito

deliberadamente con la intención de provocar, cuando sabemos que la

mayor parte de sus ideas sobre economía son obsoletas. Es como si en

determinadas áreas de actividad, las ideas que se utilizan se hubieran

quedado fosilizadas en el siglo xix, como si la ciencia continuara

debatiendo sobre la alquimia o sobre si la Tierra es plana. Sí, ya sé

que hay quien todavía persiste en el error, pero por fortuna en ciencia

ese error no es relevante. En cambio, aterra ver en política a personas

cuyo conocimiento de la economía, o de la propia ciencia de la

organización, equivaldría a no saber que dos más dos son cuatro. Esto

que no se lo permitiríamos a un profesor de educación primaria se lo

permitimos en cambio a responsables de actividades críticas para nuestra

sociedad.

Acceder a según qué ideas no es siempre sencillo. Debemos adentrarnos en

regiones del pensamiento poco iluminadas. Algunas son difícilmente

accesibles porque no están indicadas en los mapas de ideas con los que

nos dota la educación elemental y no tan elemental. Otras, es posible

que sean aún ideas difíciles, ideas oscuras en profundas cavernas o

cumbres inaccesibles. Pero también hay ideas que están protegidas, si no

por cerrojos, sí al menos por vallas con signos de «Precaución». Está

Ud. a punto de entrar en una zona de pensamiento restringida. Peligro.

Ideas radiactivas. Entrar supone en cierta medida una transgresión, y

empezar a jugar con esas ideas supone ser inmediatamente encasillado

dentro de algunos de los contenedores ideológicos que el establishment

utiliza para aislar las ideas que podrían corromper o minar sus

fundamentos. Como también apuntaron Marx y Engels (1848) en el

Manifiesto comunista, «las ideas dominantes en una época no han sido

nunca más que las ideas de la clase dominante». Y lógicamente la clase

dominante no tiene ningún interés en dejar de serlo.

Una de esas ideas etiquetada como radiactiva y condenada al ostracismo

es la anarquía. Como apuntó Bertrand Russell (1918): «En la mente

popular, un anarquista es una persona que arroja bombas y comete otras

atrocidades similares, bien porque está loco, o bien porque usa el

disfraz de las opiniones políticas extremas como un velo para sus

inclinaciones criminales». No me voy a detener aquí para comparar

cuántas atrocidades han cometido los anarquistas y cuántas los Estados

legítimamente reconocidos como tales, aunque tengo una sospecha que

animo a desmentir o confirmar.

[7]

Solo voy a pedirte, querido/a lector/a, si deseas continuar caminando a

mi lado a lo largo de este ensayo y, como yo, recelas del nombre y del

concepto de anarquía, que suspendas momentáneamente tus prejuicios y

entiendas el término, tal como lo concibió Peter Kropotkin y lo conciben

hoy en día muchos otros: el anarquismo como el principio o teoría que

concibe o se plantea una sociedad sin gobierno (Novak, 1958). Mi forma

personal de mirar al concepto es asimilarlo al concepto de

autoorganización.

La democracia ha sido la gran triunfadora, de manera provisional, en la

competición por ese limitado número de posiciones de honor de las ideas

políticas y organizativas. Pero con nuestras preconcepciones

temporalmente suspendidas, habremos de admitir sin oponer demasiada

resistencia que el gobierno «del pueblo» no difiere mucho en su falta de

concreción del gobierno «de nadie». Cuando hablamos de monarquías,

dictaduras, o incluso aristocracias, no es demasiado complicado señalar

quiénes son los gobernantes. El rey o la reina, el dictador o la

dictadora, o algún grupo más o menos reducido de eminencias o

privilegiados. Sin embargo, ¿quién es el pueblo? ¿Somos todos? Eso es de

lo que parecemos habernos convencido. Pero si nos detenemos a

considerarlo, ¿qué diferencia hay entre decir que todos gobernamos o

decir que no lo hace nadie? ¿No es acaso lo mismo?

Sospecho, por consiguiente, que entre los que buscan con honestidad la

mejor forma de gobierno posible, una que elimine o limite los

privilegios injustificados e innecesarios del poder, debería haber tanto

demócratas como anarquistas. Sin embargo, nos hemos vendido la

democracia, con el pragmatismo de Winston Churchill, como el peor

gobierno posible con la excepción de todos los demás que han sido

ensayados a lo largo de la historia, y nos hemos quedado más anchos que

largos. Como si ya no hubiera nada más que hacer. Fin de la historia.

Sin embargo, detrás de ese concepto de democracia hay una larga lista de

asunciones y de prácticas que asumimos sin leer las contraindicaciones y

sin replanteárnoslas, incluso cuando, como es evidente, y como el propio

Churchill dejó muy claro, esos principios y esas prácticas están muy

lejos de ser la forma ideal de gobierno.

A diferencia de la democracia, el mercado, que es la solución

universalmente adoptada en los países, Estados y/o regiones que han

conseguido niveles aceptables de prosperidad, no consigue librarse de la

imagen de villano. El mercado es el malo de película, aunque todos los

que tienen recursos para permitirse criticarlo viven del mercado. ¿Por

qué es así? No lo sé, pero otra de mis hipótesis en observación es que

para comprender el funcionamiento del mercado es necesario un mínimo

conocimiento de matemáticas o, cuando menos, una visión o intuición

sistémica que, en la práctica, es difícil de adquirir sin una exposición

razonable a las matemáticas y sin remangarse. Quedarse en la brillante

metáfora de la mano invisible no es suficiente. Su comprensión queda

vedada, por consiguiente, para todos los que, ya sea por

desconocimiento, ya por deliberada ignorancia, son incapaces de entender

esta dinámica. Si excluimos la posibilidad de una superinteligencia

dictatorial benévola, el libre mercado es la solución más eficaz que

conocemos para organizar una economía y generar riqueza. ¡Cuidado! No de

repartirla. Esa es su principal limitación.

El reducido número de ideas en el que nos hemos quedado estancados

podría ser el resultado de un sistema educativo que también se ha

quedado obsoleto, y que dificulta (en conjunción con el mercado laboral)

un pensamiento amplio, sin corsés, capaz de mirar con ojos limpios y

cruzar las líneas arbitrarias que delimitan las múltiples disciplinas

del saber. Si reconocemos que formamos parte de un sistema complejo,

necesitamos una forma de pensamiento capaz de tratar con la

complejidad.[5] No es posible reducirlo todo a un número limitado e

inmutable de recetas y pensar que las mismas ideas que nos han traído

hasta el momento actual vayan a ser las que nos sirvan para continuar

avanzando, ya sea sobre la Tierra o convertidos en una especie

galáctica.

Seguramente soy un ingenuo, pero me resulta de una tremenda ingenuidad

pensar que alguien pueda creer algo así. No consigo encontrar ninguna

razón que permita justificar o que haga siquiera plausible que el estado

de desarrollo social que hemos alcanzado en cuanto a modelos de

organización, instituciones, etc., incluidos la democracia y el mercado,

sea un estado óptimo, o que no puedan existir otros alternativos. La

historia es contingente y el desarrollo social y cultural es un proceso

dependiente del camino seguido (Acemoglu y Robinson, 2013). Si

rebobináramos la historia y volviéramos a dejarla correr, no todo

transcurriría igual. Es posible que algunas o incluso muchas cosas sean

imposibles de cambiar sin rebobinar y cambiar el curso de la historia y

cambiar, pero eso no nos impide mirar más allá de los bordes del camino

que hemos seguido y otear la posibilidad de que existan caminos

alternativos, modelos alternativos, mundos alternativos.

Necesitamos formas de ensayar nuevas ideas, nuevos modelos, también de

sociedad. Con la ciencia hemos aprendido que el diseño de experimentos

es la única forma de interrogar a la realidad. Y que solo interrogándola

podemos continuar realizando nuevos descubrimientos. La ciencia es la

mayor historia de éxito en términos de creación de nuevas ideas con

impacto real en la vida de las personas de los dos últimos siglos, el

período de tiempo que ha visto crecer de manera «exponencial», como a

tantos les gusta enfatizar, el conocimiento en todas las disciplinas que

han sabido adoptar el método científico. La tecnología, por otra parte,

ha adoptado de la misma manera el ensayo y error como forma de crear

nuevos productos y servicios. Ciencia y tecnología son dos animales muy

diferentes, pero comparten aspiraciones y esta «filosofía». El ensayo y

error está también en los cimientos del libre mercado y el

emprendimiento, el modelo que nos permite testar nuevos productos y

servicios y nuevos modelos de negocio, que no son otra cosa que la

manera de hacer sostenible la provisión o explotación de un nuevo

producto o servicio.

Pero si ciencia, tecnología y mercado nos muestran que el ensayo y error

son la base real del progreso, ya se trate del descubrimiento de nuevas

ideas o de la explotación de esas ideas, entonces, ¿por qué no

disponemos de un mecanismo similar para ensayar nuevas formas de

organización? Y sí, también, por qué no decirlo así, de nuevas formas de

gobierno. Debemos ser prudentes, es cierto. Porque el método del ensayo

y error no es gratuito. Es un método doloroso y cada acierto está pagado

con la sangre, el sudor y las lágrimas de muchos ensayos fallidos, del

fracaso. Impone respeto pensar en el fracaso de tantos experimentos

sociales de los que, por desgracia, la historia está llena. La Alemania

nazi, la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao no son desde luego

un respaldo para la utopía. Pero como apunta David Graeber (2004), el

argumento antiutopía que nos ofrecen estos horrores del pasado oculta

otra trampa, la idea de que imaginar mundos mejores es el problema. Si

aceptamos el ensayo cuando nos enfrentamos al desarrollo de tecnologías

como la energía nuclear o la bioingeniería, ¿por qué no adoptar el

equivalente social de la start-up, tal como propone Paul Romer con las

ciudades chárter

[9]

a las que voluntariamente puedan sumarse quienes deseen probar un nuevo

contrato social?

Hoy más que nunca necesitamos nuevas utopías, nuevos referentes, siendo

muy conscientes de que no existe seguramente ninguna utopía que, una vez

alcanzada o de camino hacia ella, no acabe tornándose distopía. Por esa

razón, planteo anarcoutopía con dos objetivos:

1. Establecer un horizonte para nuestras aspiraciones, una visión que

nos motive a continuar en movimiento. Identificar frenos y quitarnos las

anteojeras para mirar a nuestro alrededor y hacia el futuro sin

restricciones.

2. Promover la idea del ensayo social y organizativo, de manera limitada

y controlada, con todas las precauciones con las que testamos un nuevo

antibiótico o una vacuna, pero suficiente para sentar bases reales para

el futuro de la sociedad.

Las utopías se han ubicado a lo largo de la historia en un lugar o un

tiempo diferentes y han servido de faro, de referencia, de proyecto.

Tomás Moro ubicó su utopía en una isla. Elon Musk o Jeff Bezos podrían

ubicarlas hoy en un planeta lejano o a bordo de una nave generación en

un largo viaje. Yo quiero ver mi anarcoutopía como un puzle o un mecano

con piezas que no sabemos si acabarán encajando, pero que nos permiten

jugar y nos animan a descubrir formas y nuevos diseños. La prudencia y

el control de riesgos deben informar nuestra forma de construir una

nueva sociedad. Pero el miedo no nos puede coartar.

Dos utopías prostituidas y la gran distopía

El hecho de que dos de las piezas básicas de los sistemas sociales más

desarrollados y que, hoy por hoy, con todos sus defectos constituyen el

estado del arte de la «sociedad» sean el mercado y la democracia,

deberíamos verlo como una señal. A lo largo de la historia, mercado y

democracia se han impuesto a muchos modelos competidores, a pesar de sus

imperfecciones y a pesar de la numantina resistencia de autócratas y

desinformados colectivistas. El mercado y la democracia son dos modelos

de organización que, en su concepción ideal y más pura, abominan de la

jerarquía. No son perfectos, y diría que son dos modelos extenuados tras

una larga carrera, pero son el punto de partida, y es necesario

entenderlos.

Mercado

El mercado es el modelo más flexible y eficaz descubierto hasta la fecha

para asignar recursos de manera eficiente y resolver problemas de manera

colaborativa, sin que exista un planificador central o una figura de

poder asimétrica. El mercado libre es una abstracción en economía que

presupone que cualquiera puede desarrollar la actividad necesaria para

proporcionar un servicio, con total libertad para decidir los recursos

necesarios y establecer los precios que considere oportunos. Es evidente

que el mercado libre ideal no existe. Es una utopía que, además, lleva

en su concepción la semilla de su propia autodestrucción, por varias

razones.

En primer lugar, cualquier competidor que opere con éxito como proveedor

dentro de un mercado intentará por todos los medios que el mercado deje

de ser ideal, disminuyendo o anulando la competencia. De hecho, la

aspiración de cualquier proveedor es convertirse en un monopolio (Thiel

y Masters, 2014). El Estado puede convertirse en aliado del monopolio

por razones solo en raras ocasiones justificadas.

En segundo lugar, el mercado es una máquina eficiente de generación de

riqueza, pero nadie puede afirmar que sea igualmente eficiente

distribuyendo la riqueza que se genera de una manera justa o equitativa.

De hecho, no lo es. Por consiguiente, sin contrapesos llevará a una

desigualdad que, a la larga, podría acabar destruyendo la supuesta

libertad de mercado. Esta idea, en esencia la visión más nítida de Karl

Marx, es correcta. Por desgracia, los marxistas se entregaron a la lucha

de clases, mucho más rentable en términos de narrativa, en lugar de

hacer los deberes, estudiar las razones y tratar de resolver el

problema.

La solución no es limitar la libertad del mercado, que es solo una forma

de limitar la creación de riqueza sin una auténtica contrapartida. La

solución es todo lo contrario: asegurar que la libertad de

emprendimiento y de comercio se mantiene, y que nunca existirán en un

mercado posiciones de fuerza o dominio que comprometan el ideal de libre

mercado. En la actualidad, las prácticas y leyes antimonopolio están en

declive, en particular en los Estados Unidos, el referente del

liberalismo, porque los Estados buscan «campeones» nacionales para

fortificarse ante la creciente competencia en los mercados

internacionales. Pero eso no significa que esas leyes no deban existir y

evolucionar.

La tercera vía de prostitución de la idea de mercado es que el trabajo

se ha convertido en la principal y, en muchos casos, en la única forma

de acceso a esa riqueza que, en realidad, no sabemos cómo repartir de

una manera justa y equitativa. La existencia de un mercado de trabajo es

un aplicación natural, necesaria y eficaz del mercado para la asignación

de «recursos humanos» a necesidades y proyectos. Pero el hecho de que el

trabajo sea la única forma de asignar riqueza lo veo injustificado y una

peligrosa perversión que corroe el ideal de mercado. Hoy en día existen

infinidad de trabajos innecesarios, en muchos casos subsidiados por los

Estados, porque son la única forma de asignar riqueza (Graeber, 2013).

En uno de sus artículos más citados, Keynes (1933) anticipa que en una

economía que no crece ad infinitum y cuya productividad se incrementa de

manera constante, eventualmente todos (sus nietos) acabaríamos

trabajando menos. Que no haya sido así hasta la fecha y no estemos

avanzando en esa dirección es un monumental fallo del modelo. Por otra

parte, obviamos la otra forma fundamental de reparto de riqueza, la

participación en el capital, que por alguna oscura razón queda reservada

para esos odiados, con razón, «capitalistas».

Hay otros muchos aspectos del concepto o ideal de mercado y de sus

posibles implementaciones que sería necesario abordar, pero destacaré

aquí solo uno más, un subproducto de la existencia del mercado que

introduce otra dimensión relevante para la anarcoutopía: los mercados

como fuentes de información y la posibilidad de crear mercados de

predicción (Hayek, 1945), idea que ha sido defendida por numerosos

economistas de prestigio (Arrow et al., 2008). En mi concepto de utopía

límite los mercados predictivos son un componente esencial de la gestión

de futuros y expectativas de la sociedad.

Democracia

La democracia en sus orígenes es el empoderamiento de un colectivo y la

capacidad de «hacer que ocurran cosas». En la mente de la mayoría de las

personas hoy y en la burda implementación de las democracias que

tenemos, la democracia se reduce al voto y a la decisión por mayoría,

prostituyendo su aspiración original con trágicas consecuencias para la

vida pública y para el desarrollo de la sociedad.

La ciudad-Estado de Atenas, desde finales del siglo vi a. C. hasta

finales del siglo iv a. C., es un caso de estudio de democracia

epistémica participativa: un ejemplo histórico ampliamente estudiado de

una comunidad cuyo notable éxito puede explicarse, al menos en parte,

por la presencia de dos de los factores clave de la inteligencia

colectiva: sofisticación y diversidad (Hong y Page, 2008; Ober, 2008).

Atenas habría superado a sus ciudades-Estado rivales por su superior

capacidad de resolver problemas complejos y producir conocimiento.

En «Democracia cognitiva», Henry Farrell y Cosma Shalizi realizan un

provocador análisis cualitativo comparando las capacidades, virtudes y

limitaciones de mercados, democracias y jerarquías para la resolución de

problemas complejos. Su tesis es, en esencia, que la democracia presenta

beneficios únicos como forma de agregar perspectivas muy diversas de

diferentes personas para la resolución de problemas de manera colectiva.

Su perspectiva incorpora ideas de la ciencia cognitiva, la sociología,

el aprendizaje automático y la teoría de redes (Farrell y Shalizi, 2012

y 2013).

En su visión, que tiene ya más de diez años, cuentan con la

incorporación a futuro de todas las capacidades que las redes y

servicios digitales nos habían hecho soñar y anticipar desde los

comienzos de la Revolución Digital durante los años de la última década

del siglo xx (Hilbert, 2007). Por desgracia, salvo iniciativas

anecdóticas o en el mejor de los casos emergentes, estas expectativas

están por el momento muy lejos de materializarse. El modelo de negocio

dominante en Internet, la publicidad y la resistencia de los grupos de

poder establecido tienen mucho que ver en ello.

Al igual que el mercado, la democracia lleva en su seno la semilla de su

autodestrucción. Existen numerosos estudios de sus limitaciones y

contraindicaciones. En primer lugar, no es posible diseñar un sistema de

votación que ordene las preferencias de un colectivo de modo que se

respeten tres ciertos criterios «racionales» básicos (Arrow, 1950).

1. Ausencia de un «dictador»: Es decir, una persona que tenga el poder

para fijar las preferencias del grupo.

2. Unanimidad o eficiencia (débil) de Pareto: Si todos los votantes

prefieren la alternativa X a la alternativa Y, entonces el grupo

prefiere X a Y.

3. Independencia de alternativas irrelevantes: Si la preferencia de los

votantes entre X e Y no cambia, entonces la preferencia del grupo entre

X e Y permanecerá sin cambios, aunque cambien las preferencias de los

votantes entre otros pares de opciones como X y Z, Y y Z o Z y W.

En la práctica, esto significa que cualquier sistema de votación dará

como resultado una decisión agregada que podría perjudicar o, al menos,

no será plenamente compatible con las preferencias de algunos de los

votantes. El riesgo de que una democracia entendida de manera

maximalista se convierta en una tiranía de la mayoría fue formulado con

precisión por John Stuart Mill (1869) en uno de los ensayos cumbre del

liberalismo, On liberty (Sobre la libertad). La democracia mal entendida

puede, de hecho, privar al ciudadano individual de muchas libertades que

podría, sin embargo, encontrar en alguna otra forma de sociedad (Berlin,

1959).

En segundo lugar, la deseable expansión de la democracia conduce a su

propia degradación al dar voz a ciudadanos cada vez menos preparados o

interesados (Hochschild, 2010). Para Anthony Downs (1957), de hecho, el

votante cognitivamente sofisticado es un oxímoron. Las democracias

masivas se sostienen, en consecuencia, por una paradójica irracionalidad

racional (Caplan, 2007).

Ya sea por estas razones, ya sea por una dinámica de agotamiento de un

sistema incapaz de renovarse e instalado en la autocomplacencia, la

realidad es que durante los últimos veinte años, es decir, el siglo xxi,

las democracias están cuestionadas y en fase de retroceso, tal como

atestiguan los numerosos índices de seguimiento de instituciones como

The Economist o Freedom House. El estancamiento del sistema es el caldo

de cultivo ideal para los autócratas que buscan formas de perpetuarse

aprovechando las debilidades del sistema (Versteeg et al., 2019) y

utilizando sin escrúpulos las posibilidades que ofrecen las nuevas

tecnologías (Guriev y Treisman, 2018).

El inmovilismo ha hecho que nuestros sistemas políticos tengan la

apariencia externa de una democracia, pero estén controlados en gran

medida por fuerzas antidemocráticas, tanto públicas (partidos y

burocracias estatales) como privadas (empresas y «capitalistas»). Si hay

una cosa que muestra el fiasco del coronavirus, es la necesidad de un

cambio radical.

[10]

De hecho, el modelo chino, una economía de mercado inserta en una

autocracia sin libertades políticas, es una opción que muchos empiezan a

contemplar como alternativa atractiva a las agotadas democracias

occidentales. Una tendencia, sin duda, preocupante para los fanáticos de

la libertad.

Gobierno, jerarquías y burocracia

«Nada les parece más sorprendente a quienes contemplan los asuntos

humanos con mirada filosófica que la facilidad con la que los pocos

gobiernan a los muchos, y la implícita mansedumbre con la que los seres

humanos someten sus propios sentimientos y pasiones a los de sus

gobernantes».

David Hume.

Llegamos a la cuestión que considero el punto de apoyo principal sobre

el que pivotar hacia la anarcoutopía: ¿qué es realmente el Estado y por

qué es necesario?

El gobierno como grupo reducido con poder de decisión y ejecución en una

amplia mayoría o la totalidad de asuntos que afectan a un colectivo es

una aberración, una quimera y un agujero negro de expectativas. En su

versión idílica, se trata de un mito que no difiere mucho de la creencia

en la existencia de un dios todopoderoso preocupado por sus criaturas.

Los que creen en el Estado depositan en él sus esperanzas y anhelos

movidos por la fe, como lo hace el creyente. En su versión pragmática,

es una opción desastrosa para la organización de los asuntos de un gran

colectivo de personas, como puede ser una ciudad o una nación. Los que

lo ven como el mal menor lo hacen con el mismo cinismo de Churchill, a

sabiendas de que nadie que asumiera con responsabilidad las esperanzas y

anhelos legítimos de un colectivo de ciudadanos del tamaño y variedad de

lo que hoy en día es una nación, y honestamente quisiera satisfacerlas,

nadie en su sano juicio, utilizaría un gobierno como los que rigen los

designios de las naciones hoy.

La distinción que hacemos entre lo «privado» (corporaciones) y «lo

público» (Gobiernos) es, cuando menos, difusa y en todo caso un

desarrollo bastante reciente.

[11]

Confundimos la titularidad pública de ciertos activos con su gestión y

administración. Me parece razonable argumentar a favor de la titularidad

pública de muchos activos, en particular los naturales, los servicios de

los ecosistemas que nos sustentan. Pero no veo ningún beneficio de un

tipo de gestión sobre la otra. ¿Por qué razón, que pócima mágica, qué

encarnación divina convierte a las personas de un Gobierno estatal

público en mejores personas (altruistas) y más capaces que otras para

tomar decisiones y ejecutar planes o medidas con profundas

repercusiones? ¿Qué hace más eficiente, justa o bondadosa a una

corporación pública?

El Estado democrático actual es el equivalente a una enorme empresa o

corporación de cuya actuación y rendimiento depende críticamente la vida

de muchas personas, gestionada por un equipo de personas, el Gobierno,

formalmente «escogido en las urnas». Detrás de él existe una burocracia

de proporciones gigantescas con ineficiencias literalmente

inimaginables. Su tamaño y su complejidad hacen imposible para la

mayoría su comprensión y no digamos ya su reforma, pero con mayor motivo

para ese gobierno y esos gobernantes que no tienen ni la capacidad ni

los incentivos para llevar a cabo esa misión. En cambio, en un sistema

democrático sí que existen incentivos para que los que ejercen el poder

expriman su posición durante el término de su mandato, propiciando todo

tipo de favoritismos y decisiones que en nada sirven a la mayoría que

los ha elegido. Los partidos políticos, otra de esas ideas rancias que

mantenemos viva, son una auténtica mafia cuyo único objetivo es la

consecución del poder.

Entonces, ¿por qué tenemos Estados?

Robert Nozick (1974), reconocido liberal y defensor del Estado

minimalista, utiliza un experimento conceptual para hacer plausible la

aparición del Estado y justificar su inevitabilidad. En el estado

natural de libertad original que describe John Locke no todo es perfecto

y, en particular, los individuos buscarán formas de asociarse para

defender sus intereses. Las asociaciones espontáneas entre personas para

buscar protección acabarán compitiendo entre ellas hasta que,

eventualmente, una única asociación de protección acabará teniendo el

monopolio de la protección en una determinada región.

La descripción de Nozick es sencilla y provocadora, yendo a la esencia

del problema, y modelándola con lo que, desde mi punto de vista, es un

enfoque moderno. Plantea su ejercicio como una dinámica muy similar a la

que podríamos encontrar en un modelo estilizado en teoría de juegos y

sugiere, ya que no llega a construir y razonar sobre un modelo

matemático, que la solución para esa dinámica es el Estado. Sin duda,

podría irse un paso más lejos para modelar y evaluar en detalle las

condiciones que determinan la aparición del Estado como equilibrio de un

sistema dinámico de agentes. Siendo la geografía un factor determinante,

debería estudiarse también qué determina la fronteras de un Estado y por

qué ese Estado, como monopolio de protección, no se extiende al total

del colectivo humano.

Incluso tratándose de un modelo liberal, la justificación del Estado de

Nozick ha sido duramente criticada por los liberales duros, los

auténticos fanáticos de la libertad. Murray Rothbard (1982) argumenta

que la historia nos muestra que el Estado se ha originado siempre como

consecuencia de la conquista, la violencia y la explotación. El Estado

tampoco es necesario para la creación de las leyes y, sin embargo, el

Estado se tornará una máquina imparable de creación de reglas. La idea

del Estado como resultado del asentamiento del bandido o grupo de

bandidos y la posterior dulcificación de su imagen es la que propone

también Mancur Olson (1993) y resulta cuando menos tan sugerente como la

propuesta de Nozick.

Para los fanáticos de la libertad, el Estado como monopolio de la

violencia, con independencia del proceso por el cual haya llegado a

constituirse, es una imagen terrorífica. El Estado es una organización

criminal que subsiste gracias a una red de extorsión por medio de la

cual instituye el robo como forma de financiación de sus actividades.

Los ciudadanos no pagamos nuestros impuestos de manera voluntaria, sino

coaccionados por la posibilidad de ser condenados. Si lo hiciéramos

voluntariamente no se denominarían «impuestos». Todo Estado, además,

como casi cualquier organización, tiende a extender sus límites. Los

Estados no tienen un perímetro o límite natural. Hoy vemos normal que el

Estado se mantenga al margen de las creencias religiosas, pero durante

mucho tiempo no fue así.

El Estado se apoya y se extiende además en una monumental burocracia

que, en la actualidad, es más terrorífica que el más cruel de los

Estados personificados o caricaturizados con la figura del dictador.

Desde mediados del siglo pasado, pensadores de ámbitos del conocimiento

y posiciones muy dispares se han detenido a contemplar la burocracia con

ese asombro al que hacía referencia al principio de este ensayo. Von

Mises (Mises y Morris, 1944), Lewis Mumford (1966), Anthony Downs (1967)

o David Graeber (2015) han observado la jerarquía burocrática como un

logro político y organizativo asombroso. La burocracia es una forma de

gobierno en la que todos somos privados de libertad política, de la

posibilidad de actuar. Es la ausencia de ley, la tiranía sin tirano

(Arendt, 1970).

La lectura reposada de todos estos fanáticos de la libertad y críticos

del Estado es más que recomendable. Es necesaria. Negarse a mirar a la

realidad cara a cara intentando mantener algunas de las tentadoras

metáforas con las que nos dejamos seducir cuando somos niños es una

tentación. Pero la única forma de avanzar hacia una verdadera utopía no

es recurrir a la narrativa facilona y tramposa, y para ello hay que

mirar de frente a la realidad por terrible que esta sea. La realidad es

que no existen ni el Ratoncito Pérez ni los Reyes Magos, e incluso la

mano invisible ha de ser vigilada con mucha atención. En cambio, la

incompetencia y el abuso de poder son muy reales. Gobiernos y Estados no

tienen cabida en la anarcoutopía.

El anarquismo o la Cenicienta de las utopías

La psicología de la anarcoutopía

Los humanos somos la única especie de vertebrado que ha llegado a formar

grupos sociales que superan ampliamente los 200 individuos (Moffett,

2013). Nuestra escala de cooperación, como ha enfatizado Yuval Harari

(2014) hasta la saciedad, es quizás nuestro rasgo más distintivo como

especie, solo comparable a la escala de cooperación de los insectos

sociales. Pero a diferencia de estos, las personas no renunciamos a

nuestra individualidad reproductiva para formar una organización

eusocial.1 Si nuestras sociedades pueden considerarse un superorganismo,

lo son de una manera única en la naturaleza (Wilson y Hölldobler, 2008).

De hecho, desconocemos la razón última de nuestra capacidad de cooperar

como individuos libres. El sentido humano de la justicia supone un

auténtico rompecabezas para los psicólogos y economistas que estudian e

intentan modelar el comportamiento humano (Brosnan y Waal, 2014).

Desde 1982, el juego del ultimátum se ha utilizado como un modelo básico

en experimentos sobre negociación. Dos jugadores han de decidir cómo

dividir una suma de dinero determinada. El primer jugador propone cómo

dividir la suma entre ambos, y el segundo jugador puede aceptar o

rechazar su propuesta. Si la rechaza, ninguno de los dos jugadores

recibe nada. Si la acepta, el dinero se divide entre ambos de acuerdo

con la propuesta efectuada por el primero. Cuando el juego se juega una

única vez para que la reciprocidad no forme parte de la dinámica de

juego, la solución racional para el segundo jugador sería aceptar

cualquier reparto propuesto por el primer jugador que le conceda una

cantidad no nula. Sin embargo, la experiencia demuestra que, incluso en

esta situación idealizada, ofertas inferiores al 20 % son

sistemáticamente rechazadas.

Existe de hecho una variante del juego, conocida como juego del dictador

—que en realidad ya no es un juego porque el segundo jugador es pasivo—,

en la que el segundo jugador se limita a recibir lo que el primero (el

dictador) decida concederle en el reparto. De manera sorprendente,

aunque el primer jugador no tiene nada que perder y puede apropiarse del

total, suele ofrecer una cantidad no despreciable al segundo jugador,

incluso cuando el juego se juega una sola vez. Esta dinámica pone de

manifiesto que en la mente de los jugadores el sentido de la equidad es

más fuerte que la capacidad de raciocinio que debería permitir aislar la

situación idealizada del juego. Hay un condicionamiento que trasciende

el momento del juego. ¿Es cultural o genético?

Todo apunta a que la genética que subyace bajo nuestro comportamiento y,

en particular, nuestra moralidad y sentido de la justicia habrían

evolucionado a lo largo de millones de años como un mecanismo para

facilitar la cooperación a largo plazo, hasta convertirse en esa

característica distintiva de la especie humana. Durante lo que parece

haber sido un largo período de tiempo nuestros antepasados vivieron de

la caza y recolección en grupos mucho más igualitarios y menos

jerarquizados que los de otros primates. La sociedad actual mucho más

jerarquizada es el resultado de un desarrollo comparativamente muy

reciente de los medios de producción, que se inicia con la invención de

la agricultura y la ganadería, la creación de las ciudades, una profusa

división de tareas y el liderazgo como nuevo medio principal de

coordinación. En el período de tiempo del orden de unos 10 000 años en

el que tiene lugar esta transformación, no se han podido producir

cambios genéticos relevantes que hayan influido en nuestros instintos

más básicos. Por tanto, nuestras convenciones y comportamientos serían

en gran medida el resultado de la evolución «cultural», mucho más rápida

que la genética.

De alguna manera somos víctimas de una disonancia (Maryanski y Turner,

1992). Nuestra genética apuntaría en una dirección (más libertaria) y

nuestra cultura en otra (más jerárquica). Esta disonancia explicaría esa

sensación en la boca del estómago que describía en la introducción y

motiva la pregunta a la que intenta dar respuesta este ensayo. Mi

interpretación del comportamiento que se pone de manifiesto en el juego

del ultimátum es que se trata de una manifestación de esa disonancia.

Nuestra genética y/o nuestra inmersión en la sociedad son más fuertes

que nuestra capacidad de razonamiento abstracto (la que analiza el

juego).

Quienes lo interpretan como un comportamiento irracional, uno de los

muchos sesgos cognitivos que nos acechan y que son el resultado de ese

largo proceso evolutivo, y en particular los economistas que lo utilizan

para argumentar que cualquier solución Pareto-eficiente es superior,

creo que minusvaloran o no quieren ver que, en realidad, en nuestra

sociedad actual siguen sin darse las circunstancias que harían racional

aceptar la dádiva del primer jugador, cualquiera que esta sea. Muy al

contrario, nuestra psicología está programada para la interacción

repetida dentro del grupo al que pertenecemos, y anticipa el rechazo y

la réplica del resto de miembros del grupo que se sienten tratados de

manera injusta. Este comportamiento que, local y temporalmente, puede

parecer irracional, podría no serlo en absoluto. Nuestra psicología está

programada para rechazar la desigualdad y las posiciones de privilegio.

Y lo haría anticipando, correctamente, que una desigualdad o privilegio

prolongado en el tiempo acabará muy probablemente tornándose dañina. Es

en esencia el mismo argumento que utiliza Nassim Nicholas Taleb para

argumentar que el comportamiento o sesgo aparentemente irracional que

nos hace sobrerreaccionar ante el riesgo no lo es cuando en realidad se

desconoce el tipo de distribución que caracteriza el riesgo (Taleb et

al., 2019).

Con esta disquisición lo que pretendo es enfatizar dos ideas. La primera

es que nuestro comportamiento de rechazo visceral a la jerarquía, la

desigualdad y el poder puede y es muy probable que sea parte de nuestra

genética. La segunda es que, incluso si nuestra sociedad ha cambiado

demasiado rápido para hacer posible la adaptación de nuestra genética y

operamos fuera del rango óptimo, por decirlo de alguna manera, nuestro

rechazo podría seguir estando justificado. Es decir, que no deberíamos

dar por hecho que nuestra psicología está equivocada basándonos en

modelos de juego simplistas. A pesar de que soy penosamente consciente

de que las personas actuamos a menudo de manera irracional, en contra

del colectivo e incluso de nuestros propios intereses, no creo que en

este caso concreto exista esa demostración. Ante la duda, en esta

búsqueda opto por analizar si es posible construir o incluso reconstruir

nuestra sociedad, con igual o incluso mayor ambición, sobre la base de

unos mecanismos de cooperación que respeten nuestra psicología. Mi

análisis apunta a que sí es posible.

El anarquismo como teoría de la autoorganización

Lo hemos visto durante la pandemia.[6] Mientras que los Estados

occidentales eran incapaces de mover sus enormes maquinarias

burocráticas para responder ante los retos que nos ha planteado un

problema para el que no estábamos preparados, las personas hemos sabido

reaccionar con rapidez y suplir las carencias. Grupos de voluntarios, de

makers y empresas se han coordinado sin necesidad de un planificador

central para empezar a fabricar mascarillas, respiradores o atender

primeras necesidades. Puede ser una anécdota, pero ante una necesidad

común, un colectivo de personas será capaz, por medio del ensayo y

error, de la improvisación y la experimentación, de hacer que el orden

emerja del caos, de autoorganizarse (Ward, 1966).

Aunque la imagen presente del anarquismo está asociada a un movimiento o

ideología relativamente moderno en términos históricos, la rebelión del

individuo frente a la autoridad y la afirmación de los derechos a la

autoexpresión y al desarrollo sin restricciones son tan antiguas como la

existencia de instituciones coercitivas. Las ideas que enfatizan la

libertad individual y denuncian sus restricciones han sido expresadas

por pensadores a lo largo de los siglos. En los orígenes del anarquismo

tal como lo identificamos hoy, está la visión de una sociedad sin

gobierno, que consigue alcanzar su armonía, no por medio de la sumisión

a la ley o la obediencia a la autoridad, sino por el libre acuerdo entre

grupos profesionales o territoriales (Novak, 1958).

La publicación en 1793 de An enquiry concerning political justice and

its influence on general virtue and happiness de William Godwin se

asocia con la formulación del pensamiento anarquista moderno, basado en

un análisis sistemático de la economía, la política y la sociedad,

enmarcado en el pensamiento científico, ético y filosófico. Algunos

autores consideran que este movimiento anarquista, que alcanza su pleno

desarrollo durante el siglo xix, habría sucumbido en 1939 con la

victoria del general Franco en la guerra civil española (Kinna, 2012).

No sé hasta qué punto esta idea es ampliamente compartida por estudiosos

de la historia del anarquismo y de las ciencias políticas, pero me

resulta graciosa la atribución de esta dudosa hazaña a nuestro

«glorioso» pasado. En todo caso, el breve recorrido del movimiento me

sirve para apuntalar mi reflexión inicial de que, por algún motivo, el

anarquismo es una de esas ideas proscritas que apenas ha tenido minutos

de juego.

Existe una afinidad clara entre anarquismo y liberalismo. Para Thomas

Jefferson el mejor gobierno es el que gobierna menos. Para Henry David

Thoreau (1849), el que no gobierna en absoluto. Las ideas del ya citado

Murray Rothbard se encuadran dentro de lo que muchos denominan

anarcocapitalismo, una denominación que me parece desafortunada y

oportunamente escogida para etiquetar esas ideas como tóxicas. Creo que

sería mucho más apropiada la denominación de anarquismo de libre mercado

o, ya puestos y por ser más preciso, extensión anarquista del libre

mercado. Sin embargo, la línea principal del anarquismo como movimiento

político parece haber estado mucho más próxima al socialismo en su

oposición a la propiedad privada, y su declive asociado a la debacle de

los trágicos ensayos de comunismo habidos durante el siglo xx. No

obstante, resulta cuando menos enigmático que tantas personas y partidos

políticos sigan haciendo bandera de las ideas económicas del marxismo y,

en cambio, las ideas anarquistas permanezcan asociadas a una minoría de

inconformistas e inadaptados que apenas merecen consideración.

En el artículo citado que utilizo como título para esta sección, Colin

Ward se pregunta: ¿Por qué asumir que todas las formas de organización

necesitan «gerentes», y que además estas personas deben recibir una

compensación mucho mayor que la de los simples trabajadores? Y argumenta

con algunos ejemplos que la idea de que un gran número de unidades

industriales autónomas pueda coordinar o federar sus actividades sin

necesidad de una autoridad no tiene nada de extraño. A mediados de la

década de 1960, la idea podía resultar mucho más transgresora que en la

actualidad. Hoy disponemos de medios de colaboración más sofisticados, y

muchos proyectos en el ámbito de la ciencia y el desarrollo tecnológico,

como los proyectos de software de código abierto, demuestran que la

autoorganización a gran escala es posible y que sus productos no solo

son comparables a los producidos bajo modelos jerárquicos, sino que,

como es el caso de Linux o Wikipedia, son superiores. Si aún nos quedaba

alguna duda, la pandemia, por desgracia, nos ha demostrado que el

teletrabajo y la colaboración a distancia son posibles en muchos más

casos de los que hasta ahora la mayoría de las corporaciones admitían.

Meditemos sobre las razones e implicaciones.

Colin Ward establece cuatro principios que me parecen pertinentes como

requisitos de cualquier proyecto de organización realista y compatible

con los ideales de libertad. Su encaje con mucho de lo ya dicho hasta el

momento debería resultar evidente. En esencia, son una forma de dar el

paso a un sistema basado en equipos de trabajo (task force) temporales:

1. Voluntarios. Nadie es miembro de manera forzosa.

2. Funcionales. Existe un propósito, un objetivo bien definido.

3. Temporales. Con límites temporales precisos.

4. Pequeños (o limitados). Un tamaño que no comprometa su temporalidad

ni su relación con otros proyectos o el conjunto de la sociedad.

Es evidente que la aplicación de estos principios puede requerir un

desarrollo prolijo y que no estará exento de dificultades y compromisos.

Exactamente igual que cualquier otro sistema organizativo. Puede que lo

pequeño no siempre sea bello y, con seguridad, no existe una única forma

de hacer u organizar y mucho menos una forma ideal de organización.

Precisamente, por esa razón la organización debe poderse diseñar y

adaptar a medida, con precisión. Por eso es vital poder ensayar.

Las ideas de Ward pueden haberse adelantado a su tiempo y pueden ser un

buen ejemplo del tipo de ideas en el banquillo a las que me refería al

principio de este ensayo. Prácticas como el Agile management —antes de

verse pervertidas por el ensordecedor bombo que rodea la tecnología— en

el desarrollo de software incluyen elementos evidentes de

autoorganización. Empresas como Zappos han hecho bandera de la

holocracia. En el ámbito de la gestión empresarial, no me cabe duda de

que la autoorganización solo puede ganar adeptos y terreno (Swann y

Stoborod, 2014; Hamel y Zanini, 2020).

Sobre el carácter voluntario merece la pena insistir en que la

participación o adhesión a cualquier tipo de grupo, iniciativa o

colectivo en el sentido más amplio posible debería estar siempre sujeta

a la libre opción y contratación entre las partes. Este es un principio

de los movimientos anarquistas de mercado que me parece esencial. Una de

las grandes ideas que invocamos a menudo y que articula nuestra sociedad

es la del contrato social.[7] Un contrato nunca firmado me parece una

trampa conceptual. La idea de que no es posible acordar voluntariamente

ciertas normas o reglas me parece, en el mejor de los casos, otra idea

anticuada; en el peor, una forma encubierta de dictadura que damos por

buena. Cualquier acción en una sociedad libre debe estar sujeta a la

libre contratación (Murphy, 2010).

Siete piezas para un nuevo modelo

A continuación enumero de manera sucinta siete ideas para la

anarcoutopía. Siete piezas para mi puzle o mecano. Cinco de ellas son

ejemplos de sistema anárquico, es decir, autoorganizado, sin jerarquía.

Algunos, como los habilitados por la revolución de la información son

recientes y en pleno desarrollo, en algún caso como Blockchain aún

emergente. El enjambre es un modelo de organización sencillo que existe

en múltiples formas en la naturaleza y ha servido como inspiración

(metaheurística) para algoritmos de optimización. La ciencia es un caso

intermedio que comparte características con alguno de estos modelos. La

estigmergia es un mecanismo extremo de coordinación anárquica, cuyo

potencial estamos empezando a comprender. Y la posibilidad de modelar

matemáticamente y simular sistemas complejos es una herramienta de apoyo

para facilitar ensayos y la toma de decisiones.

He elegido siete de manera completamente arbitraria. No son

independientes ni excluyentes y, de hecho, algunas de ellas guardan

relación entre sí o se complementan. Mi objetivo no es presentar una

panorámica coherente, mucho menos un proyecto cerrado o una hoja de

ruta. Es únicamente incitar a la reflexión y presentar un primer

catálogo de antiexcusas para la anarquía y la autoorganización. Sin

duda, harán falta muchas más piezas que deberán añadirse a este

catálogo, y espero que así ocurra.

La ciencia

El método científico es posiblemente el desarrollo más notable de la

historia moderna y la ciencia la empresa más ambiciosa de toda la

historia, un esfuerzo social y colectivo sostenido por una intrincada

división del trabajo cognitivo que se ha ido extendiendo progresivamente

a un número cada vez mayor de ámbitos de aplicación y ha contribuido a

crear nuestro modelo de progreso. El trabajo creativo de los

investigadores establece una forma de «validar» la verdad que nos

permite navegar por lo desconocido para aumentar el acervo de

conocimiento de manera sistemática, y usarlo para desarrollar nuevas

aplicaciones.

La forma de validar la verdad es la publicación de los resultados y la

crítica del resto de la comunidad científica. Los iguales, o pares,

analizarán y validarán los resultados de otros investigadores. Al igual

que Penélope, los científicos destejen cada día el conocimiento tejido

el día anterior. Constantemente llegan nuevas pruebas para enmendar la

sabiduría establecida. La superior capacidad explicativa o predictiva de

una hipótesis o teoría que no haya podido refutarse constituye el estado

del arte del conocimiento o la verdad. Pero esa verdad nunca está

cerrada, siempre está en disputa.

Huelga decir que la ciencia no es perfecta, que el método científico

tiene sus limitaciones, fundamentalmente el enorme coste de la revisión

por pares que obliga a una validación constante. La ciencia progresa por

ello con lentitud y hay quien cree que hoy podría estar avanzando a un

ritmo más lento de lo que sería posible debido al tamaño masivo de lo

que ya sabemos. La ciencia no puede producir conocimiento a la velocidad

que a veces esperamos de ella —como ha ocurrido durante la pandemia—. El

crecimiento en el número de artículos, en muchos casos incentivado por

la forma en que se evalúa a los investigadores, hace que sea cada vez

más difícil realizar un seguimiento de todas las publicaciones

relevantes para su trabajo.

La maquinaria de la ciencia no está exenta de la captura por parte de

intereses partidistas o corporativos, pero el sistema de validación,

como contrapartida a su alto coste, mantiene a raya la amenaza. Con

todas sus limitaciones, cabe afirmar que la ciencia es más productiva,

más robusta y está mejor «gobernada» que la mayoría de las

organizaciones y, por ende, cualquier organización de un tamaño

comparable y, en particular, los Gobiernos de las naciones

«democráticas».

Y como vemos, en la ciencia no hay autoridad. No hay dioses, ni reyes,

ni maestros, más allá del reconocimiento de la propia comunidad

científica y de la sociedad.

Blockchain

La filosofía del protocolo Blockchain es muy similar a la que inspira el

método científico. Si en el caso de la ciencia tenemos un modelo

completamente distribuido de producción y validación de conocimiento, en

el caso de Blockchain estamos ante un mecanismo igualmente distribuido y

anárquico diseñado para mantener un histórico de contratos validados.

En el caso de Blockchain es incluso más explícita que en la ciencia su

dependencia de un gran número de actores independientes y de la

necesidad de mantener su independencia y evitar la captura de un número

excesivo (más del 50 %) de ellos. Blockchain fue inicialmente

desarrollado en el contexto de creación de una moneda virtual que no

estuviera controlada por una entidad central y es un modelo ideal de

anarquía.

Como modelo de cómputo es tremendamente costoso e ineficiente, en

particular para competir con el sistema financiero actual. En cambio,

muestra la posibilidad de crear modelos de organización completamente

distribuidos y anárquicos que podrían tener aplicaciones en otros muchos

ámbitos y, en particular, hacer innecesarios los Gobiernos y sus

maquinarias burocráticas y jerárquicas para autenticar documentos,

contratos, licencias, propiedad intelectual y un largo etcétera.

[14]

Crowd everything

El crowdsourcing es un modelo de aprovisionamiento por medio del cual

personas u organizaciones obtienen bienes y servicios, incluidas ideas,

votaciones, microtareas o financiación, por parte de un colectivo

amplio, en principio abierto, y que evoluciona de manera fluida para

adaptarse a las necesidades que se demandan. El crowdsourcing existía

antes de la era digital, pero su uso se ha generalizado en ciertas

aplicaciones gracias a Internet como gran habilitador.

El número y tipo de actividades que, en la actualidad, utilizan

mecanismos de crowsourcing es muy variado. En particular:

● Crowdfunding (financiación colectiva)

● Crowd creation (creación colectiva)

● Crowd voting (votación colectiva)

● Crowd wisdom (sabiduría colectiva)

● Crowd learning (aprendizaje colectivo)

Todos conocemos ejemplos de los proyectos y empresas que han explotado

esta forma de autoorganización. Su mayor o menor avance depende, en gran

medida, de los requisitos específicos del tipo de actividad, sus

implicaciones y los entornos regulatorios existentes. Pero no existe en

principio ninguna razón para pensar que no pueda extenderse a cualquier

actividad o tarea que precise incorporar recursos de manera puntual o

dinámica.

Código abierto y Wikipedia

Ejemplos particularmente significativos de colaboración basados en

crowdsourcing son el desarrollo de proyectos de software libre o

Wikipedia.

Linux es el sistema operativo en el que se basan todos los sistemas

operativos de los dispositivos de consumo modernos, pero existen muchas

otras iniciativas de software libre, como Apache o Firefox, que han

alcanzado una masa crítica y un impacto muy superiores a los de

cualquier otro proyecto de desarrollo de software.

Por otra parte, Wikipedia superó en cuestión de meses la extensión y la

capilaridad de las enciclopedias existentes en el momento de su

aparición, en el año 2000, convirtiéndose, a pesar de los increíbles

retos que ha debido afrontar para mantener la coherencia y veracidad de

la información, en el principal referente de acceso mayoritario al

conocimiento.

Tanto los proyectos de desarrollo de software de código abierto como

Wikipedia pueden ser considerados ejemplos de gestión de sistemas

complejos masivos, que pueden ser analizados en detalle y utilizados

como modelos para el desarrollo de sistemas de colaboración, abiertos y

anárquicos con aplicabilidad en otros muchos ámbitos.

Inteligencia de enjambre

La inteligencia de enjambre es el comportamiento colectivo de sistemas

descentralizados, autoorganizados, naturales o artificiales. En su

sentido más amplio quiero referirme aquí a modelos del tipo de los

autómatas celulares. Un «enjambre» es una población de agentes simples

que interactúan localmente entre sí y con su entorno siguiendo reglas

muy simples, sin una estructura de control centralizada. La inspiración

para este tipo de sistemas proviene de sistemas biológicos naturales

como las colonias de insectos sociales (hormigas o termitas), las

bandadas de peces o pájaros (por ejemplo, estorninos) o la fauna

microbiana, cuyo comportamiento agregado es emergente, es decir, no

deducible de una manera inmediatamente evidente de las reglas y, de

alguna manera, sorprendente en tanto en cuanto manifiesta un

comportamiento sofisticado —¿inteligente?— que no es posible atribuir a

los agentes individuales.

Desde hace años, este tipo de comportamiento es objeto de estudio en el

ámbito de la inteligencia artificial. Su aplicación a los robots se

denomina robótica de enjambre. La predicción de enjambre se ha utilizado

en el contexto de problemas de pronóstico, y en un sentido amplio para

desarrollar algoritmos de optimización que, de manera similar al mercado

o la democracia, son capaces de dar solución a problemas complejos

(Eberhart et al., 2001).

Una organización de enjambre es un esfuerzo descentralizado y

colaborativo de voluntarios organizado en torno a un pequeño núcleo de

personas que sirven como andamiaje para involucrar a una gran cantidad

de voluntarios que cooperen en torno a un objetivo común. Con este

particular nombre y enfoque ha sido preconizada por organizaciones

activistas, como el Partido Pirata (Falkvinge, 2014).

Estigmergia

La estigmergia es un mecanismo de coordinación indirecta entre agentes,

a través del medio ambiente en el que estos operan. El rastro dejado por

una acción individual desencadena una acción posterior de un mismo

agente o de otro agente diferente, sin que exista ningún tipo de

comunicación ni contacto directo entre ellos. La estigmergia es el

mecanismo que utilizan muchos insectos sociales, por ejemplo las

hormigas, para coordinarse y es también el utilizado en la tecnología de

la web para conseguir la persistencia de la información sobre los

usuarios y su actividad en la red. Las cookies son pequeñas piezas de

información que la visita a un sitio web deja almacenada en nuestro

dispositivo, y que podrán ser posteriormente consultadas por una

siguiente visita al mismo sitio web u otro diferente.

La estigmergia posibilita la coordinación de actividades complejas sin

ninguna necesidad de planificación, control, comunicación, presencia

simultánea o incluso conciencia mutua. Esto hace que el concepto sea

aplicable a una gran variedad de dinámicas, desde las reacciones

químicas hasta la cognición individual o, como hemos visto, la

colaboración que hace posible Wikipedia. El análisis de las

posibilidades que ofrece el concepto como mecanismo de autoorganización

se ha ido extendiendo a una gama cada vez más amplia de dominios, como

la robótica o nuestra propia sociedad. El entendimiento de sus

posibilidades es todavía muy limitado, pero todo apunta a que su

potencial sigue siendo subestimado (Heylighen, 2016).

Modelado y simulación de sistemas complejos

Otra herramienta que nos ha dado la extraordinaria capacidad de

computación de la informática es la posibilidad de crear modelos y

simular sistemas de enorme complejidad. Como ya he comentado, uno de los

grandes problemas para innovar en cualquier ámbito es la necesidad de

ensayar, con el coste que ello tiene en términos de fracaso que, en el

caso de sistemas críticos o difícilmente replicables, pueden de facto

hacer indeseables o imposibles los ensayos.

Todo sistema de ensayo y error necesita modelos que ayudan a captar la

esencia del problema e interpretar los resultados del ensayo. Las

matemáticas son el aliado de la ciencia y han sido determinantes para

conseguir que el modelo científico se extienda a ámbitos diversos. Pero

las matemáticas no son una panacea y, en muchos casos, tratar con la

complejidad de los modelos matemáticos necesarios es una barrera. Este

ha sido el caso de las ciencias físicas durante prácticamente todo el

siglo xx, y en gran medida los modelos matemáticos son en la actualidad

una limitación en economía.

El avance de nuestra comprensión de los sistemas complejos y nuestra

capacidad de crear modelos de computación y simular ha supuesto un gran

avance en muchos campos del saber. El modelado de sistemas sociales

apenas ha comenzado a salir del terreno de la especulación, pero sin

duda avanzará, y no tengo ninguna duda de que los modelos matemáticos y

la capacidad de simulación pueden convertirse en herramientas muy útiles

para el diseño de sistemas y organizaciones diseñadas para abordar los

más variados propósitos.

A medida que seamos capaces de hacerlo de una manera más flexible y

robusta, nuestra capacidad para implementar algunos de los requisitos de

la anarcoutopía que se detallan a continuación será mayor.

Instrucciones de montaje

Las instrucciones de montaje de la anarcoutopía deben entenderse y

deberán ser desarrolladas como condiciones de contorno o principios de

actuación. Como ocurre con las piezas enumeradas, esta lista de

instrucciones no está completa ni cerrada. La presento aquí como mera

sugerencia y primerísima aproximación a lo que debe ser la anarcoutopía.

El contrato social ha de ser explícito

Nadie debería vivir nunca bajo leyes o contratos que no acepte. El

objetivo de una educación y socialización anarcoutópicas debe ser

permitir a la persona aceptar o rechazar de manera consciente la

pertenencia a un colectivo, sea el que sea.

En su obra en construcción, Principia política, Nassim Nicholas Taleb

recoge literalmente como principio que «ninguna entidad, gubernamental o

de cualquier otro tipo, debería ser capaz de obligar a un individuo a un

sistema político o económico en contra de su voluntad» (Taleb). Los

individuos que no acepten ninguno de los modelos o contratos vigentes

deben ser libres de crear el suyo propio o vivir al margen de los

colectivos establecidos.

Las fronteras no existen en un mundo hiperconectado

En un mundo hiperconectado —globalizado— la vinculación de Estados a

territorios es una entelequia insostenible. Más allá del hecho de que

somos entes físicos y debe respetarse nuestro derecho a tener un lugar

para vivir y desarrollarnos, la pertenencia de cualquier persona a

cualquier colectivo debe transcender las fronteras. Cualquier persona

debería poder pertenecer a cualquier tipo de colectivo que busque o

acepte «ciudadanos» para su causa. De la misma manera que uno puede

contribuir a Wikipedia o Linux desde cualquier parte del mundo, lo mismo

debería ocurrir para cualquier otra causa, excepto, lógicamente,

aquellas cuya naturaleza necesariamente esté vinculada a un lugar.[8]

Cualquier organización tendrá un alcance limitado en todas sus

dimensiones

Cualquier organización que perdura en el tiempo se convierte en un fin

en sí mismo, una burocracia esclerótica que corrompe sus objetivos

fundacionales y atrae todo tipo de parásitos. Es el caso de los partidos

políticos y de muchas empresas zombis. Cualquier organización debe tener

un alcance máximo en términos de recursos y tiempo y estar ligada a un

cometido concreto. Nuevamente, Taleb recoge esta misma idea como

principio: «No se debe crear una institución o agencia pública sin una

fecha de vencimiento». Lo hago extensible a cualquier otra dimensión.

En la transición a la anarcoutopía, empresas, partidos políticos y

cualquier otra organización deben ser revisadas, redefinidas y

replanteadas para acomodarse a este principio.

En particular, los partidos políticos

El rol de los partidos como agentes en los sistemas democráticos

modernos hace mucho tiempo que está superado. Los partidos se han

convertido, como cualquier otra organización que perdura en el tiempo,

en obstáculos que únicamente intentan perpetuarse en el poder y

apantallan la participación ciudadana y la toma de decisiones

relevantes. Cualquiera de las tareas con sentido que en la actualidad

llevan a cabo los partidos políticos debe poder ser sustituida con

ventaja por una fuerza de trabajo con un objetivo bien definido y

limitada en recursos y tiempo.

En particular, las empresas

En un mercado realmente competitivo las empresas se extinguen de manera

natural. Todo apunta a que las empresas se parecen más a los organismos

biológicos mortales (Daepp et al., 2015) que a las inmortales ciudades

(Bettencourt et al., 2007). Eso significa que, en principio, garantizar

la libertad de mercado aseguraría la limitación en el tiempo de la

empresa, por pura mortalidad.

Existe, por otra parte, una diferencia esencial entre la empresa

emergente (start-up) como mecanismo para el ensayo y creación de nuevos

productos y modelos de negocio y la empresa establecida, cuyo objetivo

esencial es la optimización de procesos para asegurar la competitividad.

Con toda la ambigüedad que ello pueda suponer, ninguna empresa debe

tener poder para decantar el mercado a su favor.

Educación para la anarcoutopía

Es más rentable la inversión en educación que cualquier otra

alternativa. Los tiempos necesarios para el retorno de la inversión han

de ser considerados. El objetivo de la educación es hacer accesibles el

mayor número de ideas posibles al conjunto de las personas, pero sobre

todo poner los medios para que cualquier persona sea consciente de que

el número de ideas que puede albergar es limitado, que existen otras,

que es posible encontrarlas y que pueden llevar a puntos de vista y

soluciones diferentes. La educación debe ampliar el espacio de

posibilidades, no limitarlo. El objetivo de la educación no es crear

corderos mansos para el rebaño. En consecuencia, debe también crear una

conciencia de responsabilidad en la persona. Las personas libres somos

responsables de nuestros actos y está en nuestro interés comprender,

anticipar, decidir y mitigar riesgos.

Alternar, hibridar

En matemáticas (teoría de juegos) cuando ninguna estrategia es ideal o

existe más de una equivalente, siempre es posible crear una nueva

estrategia combinando las anteriores de manera probabilística. Alternar

en el tiempo y en el espacio puede ser una estrategia superior. De hecho

los defensores de los modelos bipartidistas como el americano en

realidad estarían muy próximos a esta idea si no la hubieran prostituido

por medio de partidos que persiguen perpetuarse ad infinitum.

To do list

El éxito de este ensayo será extenderse, sin ánimo alguno de

perpetuarse, para producir una lista larga de requisitos o principios

para la anarcoutopía, para mantener vivas las instrucciones de montaje

hasta que el proyecto pueda volar por sí solo. Existen iniciativas, como

la ya citada de N. N. Taleb, que, partiendo de premisas muy diferentes,

llegan a planteamientos similares. Será necesario ampliar al máximo su

perspectiva y buscar alianzas.

Otro mundo es posible

«Otro mundo no solo es posible, sino que ya está en camino. En un día

tranquilo, puedo escuchar su respiración».

Arundhati Roy.

Me cuesta mucho imaginar un siglo xxi en el que continuaremos mirando a

la ciencia y a la tecnología confiando en que seremos capaces de

alcanzar sueños de muy largo recorrido, como la colonización del

espacio, la inteligencia artificial o incluso la inmortalidad, un siglo

xxi en el que flirteamos con la idea de la singularidad, mientras

seguimos constreñidos por una política raquítica o momificada, anclados

a viejos modos de hacer por ideas que han acabado convirtiéndose en

cadenas para el pensamiento.

Sé que puede resultar tópico concluir este ensayo con una idea repetida

a menudo por personas y movimientos muy diversos: otro mundo es posible.

Pero quiero hacerlo como guiño y tributo a David Graeber. Creo que ha

sido el prototipo de anarquista moderno, de persona que ve más allá de

los muros del pensamiento establecido. Descubrí a Graeber cuando comencé

a pensar sobre el progreso y analizar en qué medida hemos progresado a

lo largo de la historia y, en particular, durante los últimos cincuenta

años. Encontré que compartíamos muchos planteamientos y ha sido, desde

luego, una fuente de inspiración. Cuando comencé a escribir este ensayo

no pensé que antes de concluirlo tendría que referirme a él en pasado.

Por desgracia, hace solo unos días David Graeber nos dijo adiós.

Por eso quiero concluir parafraseando una de sus reflexiones en

Fragmentos de antropología anarquista: Esto es de lo que va este

panfleto. De asumir que «otro mundo es posible», que instituciones como

el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriarcado[9] no son

inevitables, que otro mundo en el que no existan es posible y que en él

todos viviríamos mejor. Comprometerse con esta idea es prácticamente un

acto de fe. Ese mundo radicalmente mejor quizás no sea posible, pero

mientras no podamos demostrarlo, nos estaríamos traicionando al

persistir en la justificación de los errores y limitaciones que nos han

conducido al gran lío en el que estamos metidos.

Seré sincero. Me cuesta ser optimista. No, no oigo como Arundhati Roy la

respiración de ese mundo mejor, ni siquiera en un día tranquilo. Pero

tengo una corazonada. Lo siento en el vientre. Si el progreso va a

continuar, será con una buena dosis de anarcoutopía.

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Francisco J. Jariego 2017-2018

https://ideasyficciones.pacojariego.me/

[1] Eusocial, o «verdaderamente social», es una organización que combina

tres rasgos: sus miembros adultos se dividen en castas reproductivas y

trabajadores parcial o totalmente improductivos; los adultos de dos o

más generaciones coexisten en los mismos nidos; y los trabajadores no

reproductivos o menos reproductivos cuidan a los jóvenes (Wilson y

Hölldobler, 2008).

[2] Al citar a Bakunin, me he detenido en la declaración esencial de

amor por la libertad, porque de haber continuado, habría incorporado ya

motivos de discrepancia.

[3] El anarquismo y propuestas como la cibernética organizacional de

Stafford Beer forma parte de los actuales estudios críticos de la

gestión (critical management studies). Ver por ejemplo Land y King

(2014).

[4] Una idea muy probablemente en línea con el más puro marxismo y el

materialismo histórico. Y ciertamente, Marx y Engels parecen haber

tenido esta misma intuición sobre la relevancia de las ideas, aunque

luego ellos mismos y sus innumerables seguidores y exégetas se

estancaran en algunas particularmente perniciosas.

[5] Tal como describe otra de las utopías de este volumen («Abrazar un

árbol»).

[6] SARS-CoV-2, covid-19.

[7] Algunas ideas muy relacionadas en otra de las utopías en este

volumen («El nuevo contrato social»).

[8] Como bien ha apuntado alguno de los utópicos que contribuyen a este

volumen, las fronteras no deben entenderse en su sentido geográfico más

restrictivo, sino como una metáfora de límites arbitrarios en su sentido

más amplio.

[9] «El retorno de Eros», en este volumen.