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Sobre Steve Reich: retomando la escucha de Music for 18 Musicians, la progresión metamórfica "supone" la reiteración tonal en la que, como tiempo, permitiría la introducción de otra secuencia repetitiva frecuente o infrecuente. La fortuna de la introducción de cuerdas y vientos junto al piano podría tener un efecto alucinante, como si de un fractal viviente se tratara.
La historia invita a recordar el juicio estético sobre el juicio moral, sobre todo respecto del presonaje principal: el adolescente. Sin embargo, también es inevitable pensar en la noción de «chivo expiatorio» de René Girard y la recalcitrante perspectiva conservadora en el pueblo de Sicilia de entreguerras, por la que el matrimonio termina siendo la conciliación y el regreso del orden...
Otras películas de terror podrían estar presentes como intertextualidad (a la hora de ver). Al menos, la manera de presentar la extrañeza de lo no humano o lo desigual de cierta «normalidad ontológica» de lo humano. Por ejemplo: Suspiria, Hereditary. Aquí, la mezcla entre deseo sexual, extrañeza ontológica y muerte como elementos discontinuos en la narrativa que las largas tomas, la introducción del tema musical y los efectos configuran, es un logro fuera del lugar común.
Su potencia crítica sigue siendo vigente; tan actual aún que el retrato de la policía y de las instituciones para huérfanos como órganos de vigilancia y persecución continúan.
Los encuadres incrementan la tensión a la acciones. La película hace pensar en el personaje principal de la novela Musashi por momentos; aún más, por los alumnos de escuelas del manejo de la espada (en el s. XVII) que son retratados como ingenuos, vengativos y sin maestría; por la noción del «honor» del samurai en la que descansa una perspectiva superficial del Bushido -e ideológica, por supuesto-. Pero en la película estas nociones se acentúan en la superficialidad de los símbolos del «honor» del samurai, cual monumento de la indolencia y el interés propio por encima de la perspicacia que requiere una situación de precariedad. El seppuko queda aún ridiculizado debido a su relación directa con dicho código en esos términos.
De inmediato pensé en el ímpetu de desestabilización y el trastocamiento de la noción de arte de las vanguardias; en el decadente institucionalización de «arte» y sus grupos dominantes.
No sé bien qué decir de esta película...
Extraña forma de autoestima y sensación de completitud en una forma leve de sadismo.
Vanguardia, sin duda. Sin diálogo y con efectos que rompen la noción de hilo narrativo; se podría decir que el valor del montaje y la secuencia de cortes lleva la prioridad frente a cualquier especie de representación y narrativa. No existe necesidad de «deducción» de un mensaje o una historia -que las hay en términos de acciones- porque la prioridad está en la manera de lograr diluir la frontera de la ensoñación, los acontecimientos de una supuesta objetividad cronológica y la presentación de una realidad sorprendente.
Una poética del «no lugar» si se retoma de este concepto la noción de la identidad desligada de lugares de tránsito, sólo que, en este caso, el «no lugar» mismo termina configurando el carácter ontológico de los personajes de cara a la espera y la incertidumbre. Dicho carácter está en lo inhóspito de la vasta extensión del oeste norteamericano en el que la desnudez o el despojo de los discursos construidos por la cultura (tradiciones, por ejemplo) se diluyen frente a la precariedad y lo forzoso de una confianza inesperada en la alteridad. Lo más significativo de la película es el tiempo como tránsito por el oeste desértico, en el que por momentos ocurre en lapsos de tiempo real como la misma vastedad del desierto. El aburrimiento definiría una ontología en los personajes si no fuera porque la espera se fuerza hacia la vulnerabilidad.
La ficción puede hacer cualquier cosa, inclusive seguir rasgando la herida en la memoria de la esclavitud negra en EEUU. Me parece que el argumento de la historia se remonta, en la propia del cine, a los últimos momentos de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind), cuando los esclavos negros se ven enfrentados a la libertad como catástrofe de un sistema que, psicológicamente, no han abandonado. La frivolidad de los diálogos, del giro de la historia y de las razones y motivos de lo personajes dejan ver como insulso combatir el carácter «ontológico» (entre comillas) de la esclavitud. A mis ojos se trata de una película racista.
La cámara acompaña y se mueve conforme los movimientos de la protagonista, tal como el cine del grupo Dogma lo hiciera a finales del siglo pasado, con ese efecto de cierta incomodidad de «estar ahí». En cuanto a la historia, lo que parece una frivolidad cotidiana es ya un acontecimiento histórico más en la difuminación del estrellato en redes sociales. La construcción de subjetividad como figura pública que estaba reservada al cine o a la televisión se estrella contra las vulnerabilidades de la clase privilegiada del Norte Global.
Una película de terror, de las peores cosas esperadas a la hora de iniciar una carrera en la actuación dentro del mundillo corrupto y sexual del medio. Entre la esquizofrenia y la anmesia, la escena final es la corona de la historia.
La vorágine que una corporación de asesinos a sueldo tiene como telón de fondo el nihilismo. La vida como posibilidad es más un riesgo que la muerte misma porque ésta se encuentra asegurada, tanto usufructo y preservación de la corporación, como garantía. Es, precisamente, una exacta réplica de la maquinaria capitalista que todo lo engulle, sólo que la oposición a dicha maquinaria es «engullida» como vacío, espectro producido por la muerte misma que, paradógicamente, le preserva de la autodestrucción. Precisamente, ése es el gran riesgo al que se enfrenta el asunto al final. Para detenerlo hay que producir la muerte. De ahí, el personaje principal (Ávila) se presenta como una desviación retórica de la maquinaria de muerte (que es la empresa) hacia su autodestrucción como verdadera revolución. Pero a pesar del vértigo hacia el fin de todo (el de esa corporación) y el alcance de la libertad a punto de lograrse, la maquinaria misma, experta en hacer vivir experiencias límite donde la transformación de personajes margiales les edifica en el molde de la violencia y la destrucción, «soluciona» su problema principal con su propia poética paradógica. Al grado de elevarse al nivel de «arte» lo que tiene de sí es más de tragedia: la tragedia del títere; del esclavo asesino en la ilusión de poder. Los «momentos cinematográficos» con sus arias y piano lento declaran una decadente -por artificial y refinada, culta- estética de la preparación hacia la muerte: la de otros, la de sí, la del nihilismo.
Este animé atiende el asunto de la amenaza volcada sobre un otro radical -tan representativo en películas como Alien, el octavo pasajero- como terror. La relación entre Estado y la ambigüedad de la condición ontológica de los Ajin permite realizar prácticas experimentales destructivas contra éstos. Parece que todo se reduce a ello: la condición ontológica de los seres vivos (ya Giorgio Agamben trata el asunto respecto de los migrantes como «homo sacer» desde una crítica a la metafísica aristotélica). A partir de ahí, el abuso (secreto hasta que los mismos Ajin lo denuncian) se justifica frente al carácter totalitario del Estado. Luego viene el dilema ético que representa la reacción de Ajin organizados en contra del Estado y, finalmente, de lo humano (a partir de lo cual le cuestionamiento ontológico es ya inútil). En este contexto vale la pena dar seguimiento a la serie.
De la edición de librerías Gandhi. Lo meritorio de la misma está en el diseño de la cubierta y las páginas interiores de color negro con texto blanco. Ciertos problemas con la traducción, especialmente, algunos extraños pleonasmos o el uso de las mismas palabras en una oración... En cuanto el estilo de Lovecraft, se notan los larguísimos párrafos y las descripciones detalladas; la reiteración como recurso de tensión, cosa muy notable en el primer cuento, «El que susurra en la oscuridad». El mérito de Lovecraft es bien conocido. Es notable el ejercicio de la dificultad que tiene la representación de lo desconocido y lo no humano.
El desenfado de Zorba y su socarronería no carece de ternura, así como tampoco de contradicción: comienza con cierto anarquismo para decantarse por las nostalgias de un fin de año yendo a la iglesia aunque con mirada pagana. Voy a paso lento.
Siguiendo o prolongando la procrastinación de ciertas escrituras con la línea de lecturas desde Musashi hasta Vagabond..., llevo leído hasta el tomo 10 de la serie (en México se ha llegado hasta la edición del 14 hasta ahora, junio 2021). La adaptación de la novela de Yoshikawa es afortunada, si bien existen notables desviaciones del curso de la historia original de la novela, personajes, etc.. Los dibujos son lo que más me gusta. Leer un manga es como andar en una galería portátil con una historia de por medio.