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Hay muchas cosas que se dicen de más. Precisamente: en la poesía. Much/s poetas respaldados por el apoyo institucional de la cultura, en México, han presentado textos cuyo trabajo intelectual es notable. Notable, en cuanto que esta intelectualidad resalta la apariencia de que el lenguaje, como materia prima, tiene una forma «culta» de aparecer, de ordenarse tanto sintácticamente como en el espacio de la página. Y no es para menos, se dirá: se trata de literatura.
Pero no. Lo literario (mejor que «literatura») es un conjunto de costumbres y nociones alrededor de cierto tipo de textos ya diferenciados por los estudios poéticos (retóricos). Después de los estudios poéticos no hay nada que decir respecto de lo «literario». Cada quien le añade algo sobre lo cual coinciden otros de su grupo social de oficio.
Por ejemplo, el matiz retórico es evidente; el uso de dicha diferenciación puede volverse tan usual que es fácil identificar su aspecto de consenso en los textos mismos. Como tal, propio de un grupo de personas que ha consolidado dicha noción de «poesía», etc. La forma de abordar cualquier tema, cualquier desviación (retórica pero fácil de leer) en esos textos se vuelve algo común a es/s escritor/s.
¿Es un perogrullo? Posiblemente, pero soslayado, si se quiere, porque su condición de dispositivo consolidado que da lugar a lo literario es la institución. Y eso es algo parecido al academicismo. Sobre todo porque ha existido la tradición de la queja contra los moldes institucionales y que (me imagino que pasa en todos lados) paradógicamente replica en figuras de culto, textos de «referencia obligada», nuevas generaciones y grupos que en su búsqueda de consolidación recrean el lugar simbólico de lo intelectual, el elitismo, el privilegio (el grupo).
Lo arte, lo literario, lo otro en contraposición a ese dispositivo escapa de la consolidación. Permanece como impostura e incomodidad. Es difícil de tragar, como esa noción de «kultura» de alguien políticamente incorrecto como Ezra Pound. No participa de ello y podría hasta ignorar todo esa parafernalia «oficial» de las instituciones culturales, pasando desapercibida.
Bajo estas circunstancias la poesía, está claro, es «producida» por esa maquinaria de réplicas institucionales (academicistas dentro de las instituciones culturales no académicas y sus clusters en forma de publicaciones periódicas, editoriales, eventos, grupos, entre otros). No son capaces de arriesgar a desviarse aún retóricamente porque ese implicaría deshacer la institución y con ello el consenso sobre lo literario.
Esa poesía es la poesía que muere. Es escritura empobrecida, ignorada, inclusive, porque lo que se presenta es un nombre que consolida la institución cultural mientras ésta le consolida igualmente, tal como hacen los premios literarios. Y aunque la poesía puede ser cualquier cosa (en tanto que variabilidad, estilo, forma, lo que sea) éste es un «cualquier cosa» de consenso de un/s poc/s que se califican como apt/s.
Les delata el lenguaje, la aridez y la postura política del símbolo, la imagen poética, la construcción anodina de textos que se replican en estilo cultísimo y rico de referencias a la formación personal en la institución que les ha acogido.