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Abrió los ojos poco a poco. Pese a ser temprano los tenues rayos del sol de Mayo se abrieron camino a través de la ventana, iluminando la cara de Darío.
Se despertó temprano, miró hacia su derecha y no la encontró. Poco a poco volvía en sí y recordó que su amada Julia estaba ingresada en el Hospital desde hacía una semana. Esa vida que crecía dentro de Julia parece que no se lo iba a poner fácil. Se levantó cansado, como ya era habitual.
Llevaban casi ocho años juntos y desde el primer día que se conocieron supieron que estaban hechos el uno para el otro. Desde aquel día no se habían separado ni un momento. Darío la cuidaba como si fuera la única mujer en el mundo y eso fue uno de los rasgos que enamoró a Julia, que después de casi ocho años aun seguía queriéndola como el primer día.
Llegados a este punto creyeron conveniente que había que dar un paso más y decidieron tener un hijo; una hija mejor dicho, Marina.
Estaban ya casi saliendo de cuentas cuando Julia empezó a tener dolores y a sangrar, por lo que la ingresaron en el Hospital para que hiciera reposo y para tenerla vigilada en todo momento. A sus casi 40 años el riesgo en el embarazo es mayor y aparecen más complicaciones y ellos no querían ningún riesgo.
Se levantó y se fue a la cocina a hacerse un cola-cao. A sus 38 años Darío no tomaba café, tenía ese punto infantil de gustarle mucho el dulce, y estaba a todas horas comiendo chucherías. “Cuando Marina se empache a chucherías cómo le voy a echar bronca si yo hago lo mismo” pensaba Darío muchas veces. Llevaba unos meses que siempre que hacía algo se imaginaba como sería con Marina al lado. Quería ser un buen padre, el mejor padre del mundo para ella.
Se puso leche en un cazo y lo calentó al fuego. Hacía tiempo que se les había roto el microondas y debido a lo apretado de las agendas de ambos, fueron postergando la compra de uno nuevo hasta que ya se habían acostumbrado a la vida sin microondas, como antaño.
Se vistió, se calzó su chupa de cuero, cogió el casco y se dirigió al parking donde tenía su Intruder M1500, su otra pasión. Arrancó la moto y el ronroneo grave del motor hizo que se sintiera muy a gusto. Las débiles vibraciones del motor recorriendo su cuerpo y el calor del motor hacían que se sintiera relajado y el aire en la cara cuando iba en marcha le daba una sensación de libertad que, valga la redundancia, lo liberaba de su rutina estresante del día a día.
Salió del parking dirección al Hospital para ver a Julia con la impaciencia de los quinceañeros cuando se echan novia. Bajó la calle para ir a buscar la carretera principal y entrar en la ronda.
Era muy prudente con la moto, nunca corría más de lo debido ni pasaba entre coches a no ser que ya estuvieran parados o tuviera un espacio más que evidente por donde pasar con total seguridad. Casi la conducía como si fuera un coche y los muchos años de moto que llevaba a sus espaldas le habían enseñado que ni las prisas ni el estrés son compatibles con la moto.
Bajando por la avenida se le cruzó un coche que estaba aparcado y que salió sin avisar. Darío lo esquivó sin más, haciendo un gesto con la mano al conductor para que fuera con cuidado.
Llegando a la entrada de la ronda, otro vehículo dio un volantazo que casi lo echa de su carril. Darío le pitó y le hizo la clásica señal de los dedos en los ojos para indicarle que antes de maniobrar mirara los retrovisores, al entrar en la ronda casi lo arroyan. “Madre mía, como está el trafico hoy” pensaba Darío. Pasaba muchas veces, habían días que parece que todo el mundo se conjuraba para acabar con él, o que se ponían de acuerdo todos los ineptos del volante y domingueros varios para salir a la misma hora. Suerte de la experiencia de Darío, que llevaba en moto desde los 14 años. Solo había tenido un accidente, que lo dejó ocho meses de baja por una luxación de hombro con rotura de tres ligamentos, de la que lo tuvieron que operar sin demasiadas secuelas. Un coche lo había golpeado por detrás provocando su caída.
Llegó al Hospital y aparcó la moto. Ya estaba impaciente por ver a su Julia, ¡la quería tanto!. Subió a la planta y entró en la habitación 506. Allí estaba ella, con ojeras, despeinada, pálida, pero para Darío era la mujer más bonita del mundo. Se agachó y le dio un dulce beso y otro en la barriga donde crecía su Marina.... sus dos tesoros.
— ¿Que tal preciosa, has dormido bien?.
— Uff, que va, esta no ha parado de moverse en toda la noche, nos va a salir nocturna la niña— Darío ponía cara de tonto cuando se trataba de su hija nonata, se le caía la baba y eso que aun no había nacido.
— Estás preciosa.
— Anda, calla, siempre me miras con buenos ojos. Mira que pelo, y que ojeras tengo, estoy horrible.
— Eres la mamá más bonita de este Hospital— le dedicó una de sus sonrisas que tanto le robaban el corazón a Julia.
— ¿Te ha costado mucho llegar?
— No, tranquila, ya sabes que voy con cuidado.
— Ya lo se, pero no quisiera que vinieras con prisas y que te pase algo. Me preocupa mucho cuando coges la moto.
— No te preocupes mi niña, vengo con tiempo de sobra y vigilo más que nunca. Hoy es un día de esos negros. La gente conduce como el culo, no se donde les dan el carnet pero creo que muchos deberían volver a la autoescuela.
A Julia le preocupaba que le pudiera pasar algo, no sabe como se las apañarían si tuviera un accidente, o peor, no sabría como seguir viviendo si Darío muriera en un accidente. Decidió dejar de pensar en estas cosas que tan triste la ponían. El médico había dicho que nada de estrés, así que desvió su mente alejando los malos pensamientos.
— ¿Como van las cosas por tu trabajo?
— Fatal, han despedido a 10 personas más, ya no se qué hacer, me siento impotente cuando compañeras de hace tantos años ya no vendrán más.
— Tu no eres culpable de nada, no está en tu mano la solución, y menos cuando el resto de gente no hace nada por evitar que pasen estas cosas.
— Si, lo se, pero eso no quita que yo me sienta así, pero bueno. Ahora lo importante es que tu estés bien y Marina nazca sana. Tengo muchas ganas de que estéis en casa— otra sonrisa de las suyas que Julia consideraba tan erótica y que conseguía que sus mejillas enrojecieran.
Darío comió con ella y cuando se quedó dormida aprovechó para comprar unas cosas que Julia necesitaba. Cuando regresó Julia aun dormía y a Darío le encantaba verla dormir, ver los gestos que hacía con la cara cuando debía soñar, arrugando la nariz.
Siempre le había sorprendido las posiciones tan retorcidas en las que dormía, era imposible que así se pudiera descansar. Solía poner la cabeza entre los brazos doblados hacia atrás y la espalda arqueada. A veces se ponía boca arriba con los brazos hacia atrás y las piernas flexionadas colgando en el aire. Darío no entendía como se aguantaban. Y se reía mucho cuando se ponía a hablar en sueños, bajito y en una charla ininteligible.
Poco antes de que acabara el horario de visitas Julia despertó y allí se encontró a Darío mirándola mientras dormía, con esa cara de tonto tan característica que solía poner. Darío se entristeció, como cada día desde hacía una semana. No quería irse, quería quedarse con ella.
— Te quiero preciosa— se acercó a la barriga de Julia— y a ti, mi pequeña Marina. Descansa Julia.
— Descansa tu también, mi niño. Hasta mañana.
Darío cuidaba de Julia y disfrutaba haciéndolo y despedirse de ella le costaba horrores, la echaba de menos y quería que volviera ya a casa. Se habían vuelto inseparables; como decía su hermana, parecían agapornis, una raza de periquitos que los venden por parejas porque solos se mueren.
De regreso a casa hizo una parada en el bar "La Pérgola", porque tenía que ver a Dani, un amigo del barrio con el que tenía que hablar. Dani vendía una guitarra eléctrica y un compañero de trabajo de Darío estaba interesado. Estuvieron hablando poco rato, pero a Darío le pareció eterno; no le gustaban los bares, no entendía como a la gente le gustaba estar hacinada en un pequeño local lleno de humo y olor a fritos, inmersos en un barullo de gritos, risas histéricas y golpes en la mesa cuando jugaban a cartas o a dominó. Pero si algo había que superaba todo aquello eran los borrachos, simplemente los odiaba, no era capaz de entender cómo la gente se jodía la salud y la vida bebiendo hasta caerse al suelo.
Su padre, Enrique, había sido un gran bebedor. Se gastaba el dinero en los bares mientras a su familia le faltaba para comer. Su madre tuvo que ponerse a fregar escaleras para poder llegar a fin de mes y sacar para adelante a sus dos hijos.
Cuando su padre llegaba a casa siempre se discutía con su madre, que acababa llorando, de hecho a su madre la recuerda siempre llorando.
Los fines de semana su padre se iba el sábado por la mañana y venía a la hora de comer, como una cuba, y después de la bronca de rigor con su madre y de comer se dormía hasta la tarde, que se volvía a ir para regresar a altas horas de la madrugada dando tumbos. Otras veces se largaba el sábado y no aparecía hasta el domingo por la tarde, aunque Darío pensaba que mejor así. Era curioso que mientras todos los niños de su clase deseaban que llegara el fin de semana, el lo odiaba, el viernes ya empezaba a angustiarse.
A veces aparecía su padre con un brazo escayolado, otras veces con un morado en la cara, sin duda por las caídas que sufría por culpa del alcohol.
Cerca de ellos estaba Rubén, un vecino del barrio, un borracho declarado, que estaba en un estado de embriaguez importante, aunque aún era pronto. Rubén era buena persona, educada y respetuosa, pero cuando bebía cambiaba casi por completo, volviéndose pesado, fanfarrón y mostrando cierta agresividad.
— Bueno, pues quedamos así, dale mi número y que me llame a partir de las cinco de la tarde.
— Vale Dani, bueno, me voy a casa.
— ¿Ya?, pero si acabas de llegar.
— Es que ya sabes que a mi los bares me dan alergia.
— Venga hombre, al menos acábate el refresco— mientras tanto, Rubén se discutía a gritos con alguien y a cada momento chocaba con Darío, que estaba detrás. Cuando creyó concluida la disputa se giró y al ver a Dani y a Dario se inmiscuyó en su conversación.
— Hombre Darío, tu en un bar, jajajaja, espera que haré una foto porque cuando lo cuente nadie me va a creer, jajajaja— dijo Rubén con voz pastosa.
Darío tuvo que reprimir una arcada al respirar el aliento apestoso a vino de Rubén. Reconocía perfectamente los síntomas del alcohol: caída de ojos, arrastre de las palabras, tambaleos, olor dulzón rancio y aliento nauseabundo.
— Estamos hablando de cosas privadas Rubén, si no te importa.
— Huy, don importante, qué pasa ¿que te molesto?
— Va Rubén, si ya acabamos— dijo Dani conciliador. Rubén se apoyó en el hombro de Darío.
— Coño Darío, para una vez que te dejas ver el pelo, no seas tan rancio, hombreeee...
— Ni rancio ni ostias, apártate ahora mismo, déjanos tranquilos— dijo Darío de una manera tajante apartándose bruscamente de Rubén.
Darío era una de esas personas amable, solidaria y de buen carácter y le costaba enfadarse, pero ante algunas situaciones era muy fácil sacarlo de sus casillas. Esa era una.
— Huyyyy, cuidado, que el señorito se enfada— se apoyó más aún dejando caer su peso en el hombro de Darío. No tenía por que aguantar aquello. Lo cogió por la muñeca y se la retorció hasta que lo separó de si. Luego le dio media vuelta y lo sacó del bar a patadas. Cuando volvió a entrar, más de uno lo miraba con aprobación. Se bebió lo que le quedaba de refreco de un trago.
— ¿Ves por qué no me gustan los bares ni sus gentes?— se despidió de Dani, salió del bar y se fue para casa.
Iba circulando tranquilo, emocionado por ver a Julia y sobre todo por conocer a Marina, no podía aguantar más la emoción que sentía dentro. Julia se había puesto de parto de repente y se la tuvieron que llevar a quirófano para hacerle una cesárea. Cuando avisaron a Darío Marina ya había nacido.
Ya casi había llegado, solo tenía que girar a 100 metros y entraría en el recinto del Hospital. De repente vio por el rabillo del ojo algo que se le acercaba y notó un fuerte impacto y una fuerza que lo empujó a 30 metros. No paraba de oír crujidos, golpes y cosas que se rompían mientras por sus ojos pasaba el entorno de forma desordenada, hasta que a los pocos segundos todo paró. A Darío esos segundos le parecieron interminables.
Se levantó y entonces se dio cuenta de lo que había sucedido. Alguien se había saltado el semáforo y se lo había llevado por delante. Toda la carretera estaba llena de cristales rotos, piezas de su moto aquí y allí, y a unos metros su moto tirada en el suelo perdiendo aceite y gasolina. Vio gente corriendo hacia el lugar del accidente, otros se bajaban de sus vehículos y alguno llamaba por teléfono.
— No se mueva— gritaba un chico a su lado —¡joder, no se mueva!.
“Mierda, ahora tendré que esperar a que venga la policía, la grúa, rellenar papeleo y hacer llamadas al seguro. No es el mejor momento” pensó Darío. Miró a la derecha y vio que la entrada del hospital estaba a escasos metros.
Miró el lugar del accidente y volvió a mirar la entrada del hospital. Sus ganas de ver a su mujer y a su recién nacida Marina fueron mayores que el dolor y le hicieron decidirse. Como podía caminar fue al hospital pensando que la policía ya lo encontraría dentro.
Subió cojeando en el ascensor a la 5ª planta, arreglándose la ropa y peinándose mientras se miraba en el espejo, Dios, ¡tenía tantas ganas de verlas! Por fin llegó a la planta de maternidad y se dirigió a la habitación 506. Se paró delante de la habitación, cogió aire y abrió la puerta. Allí estaba su hermana y sus suegros llorando, la felicidad podía palparse, Julia, que también lloraba, tenía en su regazo a la pequeña Marina. Pero algo le decía a Darío que no iba bien.
“Un momento, algo no está bien, ¿qué hacen esos guardias urbanos aquí?”. Era imposible que lo buscaran a él, el accidente acababa de ocurrir y aun no había llegado la policía cuando se levantó.
Miró a su alrededor y notó que las lágrimas de todos no eran de alegría, sus caras estaban compungidas, ¿qué estaba pasando, pero por que nadie le decía nada? Se dirigió a Julia pero no le hacía caso, nadie le hacía caso. Salió de la habitación para hablar con su hermana que acababa de salir y estaba sentada en el suelo llorando, pero tampoco le hacía caso, lo ignoraba. Notó un escalofrío y sin saber muy bien por qué, sintió la necesidad de bajar a la calle.
Fue al lugar del accidente y se horrorizó; él estaba tirado en el suelo y unos chicos le estaban tapando con una sábana mientras otro hombre trajeado rellenaba unas hojas. A su alrededor se había formado un corrillo de curiosos, mientras varios agentes tomaban testimonio a los que habían presenciado el accidente. A unos metros había una furgoneta de atestados de la guardia urbana y Darío vio que dentro estaban tomando declaración a un hombre.
—¿Ha bebido usted?
— No, bueno, una copa de vino para comer, ya sabe, pero nada más.
— Muy bien, mire, este aparato mide el alcohol que hay en su organismo. Póngaselo en la boca y sople fuerte hasta que yo le diga que pare— el hombre se llevó la maquina a la boca y sopló.
— Vale, ya puede para, a ver... 1,7. Caballero, supera, y en mucho, el máximo legal establecido. Vamos a tener que llevarlo detenido para abrirle diligencias en comisaría.
Darío empezó a entender. Un borracho de los que tanto odiaba se había saltado el semáforo y lo había arrollado, matándolo al instante. Siempre habían Rubenes o Enriques en su vida y ahora uno de ellos le había arrebatado la vida de un golpe. Ahora se daba cuenta que el chico que gritaba "no se mueva", realmente gritaba "no se mueve". Ahora entendía por qué nadie le había dirigido la palabra al entrar al hospital, y por qué su familia lo había ignorado cuando entró en la habitación, aunque no entendía muy bien como podía ser que los agentes estuvieran tan rápido en la habitación informándoles de lo ocurrido. Al parecer, dicen que cuando alguien muere de manera brusca no muere en paz, por lo que no saben que están muertos, y en el mundo de los muertos el tiempo pasa de forma diferente, más lentamente.
Se le derramó una lágrima por la mejilla, ¿los espíritus lloran? que más da. Subió a la habitación y vio a su Julia llorando mientras acunaba a Marina. Marina, esa niñita que no conocerá a su padre; Darío, que no conocerá a su hija, que no la verá pronunciar sus primeras palabras, que no la verá crecer, que no la verá emocionada con su primer amor ni triste cuando le rompan el corazón. No la verá hacerse mayor y ser alguien en la vida, ni podrá acompañarla al altar cuando se case, ni conocerá a sus nietos, ¿o quizás si?
Entonces lo tuvo claro, no sabía cuanto iba a durar su estado actual, pero quería tanto a sus dos amores que no iba a dejarse llevar a donde fuera que van los espíritus, no iba a ir hacia la luz o a donde fuese, se iba a quedar con ellas, las iba a proteger, iba a ser su ángel de la guarda, no iba a perderse ni un segundo de la vida de su pequeña Marina, y solo cuando Julia y Marina murieran, él estaría dispuesto a irse con ellas. Las iba a esperar y mientras tanto las iba a proteger.
Se sentó en una butaca al lado de Julia y allí se quedó, cuidándolas como siempre había hecho.