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De chico la pareidolia es más intensa. Martín la experimentaba de tarde en tarde cuando su madre lo ponía en penitencia mirando la pared del lavadero.
Aquella pared, despintada y con algunas manchas de humedad, solía ser el mapa de una secreta región donde abundaban los lagos y los bosques. Otras veces era una pintura que haría temblar a Doré: en ella se representaban calaveras hoscas que miraban fijamente, con llamas que quemaban el alma y flotaban, cubriendo parte de un paisaje que helaba la sangre.
Martín comenzaba su ritual de observación contemplando quedamente una particular rotura de la pintura, un poco arriba y a la derecha del lavarropas, pues sabía que allí estaba el Conejo: una criatura un tanto hinchada pero inofensiva. Más allá, a la derecha y junto al canasto de la ropa sucia moraba el Esqueleto, un ser maligno que se regodeaba en el terror del niño, moviéndose cuando este no lo miraba.
Cerca del techo estaban los Pollos, unas aves huesudas que le infundían franco pavor pues, mirara como mirara, esa porción de pared jamás se le antojaba otra cosa.
A la izquierda del lavarropas era la Zona de los Barbudos: afables ancianos de larga barba lo miraban desde la pared como queriendo calmarlo, transmitiéndole la certeza de que las otras criaturas también eran inofensivas —como ellos y el Conejo—, y que no podían abandonar la pared.
Su madre no le permitía encender la lámpara del lavadero durante sus penitencias, y sólo podía llevar una vela encendida si era de noche. A veces la penitencia era especialmente duradera y la vela se consumía antes de que pudiera expiar toda su culpa; en esas contadas ocasiones su mente divagaba en primitivas cosmogonías: cuando la vela chisporroteaba por última vez y se extinguía la luz, su corazón comenzaba a latir con más fuerza, y se obligaba a mantener su vista en las caras de los Barbudos. Cuando finalmente sobrevenía la penumbra, sus rostros parecían deleitarse con su miedo; aunque Martín jamás pudo comprobarlo, lo imaginaba: lo percibía en su corazón.
Era entonces cuando aparecía La Puerta; un sector de la pared oscurecido por la sombra del lavarropas que insinuaba un paso hacia lo Desconocido. Aquella puerta imaginada era la entrada a un mundo infinitamente melancólico y crepuscular, iniciado por unas escaleras que descendían a través de mil peldaños hacia un sótano en donde acechaba Aquello Que No Debía Nombrar.
Esa criatura sólo podía intuirse, pues jamás la veía, pero Su presencia era percibida como una amenaza inmensa, como un grito en lo profundo de su alma, como una tiniebla mucho más oscura que las sombras que poblaban el lavadero. Allí se agazapaba, al pie de aquellas escaleras, aguzando su oído para captar el más mínimo gemido que le permitiera localizar a su presa.
Martín contenía el aliento y permanecía inmóvil, con la vista fija hacia la izquierda, pues sabía que contemplar cualquier región a la derecha significaría convocar aquellas criaturas malignas que se potenciaban con la presencia de Aquello Que No Debía Nombrar.
Su pulso alcanzaba el paroxismo, y era entonces cuando se encendían las luces del pasillo y su madre lo rescataba de los horrores ultraterrenos. ¡Libre pero, ay, inundado de adrenalina!
Cuando volvía a su habitación comprobaba asombrado que allí estaban sus juguetes, su televisor, su consola de videojuegos y hasta sus tareas escolares. Todo aquello era el único indicio, junto a la mirada extrañada de su madre, de que había vuelto a la Tierra de lo Cotidiano.
Martín no lo sabía, pero durante sus sesiones de castigo vivía sus únicos momentos de auténtica niñez, aquellos donde su imaginación no quedaba atada a las calculadas ingenierías del marketing de nicho juvenil ni a las convenciones sociales de Internet, y ni siquiera de las obsolescencias de los programas educativos.
Compartía con sus ancestros el miedo atávico a lo Desconocido: cuando aquellos elevaban sus ojos hacia los cielos tachonados y creían ver en el trémulo fulgor de Aldebarán una señal divina o un signo apotropaico.