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Era una tarde de perros. El viento hacía bajar la sensación térmica a unos 8 grados y la lluvia caía en diagonal, azotando todo a su paso debido al viento racheado. De nada servían los paraguas.
Iru subía la empinada avenida que llevaba al viejo hotel. Era una avenida en mitad del campo arenoso y pedregoso, una avenida asfaltada y con aceras sin terminar que desembocaban en la nada, sin farolas, ni árboles ni nada.
En La Polvorosa no había nada más. La atravesaba una carretera como la Ruta 66 de las peliculas americanas, con una rotonda que servía de cruce. Al este la ciudad de Santo Cristo y a unos ocho kilómetros la ciudad de Magallán. Al oeste la carretera se prolongaba unos 74 kilómetros hasta la siguiente ciudad. Y al norte la avenida que llevaba al hotel.
Iru llevaba puesto un chubasquero bastante grueso, de esos que llevan capucha con visera, por lo que pese a lo descarado que estaba siendo el tiempo, le iba bastante bien.
Cuando había caminado unos 100 metros vio a Oscar, un amigo con el que había compartido destajos y que había llegado allí haciendo autoestop.
— ¿Menudo tiempo de mierda, me cago en Dios?.
— Veo que la vida te trata como siempre, jajajaja.
— Y que vas a hacer, ir tirando como se pueda.
— Vas al hotel, supongo.
— Claro, si no no estaría en esta mierda de sitio pasando frío y mojándome.
— Yo he venido con Héctor en el autobús, pero no se donde coño se ha metido. Venga, vamos.
Oscar era muy socarrón, fanfarrón y malhablado y a veces metía en líos a la gente con la que iba, pero tenerlo por amigo significaba tener a alguien que jamás iba a fallarte.
Cuando llevaban unos metros, vieron al "gordo" Hector, bajando orondamente unas escaleras que daban a la avenida principal.
— Hola chicos, joder, que día de diablos.
— De mierda tío, de mierda.
— Tan amable como siempre.
— No te quejes que a ti no se te va a llevar el viento, gordo, jajajaja.
— Algo bueno tenía estar como un tonel, viejo cabrón.
Eran las chanzas que se hacían siempre que se veían.
— ¿Y qué hacías bajando por esas escaleras que no llevan a ningún lado?.
— Me pareció ver algo Iru, luego oí un ruido proviniente de aquella casa a medio contruir.
— Va hombre, seguro que era una rata y te ibas a por ella para comértela, si te conoceré— dijo Oscar.
— Con este viento y la lluvia puede ser cualquier trozo de la casa que se ha venido abajo. No se como aun siguen en pie.
— Si, debe ser eso. Subamos antes de que anochezca.
El hotel estaba situado al final de la avenida que debía ser la arteria principal de una inmensa urbanización, antes del inicio de la gran crisis. Se supone que La Polvorosa iba a tener tiempos mejores, con chalés adosados a ambos lados de la avenida, un colegio, supermercados, zonas de ocio, un gran lago, un campo de golf, pero lo cierto es que la quiebra de la empresa concesionaria dio al traste con el especulativo proyecto urbanístico. Solo había descampado a ambos lados, con alguna callejuela que no llevaba a ninguna parte por que moría a unos metros, y alguna pequeña edificación abandonada aquí y allá (una parada de autobús donde jamás paró ninguno, una gasolinera que solo estuvo activa dos semanas, y alguna tímida casita a medio construir, totalmente abandonada).
Iru iba pensando en todo aquello y se sorprendió de que el asfalto de la avenida fuera de tan buena calidad, sin duda iban a dejarse muchos millones allí; y ellos yendo a por las migajas al hotel, que irónico.
El único autobús de línea que se acercaba por allí lo hacía los miércoles y viernes. Tenía la parada en la rotonda del cruce y tenían que subir a pie los 999 metros hasta la cima del promontorio donde estaba el viejo hotel.
Habían recibido una notificación de cobro de la empresa para la que hicieron sus últimos trabajos. Al parecer el viejo hotel había sido absorbido por la gran cadena hotelera. Los citaba allí para ofrecerles trabajar en aquel hotel y formalizar allí mismo los contratos temporales, dando por hecho que iban a aceptar; siempre lo hacían.
Ahora todo funcionaba así. El trabajo escaseaba y se aceptaba cualquier puesto, por precario que fuese, que normalmente eran para horas o para pocos días. Los pagos se hacían en efectivo, como se hacía 40 años atrás, y el empresario descontaba lo que le venía en gana.
La lluvia había cesado y empezaba a anochecer. A "el gordo" Héctor le costaba subir aquella cuesta tan empinada y tenían que parar cada ciertos metros.
— ¡Serás gordo!, ¿te has fijado que no hay farolas? no quiero quedarme a medio camino de noche por tu culpa, no se ve un pijo con lo nublado que está.
— Tu calla viejo cabrón, que estás deseando que yo pare para hacerlo tu también, que ya no tienes 20 años.
— No vamos a parar más, está oscureciendo, así que te espero en el hotel y que te den por culo.
— No te echarán de menos en el asilo para viejos decrépitos donde te tienen encerrado, pedazo de saco de arrugas.
— Siempre estáis igual, joder, parad un poco. Oscar tiene razón. Está muy nublado y está anocheciendo, ya casi no se ve nada. Las nubes tapan la poca luna que hay y no veremos una mierda, así que meteos caña... ¡los dos!.
— Ehhh, a mi no me digas nada, es el gordo este que...
— Oscar, vale ya, hombre. Pongámonos las pilas o no cobraremos.
Al oír aquello los dos saltaron con un respingo y se pusieron en marcha protestando a regañadientes. Iru ya sabía cómo tratarlos.
Llegaban al hotel cuando apenas se veía ya nada, resollando como un toro de lidia. El gordo se encendió un cigarro y le pasó uno a Oscar. Iru los miraba sorprendido. Apenas podían respirar y se metían un celta corto sin boquilla entre pecho y espalda. Después de toser varias veces y acabarse el cigarro entraron al hotel.
Era antediluviano. Era un edificio pequeño y no albergaría más de 20 habitaciones. Las ventanas eran de estilo francés y la madera pedía urgentemente trabajos de restauración.
Estaba rodeado de canto rodado. A la entrada dos sauces llorones daban la bienvenida, y en la parte trasera del edificio, rodeando el perímetro que formaba el canto rodado, una hilera de cipreses. Había una pequeña rotonda de servicio que hacía de final de la avenida, donde se situaba un hipotético aparcacoches y el botones.
Dentro el aire era muy denso y olía a una mezcla de cerrado y madera podrida, daba la sensación de que había estado cerrado décadas y hubieran abierto aquella misma tarde.
El hall era pequeño. A la derecha había un pequeño salón con mesas y sillones roídos, a la izquierda estaba recepción, con una larga barra desde donde atendían a los clientes. La barra terminaba en una pequeña oficina cerrada, donde había una ventanilla de atención al público, como las que habían en los bancos antiguamente. Al fondo habían unas puertas de servicio situadas a la izquierda, y las estrechísimas escaleras a la derecha. La iluminación era bastante escasa. Todo era muy peculiar.
Se dirigieron a recepción, donde había más gente, sin duda, como ellos, a juzgar por sus vestimentas. Estaban haciendo cola en la ventanilla al final de la barra de recepción. Detrás un hombre mayor, con el pelo engominado y una camisa blanca con gomas negras en los antebrazos sellaba un ticket con las horas efectuadas y al lado la cifra a cobrar en bruto. El hombre, que parecía un autómata, sellaba contaba el dinero y después descontaba lo que tocaba a cada uno según la arbitraria decisión de sus superiores. La cifra final era bastante paupérrima.
— Ochocientos cincuenta con veintitrés. Menos doce con cincuenta y cuatro de una bandeja rota, ciento doce con cincuenta de agua y gas y ciento treinta y siete con ochenta y dos del traje, total: seiscientos noventa y ocho con noventa.
— Pero si....
— Seiscientos noventa y ocho con noventa, ¿los quieres o no?— el hombre agachó la cabeza y cogió el dinero, jurando en arameo entre dientes.
— Que cabrones, encima que nos descuentan el material hacen mal las cuentas— dijo en voz baja Oscar.
— Cállate que te van a oír, viejo cabrón.
Le tocó el turno a Iru. Había hecho muchas horas y la cifra era elevada. Una vez descontado todo cogió el sobre sin mirarlo demasiado y se lo metió en el bolsillo, satisfecho. "Quien curra duro obtiene recompensa" pensó a modo de mofa bajo la mirada envidiosa del resto de asistentes.
— Chicos, me subo a la habitación.
— Yo me voy afuera a fumar, ¿te vienes viejo?.
— Si anda, que con la mierda que he cobrado no me llega ni para pipas.
Ambos salieron fuera e Iru se dirigió a la habitación que le habían asignado en la segunda planta, la cual le descontarían en su próxima paga.
Al pasar por las puertas de servicio para encarar las escaleras le llegó un olor a cocido que le recordó que no comía desde el desayuno. Una puerta entreabierta le dejó vislumbrar una cocina desastrosa y sucia. Dentro había una mujer mayor enjuta, con un pañuelo en la cabeza y un delantal roñoso. En otras condiciones se le habría pasado el apetito ante tal porquería de cocina, pero cuando el hambre aprieta no se hacen ascos, y realmente olía bien.
¿Para quién cocinaría?, no parecía haber nadie en el hotel. El hall estaba vacío, no habían coches aparcados y recordaba que había visto las luces de las habitaciones apagadas cuando habían llegado. La gran olla era demasiado para los pocos trabajadores que había en el hall. No le dio mucha más importancia y empezó a subir las escaleras.
Los peldaños crujían a cada paso. Eran de madera oscura, seguramente de nogal o palo santo. Y era estrecha, muy estrecha, "a Héctor le va a ser imposible subir por aquí" pensó Iru.
Olía endiabladamente mal, a madera podrida y a algo que no supo identificar. Conforme iba subiendo el olor aumentaba. A cada paso los escalones se quejaban agónicamente. Pisó algo gelatinoso. Al agachar la cabeza vio unas manchas de color amarillento, aun no secas del todo. Eso debía ser lo que olía mal. Pensó que con esas escaleras tan estrechas a algún mozo se le habría ido vertiendo la basura por el camino.
Terminó el primer tramo y cuando se disponía a girar para encarar el segundo tramo, entre los barrotes de la barandilla vio unas bonitas piernas que terminaban en unos zapatos de tacón negros. Iru se desabrochó dos botones de la camisa dejando entrever su pecho peludo y musculoso. Al encarar las escaleras vio a una chica semitumbada con el cráneo totalmente destrozado. Iru dio dos pasos hacia atrás del susto.
— Me cago en la puta, ¿que mierda es esto?.
La cabeza rubia de la chica, teñida de rojo, apenas era reconocible. La pared que quedaba a la derecha, que algún día fue blanca, ahora era un mural sucio lleno de salpicaduras rojas y trozos de sesos pegados. Iru subió la mirada hasta el final de las escaleras y casi se le para el corazón. Había un cuerpo de mujer mayor momificado, en un estado semicalavérico. El pelo largo y canoso le caía por los hombros y todo el cuerpo rezumaba un caldo amarillento, como las manchas que había pisado en el primer tramo de escaleras.
A Iru se le aceleró el pulso y la respiración, y empezó a sudar. Empezó a tener arcadas y tuvo que reprimir el vomito que se le avecinaba.
— No, no.... que mierda es esta, yo me largo de aquí.
Bajó las escaleras de tres en tres. Al llegar abajo miró la cocina.
Dentro había una niña de unos ocho años con la cocinera. De espaldas en la entrada de la cocina había un hombre mayor vestido de negro, con sombrero como los que se llevaban el siglo pasado. Subía los puños repetidamente a la altura del pecho y los volvía a bajar rápidamente, como si estuviera animando a su jugador de fútbol favorito cuando se desmarca dirección a la portería contraria.
La cocinera se había puesto un calcetín en la mano y estaba jugando a mordisquearle las manos a la niña, que se reía a carcajadas. La cocinera hacía voces raras mientras imitaba a un monstruo que se comía las manos de la niña, los brazos, los hombros, hasta llegar al cuello. La niña explotó de risa. Sin duda tenía cosquillas en esa zona. Los bocados del monstruo calcetín eran cada vez más fuertes. La niña ya no reía tanto. El hombre de la puerta ahora se golpeaba repetidamente la mano izquierda con el puño derecho, riéndose entre dientes.
La cocinera la cogió de la cabeza y empezó a golpearla brutalmente contra la pared. El abuelo empezó a saltar de emoción y a reírse sonoramente.
— ¡Estáis todos locos!
La cocinera, que aun sostenía el cuerpo sin vida de la niña contra la pared giró la cabeza. También lo hizo el abuelo, en un ángulo de giro que no era natural. Iru se tragó sus palabras.
Tenían los ojos literalmente desorbitados, el globo ocular asomaba como si no tuvieran párpados que lo sujetasen. Blandían una sonrisa de oreja a oreja, que mostraba toda la dentadura, en un rictus que sería imposible sin romperse las comisuras de los labios, y los dientes asomaban hacia adelante.
Iru sudaba a borbotones y el corazón le iba a 200; sin duda su cuerpo estaba segregando adrenalina para prepararlo para lo que iba a ocurrir.
Salió como un rayo saltando por encima de la barandilla de las escaleras y echó a correr hacia la salida de aquel hotel maldito. Resbaló con una gran mancha de algo que no le dio tiempo a pararse a investigar, pero que en el fondo ya sabía qué era.
Al llegar a la salida pegó un salto para salvar los tres escalones que había en la entrada y corrió como alma que lleva el diablo.
Miró sin mucho detalle si fuera estaban Oscar y Héctor, pero no vio a nadie. Espera, si que veía a alguien, una mujer morena con un vestido negro, y dos niños, y un hombre mayor, y dos jovenzuelos, todos con el mismo rictus en la cara que la cocinera y el abuelo. Miró hacia la entrada y allí estaban, cocinera y abuelo, señalándolo. El instinto de Iru le dijo que echara a correr todo lo rápido que pudiera. La adrenalina le ayudaría.
Corrió cuesta abajo como Usain Bolt en los 100 metros, salvo por que la cuesta hacía casi un kilómetro y era de noche.
Por suerte Iru había sido campeón de atletismo varias veces en el equipo del instituto y había participado en varias cursas. Además era muy bueno dejando a los maderos atrás cuando no le quedaba más remedio que cometer algún robo.
Al cabo de varios metros miró hacia atrás. Aquellos 'seres' le seguían, ¿como era posible?. Apretó más si cabe el ritmo pero parecía inútil. Vio como de las pocas edificaciones a medio construir salían bichos que se unían a los del hotel. La mujer morena del vestido negro se le puso al lado, mirándolo. Los dos niños llegaron al poco rato y el abuelo y la cocinera los tenía detrás a escasos metros.
No podía quitárselos de encima. La mujer empezó a acercarse y alargó una mano venosa con los dedos en garra y unas uñas largas y podridas para agarrar a Iru. Lo asió del bolsillo de la chaqueta, pero pudo zafarse. Uno de los niños le rasgó el pantalón. Estaba perdido, le iba a servir de cena a esos bichos, aunque quizá ya hubieran tenido bastante con Héctor, rió para sí. Parece mentira como situaciones de auténtico peligro se combinan con secuencias cómicas.
Justo cuando empezó a aflojar el paso para rendirse y entregarse a aquellos seres, llegó a la rotonda del cruce de caminos y la parada donde unas horas antes bajaban del autocar de línea. De repente ya no oía los pasos de los bichos, se habían parado de golpe, ¿cómo alguien se podía parar en seco corriendo como corrían aquellos seres?, él necesito varios metros para hacerlo.
Se agachó unos instantes apoyando las manos en los muslos para coger aire, estaba agotado. Sin dejar aquella posición levantó la cabeza. Los bichos aquellos estaban de pie, quietos, mirándolo. Se habían concentrado por lo menos 100. Tras haberse recuperado un poco y vencer el miedo se acercó a ellos. Aunque las nubes se estaban alejando, aún cubrían un poco la luna llena y costaba ver. Miró al suelo y vio una raja que separaba el asfalto de la avenida del asfalto de la rotonda. Al principio pensó que era la típica junta de dilatación, pero pudo comprobar que los asfaltos eran diferentes. Sin duda aquello hacía de barrera insalvable para aquellos bichos. Les miró a la cara, todos con ese rictus, y sonrió. ¿De donde habían salido tantos?, ¿y qué coño eran?. No se iba a quedar para comprobarlo. Se giró para tomar el desvío dirección a Santo Cristo, la ciudad de donde había venido, cuando alguien habló. Iru se paró y se giró. Subido a lo alto de un poste, había uno de esos bichos. Vestía con gabardina larga color beige y llevaba un sombrero gris de los 70; se parecía a Colombo. No lo había visto hasta entonces. Dijo en voz alta:
— No importa donde huyas, te encontraremos.
No movía la boca. Iru sintió un escalofrío, dio media vuelta y echó a correr en dirección a Santo Cristo.
Al cabo de otro kilómetro dejó de correr. Miraba repetidamente hacia atrás para asegurarse de que ningún bicho lo seguía, pese a que parecía estar claro que no podían cruzar la barrera invisible.
La noche empezaba a definirse al ir desapareciendo las nubes de lluvia. La luz de la Luna empezaba a apoderarse de las sombras.
Iru caminaba por el arcén de la carretera intentando buscar una explicación a lo ocurrido. ¿Qué eran esos bichos?, parecían personas humanas, pero se transformaban en algo que no era humano, era lo único que tenía claro.
Un destello lo iluminó unos segundos; al cabo de un rato volvió a iluminarlo y de fondo se oía un run run. Se giró y vio las luces de un coche que se aproximaba. Los haces de luz de los focos bailaban con las curvas de la carretera como si sonara un vals inaudible. Iru se alteró, hizo ademán de esconderse, pero le vino a la mente como un flash aquellos bichos parados en la junta que separaba los dos asfaltos y luego miró al rededor, una carretera vacía en mitad de la nada, y se lo pensó mejor, no quería quedarse más tiempo en ese paraje.
Cuando el automóvil encaró la recta por la que iba Iru, éste levantó los brazos. El coche paró a unos metros. Iru miró a sus ocupantes pero no vio nada raro, parecían normales.
— Eh chico, ¿vas a quedarte ahí mirándonos?.
Iru se acercó. Sentados al volante había un chaval de unos 28 años y en el asiento de al lado una chica de la misma edad, con unos pantalones extracortos y los pies descalzos encima del salpicadero. Se acordó de aquellas piernas perfectas que vio en las escaleras, la visión del cráneo destrozado lo perturbó.
— Voy a Santo Cristo.
— Perfecto, vamos a Magallán, nos viene de camino, sube.
Iru subió detrás y el automóvil se puso en marcha. El salpicadero estaba lleno de envoltorios de chucherías y folletos de publicidad arrugados. Un penetrante olor a marihuana envolvía el habitáculo. En la radio sonaba "boots for brain" del grupo Potato Pirates; se relajó. La chica se encendió un porro, le dio una calada y se lo ofreció a Iru.
— ¿Fumas?
— Si, gracias.
Le dio una profunda calada y exhaló el humo lentamente. Era una buena maría, no rascaba al entrar y enseguida notó una suave gustera que lo apoltronó en el asiento. Le devolvió el porro a la chica, que se lo recogió con una sonrisa.
— ¿Qué hace un chico como tu en un lugar como este a estas horas, guapo?— le preguntó la chica. Tras valorar si contarles lo sucedido o no, optó por la segunda opción.
— Perdí el autocar.
— Ya claro. Muy bien, sin preguntas pues.
— Vengo del viejo hotel.
En ese instante la chica, que estaba en mitad de una calada empezó a toser y bajó los pies del salpicadero. El chaval casi se sale de la curva que estaban tomando. Ambos se miraron e inmediatamente cambiaron de tema.
— ¿Así que eres de Santo Cristo?. Se ha convertido en una buena ciudad. Antes era un estercolero— le comentó el conductor.
— A mi me gustan más los pueblecitos pequeños. ¿A que te dedicas?— dijo ella.
— A lo que sale, aquí y allá. Mis últimos trabajos han sido en hostelería— volvió a hacerse un silencio incómodo que Iru rompió enseguida— ¿y vosotros?.
— Este cafre se dedica a las carreras de coches, nada serio, carreras locales, pero legales, ¿eh?, nada de carreras ilegales ni nada de eso. Y yo soy administrativa en un bufete de abogados. En el fondo no los trago, pero pagan bien.
— Vaya, la vida os sonríe.
— Si, supongo que hemos tenido suerte. Esta crisis está durando mucho ya— le dio una calada a otro porro que se había hecho y se lo pasó a Iru.
— Tenéis que decirme quien es vuestro camello, esta matuja está bien rica.
— Jajajajajaja, la cultivamos nosotros mismos, ten— le dio una bolsita que a juzgar por el tamaño debía costar 40 Euros.
— No te la puedo pagar.
— Es un regalo, tonto, tenemos decenas de bolsitas de estas, y nos has caído bien.
En la radio ahora sonaba "orange uprising" de Guilty Brigade, y las notas de punk'n'roll invadieron los cuerpos de la pareja. Iru se apoltronó aun más en el asiento mientras le daba la segunda calada al porro y sonreía como un imbécil sin saber por qué, y al poco rato se durmió.
Al cabo de un par de horas, que para Iru fueron segundos, la chica fue a despertarlo. Iru estaba estirado en el asiento trasero y ella se fijó en su torso musculado y en su paquete bien marcado. Se fijó en el rasguño que tenía en la pernera del pantalón, parecía que un tigre le hubiera rasgado, y sintió un escalofrío.
— Eh, gran hombre, ya hemos llegado a Santo Cristo, ¿donde te dejamos?
— ¿Como?, ¿que?... ah si, Santo Cristo... ¿donde estamos?.
— En laaa..., a ver.... la Avenida Trafalgar— dijo el conductor mirando el cartel con el nombre de la avenida.
— Ah, bien, estoy cerca, podéis dejarme por aquí, ya hago el resto del camino caminando, me irá bien para bajar el cebollón que llevo, jajajajaja.
— Es buena la matuja, ¿eh?— dijo la chica dándole un codazo cómplice.
— Ya ves. Bueno chicos, no se como agradeceros todo.
— Nada hombre, nos gusta viajar en compañía.
— Aunque medio camino lo haga durmiendo, jajajaja— socarroneó el conductor.
— Gracias de nuevo.
Iru se bajó del coche con algo de dificultad y cerró la puerta. La chica lo miró.
— Cuidado con eso— dijo señalando con los ojos el zarpazo. Su semblante risueño ahora se había tornado serio. Sin duda sabían algo.
— ¿Que quieres decir?, eh, esperad— el coche se había puesto en marcha y se alejaba con un gran acelerón; la chica lo saludaba con la mano en alto por la ventanilla.
Realmente daba igual donde se encontrase, no tenía donde ir, así que se buscó un hostal de mala muerte, el peor que pudo encontrar, más bien el peor que pudo permitirse. Aunque tenía en el bolsillo trasero del pantalón el reciente cobro de sus anteriores trabajos, había contraído también varias deudas que debía saldar; “Salda tus deudas lo antes posible y dormirás mejor” le había aconsejado su viejo hacía muchos años.
Se estiró en lo que podría llamarse cama, y se quedó dormido con una frase que le retumbaba en la cabeza, "no importa donde huyas, te encontraremos".
Se despertó como si solo hiciera una hora que se había acostado, aunque habían pasado más de diez; eran casi las siete de la tarde. Se adecentó un poco y bajó a comer algo al bar de enfrente. Pidió un bocadillo de bacon con queso y pan con tomate, y una coca-cola para acompañar. Lo pidió para llevar y se dirigió a la biblioteca central, que disponía de hemeroteca. Debía de haber algo sobre aquel lugar, no puede ser que hubiera pasado desapercibido.
La bibliotecaria le acabó de enseñar cómo funcionaba y le advirtió que cerraban a las 20:30. Iru asintió con una sonrisa que puso nerviosa a la bibliotecaria, una mujer cuarentona, y se ruborizó. Iru era apuesto pese a su aspecto desaliñado y lo sabía, así que jugaba con sus armas de seducción a su favor siempre que podía.
Primero buscó la zona en el 'google maps' del ordenador para ver la situación exacta. Con esa información buscó noticias en google. Solo encontró noticias sin importancia y noticias del proyecto urbanístico y cómo éste había quebrado durante la crisis.
Le dio por buscar en 'google images'. Tras varios minutos sin encontrara nada y cuando estaba a punto de salir, frustrado, encontró una imagen pequeña que parecía el recorte de un periódico. La amplió y leyó a duras penas el titular, estaba muy pixelado:
"Escándalo en La Polvorosa. Aparecen semienterrados miles de contene…"
No pudo leer más, de hecho algunas palabras las dedujo por el contexto de la frase. Al pie del artículo aparecía la fecha, la cual tuvo que hacer acopio de paciencia e ingenio para poder averiguar. Si ampliaba más la foto, pixelaba tanto que era ilegible, así que la dejó como estaba y pidió una lupa a la bibliotecaria, con una de sus sonrisas cautivadoras a la que no pudo negarse. Cuando volvía al ordenador con la lupa en la mano oyó ruido detrás suyo. La bibliotecaria había tirado sin querer una pila de libros que estaba encima de la mesa. Iru sonrió, le pasaba a menudo que las chicas (y no tan chicas) se distraían mirándole el culo y algunas sufrían accidentes.
Se sentó en el ordenador y usó la lupa con la imagen. La calidad del monitor era buena, aun así, se veían los píxels de la pantalla. Con un esfuerzo deductivo enorme, apuntó tres posibles fechas. Se desplazó a la hemeroteca y buscó noticias relacionadas con La Polvorosa que coincidieran con aquellas tres posibles fechas, hasta que dio con la noticia original.
"Escándalo en La Polvorosa. Aparecen semienterrados miles de contenedores tóxicos.
En la mañana del pasado 3 de Marzo de 1967 aparecieron semienterrados miles de contenedores en las inmediaciones de La Polvorosa. Fuentes cercanas al hallazgo nos informaron de que muchos de los contenedores estaban allí desde hacia décadas, a juzgar por su mal estado. Muchos de esos contenedores han dejado escapar su carga. Según noticias que este diario ha podido conseguir, el contenido de los contenedores es altamente tóxico. Se desconoce el daño que hallan podido causar al ecosistema y a los acuíferos subterráneos que existen en la zona.
Se desconoce quien ha utilizado La Polvorosa como vertedero ilegal de este tipo de contenido. La guardia civil está investigando...".
Vaya, ¿podía ser aquella la causa de la existencia de aquellos seres?. Pidió muy amablemente a la bibliotecaria que le imprimiera la noticia. Ella se acercó.
— Es muy fácil, solo tienes que ir a este icono con forma de impresora.
La bibliotecaria era una de aquellas mujeres que pasan desapercibidas, pero que si la miras dos veces empiezas a encontrar bellos rasgos. Lo cierto es que de cerca no aparentaba la edad que su aspecto retrógrado daba a entender. Iru se fijo con detenimiento en que era atractiva y que debajo de esa ropa tan mojigata se escondía un buen cuerpo.
Estaba de pie agachada al lado de Iru y este se acercó y empezó a olerla descaradamente, pero ella no se apartó. Aquella era la señal de que la tenía en el bote.
— Entonces, ¿tengo que apretar este icono?— preguntó Iru falsamente poniendo la mano encima de la de la bibliotecaria que sujetaba el ratón.
— S.. ssss... si, e... eso es— Iru podía sentir la respiración acelerada de la mujer.
— Perdona, voy al lavabo, ahora vuelvo— le dijo Iru.
Al cabo de un rato, la llamaba desde la puerta.
— Perdona, no hay papel en el váter.
— Yo no me encargo de eso, pero bueno, haré una excepción— fue al carrito de limpieza que estaba a unos metros y cogió un rollo del paquete que guardaba allí la señora de la limpieza— aquí tienes.
Iru miró a ambos lados para asegurarse de que nadie miraba, la cogió de la mano y tiró de ella hacia adentro, cerrando la puerta con pestillo.
La levantó en volandas y la sentó en la pica del lavabo. Empezaron a besarse con urgencia. Iru le arrancó aquella blusa de monja y saltaron botones por todo el lavabo. Ella se soltó el moño y movió la cabeza a ambos lados para soltar el pelo, largo y castaño. Iru la abrazó y la levantó con uno de sus fuertes brazos mientras con el otro le levantó la larga falda color azul marino y le bajó las bragas. Ella soltó un suspiro de placer. Se bajó los pantalones y los calzoncillos, mostrando su poderosa erección. Cuando ella la vio sintió un subidón de la lívido que no sentía desde hacía muchos años. Su timidez y baja autoestima no ayudaban a que tuviera citas con hombres y hacía tiempo que la resignación había acabado con las clandestinas masturbaciones.
Se bajó de la pica y se arrodilló para hacerle una mamada. Se notaba su falta de experiencia, algo que no desagradó a Iru. La hizo levantar y le dio media vuelta poniéndola cara al espejo. Escupió en su mano para mojarse la polla y la penetró desde atrás. Verse en aquella situación, con un pedazo de hombre embistiendola con fuerza, y verse en el espejo como dos brazos fuertes la rodeaban hizo que se corriera profusamente.
— Lo... lo siento, yo...
— Sssssshhhhhhh— le puso la mano en la boca mientras la miraba divertido a través del espejo, apoyando su barbilla en el hombro suave de ella. ¡Dios, que bien olía aquella mujer!.
Le volvió a dar media vuelta y la sentó de nuevo en la pica. Se chupó dos dedos y se los introdujo suavemente en la vagina, masajeando su punto G. Ella cerró los ojos mientras gemía de placer. Cuando la tuvo a punto la penetró y la cogió en brazos como si no pesara nada. Parecía que la iba a reventar con aquel gran miembro, pero se dio cuenta de que pese a lo violento de sus embestidas no la dejaba caer del todo, sabedor del daño que podía causarle. Tenía mucha experiencia, ¿con cuantas mujeres habría tenido sexo antes que con ella?. Se puso celosa, pero enseguida se concentró en aquel momento maravilloso.
Cuando Iru estaba a punto de correrse se apartó para hacerlo fuera.
— Nooo, córrete dentro, estoy apunto.
Ella se dio media vuelta, le cogió el miembro y se lo introdujo de nuevo. Iru reanudó las embestidas y al cabo de unos segundos ella empezó a resoplar de placer al avecinarse su cuarta corrida. Iru aguantó lo que pudo para, al final, dejarse ir en plena corrida de ella, lo que hizo que aun se corriera más. Iru dejó caer su peso sobre la espalda de ella, que estaba medio tumbada en la pica y a la que le temblaban las piernas. Ambos cuerpos sudorosos fundidos en uno solo.
Ya tenía los datos de la noticia y había escrito lo sucedido antes de que el tiempo le borrara detalles de la mente, ¿y ahora qué?. Eran las dos de la madrugada y no tenía sueño. Fue a un bar musical de la zona turística a tomarse un par de pelotazos. No se había duchado y aun olía a aquella mujer. Notó cierta pulsión.
El bar, llamado El antro de Caín, era de los que ya pocos quedan, un local alargado, con la barra a un lateral cerca de la entrada y al fondo unos sofás que olían a spray quitamanchas, dos futbolines con los muñecos descoloridos, un billar al que alguna vez le faltaron algunas bolas y las habían repuesto de múltiples billares, a juzgar por la diferencia de colores. Al lado un pequeño espacio libre lleno de licor desparramado por el suelo, por si alguien quería bailar y podía hacerlo sin quedarse pegado. Detrás de todo había un minúsculo escenario donde un grupo de rock tocaba un tema cañero, y al lado un lavabo mixto que daba asco entrar. Las paredes eran negras y habían multitud de dibujos blancos y rojos de calaveras, esqueletos, espadas y simbología satánica y épica, todo acompañado de cierta penumbra, porquería por doquier y humo de marihuana, pese a que estaba prohibido fumar.
No había mucha gente, era martes, así que pudo sentarse en uno de los sofás más alejado del escenario. Apoyó la cabeza en el respaldo, cansado. El techo estaba lleno de manchas, quemaduras, y hasta le pareció ver una huella de bota. Bajó la cabeza y miró a su izquierda. Había una chica fumándose un porro de dos papeles. La miró de nuevo y ella lo miró también.
— Hola gran hombre.
— Vaya, que pequeña es la ciudad, ¿no estabas en Magallán?.
— Estaba, ya no, esa ciudad es un muermo. Me gusta más Santo Cristo para ir de fiesta.
— ¿Y tu novio?.
— ¿Mi qué?, no tengo de eso yo. Si te refieres a Dani, el que conducía, es mi hermano. Se ha quedado planchado en Magallán, fuma demasiados porros, jajajajaja— se acercó a Iru, le dio una profunda calada al porro recién encendido y se lo pasó— ¿y tú, no tienes chica?.
— No, que va, nunca he querido encadenarme a nadie, aun soy joven.
— Di que sí, tu eres de los míos— le pasó un brazo por los hombros y lo besó. Se apartó al cabo de un rato, recuperando el porro y le dio una calada, se terminó su cubata, se levantó y cogiéndole de la mano le dijo— Anda, vámonos.
— ¿A dónde?.
— A donde quiera que tengas una cama.
Iru apuró su bebida y casi ni pudo dejar el vaso en la mesa, ella se lo llevaba casi arrastras. Mientras salían del local Iru le miraba el culo. Iba vestida con unos tejanos elásticos ajustados y marcaba un culazo tremendo que se contoneaba al caminar. Llevaba puestas unas botas camperas negras con flecos y tacón cubano. Era una chica exuberante que atraía las miradas de todos los fracasados del local.
Llegaron al hostal y el recepcionista seboso no estaba, para variar, así que Iru saltó el mostrador y él mismo cogió su llave. Entraron en la habitación magreandose como adolescentes y a tientas encendió la luz. Ella lo empujó y empezó a quitarse la escasa camiseta con los conocidos labios de Mick Jagger, y se soltó el sujetador, dejando al descubierto un pecho escultural. Se abalanzó a Iru y le comió la boca a la vez que le arrancaba la camisa y le desabrochaba el cinturón y bajaba la bragueta. Iru hacía lo propio. La cogió en volandas y la tiró en la cama, quitándole los pantalones de un tirón. Eso la puso cachonda, se chupó los labios y se los metió en el coño apartando las bragas ante la erección de Iru.
Con la otra mano se acariciaba los grandes pechos. Iru se acercó, le quitó las bragas y empezó a comerle con maestría aquel coño depilado a láser. Ella le cogió su gran polla y empezó a masturbarlo. Iru giró 180 grados para ponerse en situación de 69. Ella se llevó su gran miembro a la boca y la succionó sin dificultades.
— Tu hoy has follado ya, ¿eh, travieso?.
— No se que pasa que las mujeres caen a mis pies.
— Menos lobos caperucito y sigue comiéndome el coño.
Al cabo de un rato ella lo apartó, lo tumbó boca arriba y ella lo cabalgó. Enfrente de la cama, en un pequeño espacio que pretendía ser un escritorio, había un espejo. Ver aquella diosa cabalgándolo mientras aquellos grandes pechos rebotaban y su tremendo culo chocaba contra sus muslos lo excitó en exceso, pero aguantó bien. Se fijó en una mariposa tatuada en la zona lumbar. La noche iba a ser más larga de lo que pensó al entrar al bar.
Se despertó por la mañana con cierta resaca. Notó peso en su pecho y miró hacia la derecha. Allí estaba aquella diosa, dormida desnuda a su lado. Respiró hondo y ella se movió.
— Buenos días, salvaje amazona.
— Hola gran hombre, ¿has dormido bien?.
— Mmm, si, poco, pero bien, ¿y tu?.
— Yo también. ¿Sabes?, hay gente que si no se toma un café no se pone en marcha. Yo si no follo al despertarme no me pongo en marcha— frotó su sexo contra el muslo de Iru.
—Pues es curioso, por que a mi me pasa igual.
Follaron de nuevo como si se acabaran de conocer. Casi una hora después se levantaron de la cama y desayunaron. Ella vio las hojas con el membrete de la biblioteca con la noticia impresa en la hemeroteca mientras Iru había ido a servirse otro café. Vio como chafardeaba los papeles en el reflejo de la cafetera italiana y aprovechó la oportunidad.
— Hay algo que quiero preguntarte.
— Dime.
— Cuando me recogiste y os dije que venía del viejo hotel os cambió la cara y cambiasteis de tema. Al dejarme aquí me dijiste que fuera con cuidado con el rasguño del pantalón.
— Oye mira, tengo que irme, me espera mi hermano para...— se levantó recogiendo el bolso de la silla y abrió la puerta, pero Iru se adelantó y la cerró.
— Basta de darme largas. No tienes ni idea de lo que me ocurrió allí. ¿Que está pasando?— dijo Iru con cierto tono autoritario.
— Se perfectamente lo que sucede allí, mi madre....— grito ella. Se mordió el labio y agachó la cabeza. Una lágrima resbaló por su mejilla. Iru la abrazó.
— Lo siento, no quería gritarte así, mi pequeña amazona— Iru le acariciaba el pelo.
— Mi madre fue en busca de trabajo al hotel. Había trabajado como personal de limpieza en un bed and breakfast de por aquí, hasta que la echaron en un ERE. Alguien le dijo que allí buscaban gente, se cogió el autocar de línea y fue. Pasaron muchas horas y al ver que no regresaba decidimos ir a ver qué pasaba. Cuando llegamos allí todo parecía normal, hasta que vimos a aquellos seres... con esos ojos...— sollozaba mientras iba explicando la historia a Iru, que la abrazaba fuertemente— Fue horrible, habían cadáveres por todos lados, pero no había rastro de mi madre. Huimos del lugar y acudimos a la comisaria, aquí en Santo Cristo, para denunciarlo a la policía. Nos indicaron que olvidáramos lo que habíamos visto y dieron carpetazo al asunto. En Magallán nos pasó lo mismo. Un viejo indigente que habían detenido y que estaba sentado en un banco cerca de recepción nos contó una historia aterradora, para acabar preguntándonos si estábamos heridos. Dijimos que no y entonces nos dijo que olvidáramos todo, que habíamos tenido suerte. Al parecer marcan a quien consigue huir para atraparlo en otra ocasión. Cuando te volví a ver ayer en el bar respiré aliviada.
— Escucha, no pueden salir de allí. Por alguna razón no pueden atravesar la separación entre asfaltos, lo vi yo mismo. No pueden venir a buscarme— recordó la frase que le dijo aquel bicho, "No importa donde huyas, te encontraremos".
— Ya, bueno, no se, es la historia que nos contó el indigente.
— Pues se equivocaba— seguían abrazados. Ella miró de reojo la noticia.
— ¿Qué es esa noticia, parece antigua?.
— Es sobre los terrenos donde está el viejo hotel.
— Oh no, ¿no pensarás volver?.
— No lo se, pero tengo que saber qué está pasando allí. Se quedaron dos amigos míos y seguramente ya estarán...
— Muertos, como mi madre, no te cortes, ya hace más de 2 años que pasó.
— Lo siento. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados, tengo que saber qué pasó y por qué nadie quiere afrontarlo, por qué lo cubren— se hizo un breve silencio.
— Te entiendo.
Iru le explicó lo que había descubierto. En la biblioteca había impreso alguna noticia más moderna, como la muerte en extrañas circunstancias del promotor del proyecto y la desaparición de varios técnicos y obreros. Se especuló con que la mafia estaba detrás del proyecto urbanístico y que todo se trataba de ajustes de cuentas entre empresarios. También habían desaparecido dos excursionistas y un geólogo. Ahora todo tenía explicación.
Ella decidió ir a Magallán a ver al indigente al que vio en la comisaria. Lo solía ver merodeando la zona de ocio a las afueras, donde habían MacDonald's, Burguer king y otras multinacionales de comida. El pobre hombre rebuscaba en los contenedores de basura con la intención de encontrara un bocado que llevarse a la boca.
— Ese hombre sabía más de lo que nos contó.
— De acuerdo, yo iré a la biblioteca a ver si encuentro los mapas originales del proyecto. ¿Quedamos en el bar a las....— miró su reloj— a las 11, por ejemplo?.
— Vale, de acuerdo. Ah, dale recuerdos a la zorrita de la biblioteca.
Iru se sonrojó, ¿cómo había sabido que tuvo sexo con la bibliotecaria?. Aquella chica lo apabullaba.
Se vieron pasadas las once en el bar Antro de Caín para compartir información. Hoy no había ningún grupo tocando en directo, pero daba igual, tenían puesta música rock a toda ostia. Sonaba Starway to Heaven, de Led Zeppelin. Cuando se vieron, ella le comió la boca unos segundos. Aquella chica era muy directa. Se sentaron en el mismo sitio. El tomaba un cubata de vodka con limón y ella una birra a morro.
— ¿Como ha ido?.
— No me ha dicho mucho más, me volvió a contar lo mismo con algo más de detalle y algo que no me dijo entonces: solo se les ve de noche.
— Por eso nadie sabe que existen, nadie se aventura por esos lares de noche, solo algún excursionista como dice la noticia.
— Le hablé de ti. Me dijo que fueses con cuidado, ellos siempre encuentran a quienes han marcado.
— No voy a esperar a que vengan a por mi.
— ¿Qué quieres decir?
— Mira, nadie parece querer hacer nada por aquí. Voy a volver allí a recoger pruebas audiovisuales, y junto con toda esta información, alguien tiene que tomárselo en serio.
— No lo entiendes. Nadie va a hacerte caso. En este tema están metidos los grandes poderosos de la política y los lobbys de la construcción, llevan tapándolo años.
— Pues entonces recurriré a los grandes medios de filtrado. Iré a Wikileaks, a Filtrala y a Send-it, a las redes sociales, a donde sea, pero voy a hacer mucho ruido, esto tiene que saberse.
— Tu estás loco, cómo vas a volver allí, acabarán contigo.
— iré de día, subiré al hotel y en cuanto anochezca estaré preparado para tomar las pruebas y salir pitando de allí. Necesitaré un coche— ambos se quedaron mirando en silencio.
— ¡Vale!. Si quieres mi coche tendrás que llevarme.
— De eso nada, es muy peligroso.
— Va hombre, que no soy una niña, sé defenderme. Yo también perdí allí a mi madre, además, tu solo no podrás hacerlo— aquella chica era muy obstinada.
— Está bien, pero lo haremos a mi manera, ¿entiendes?.
— Vale gran hombre, ¿cuando vamos?.
— No voy a alargarlo más, iremos mañana por la tarde.
— Bien— se levantó, apuró la cerveza y volvió a llevarse casi arrastras a Iru al hostal a por otra noche de sexo.
A la mañana siguiente, cuando ella se despertó no vio a Iru a su lado, giró la cara y lo vio sentado delante de varios papeles. Se levantó y lo abrazó.
— ¿Qué haces?
— Planeando lo de esta noche— tenia un mapa de la zona del hotel— pararemos aquí a esperar que se haga de noche— dijo señalando el mapa.— Te quedarás con el coche en marcha mientras yo entro en el hotel. Supongo que enseguida saldrán esos bichos porque estoy marcado. Llevaré ese casco con cámara que me he traído de la tienda de motocross; esta otra cámara la instalaré en la parte trasera del coche. Iré protegido con esas corazas, también de la tienda de motocross. Llevaré además ese bate de béisbol de ahí— dijo señalando un bate metálico que había de pie apoyado en la puerta de salida de la habitación.— Se que siempre pueden surgir imprevistos. Si ves que no salgo en 5 minutos, te vas.
— No, espera, yo no...
— Te vas, ¿me has entendido?. De nada sirve que muramos los dos. La cámara trasera del coche grabará la salida del hotel de esos bichos cuando sepan que no vine solo. Acelera y no mires atrás hasta, al menos, llegar a la rotonda.
Ella negaba con la cabeza pero no decía nada, sabía que tenía razón y el plan era bueno. Solo esperaba que todo saliera bien y pudieran obtener las grabaciones. Sintió deseo por aquel gran hombre, así que le quitó el lápiz de la mano y lo cogió de la mano para llevarlo a la cama.
Se acercaba la hora de irse. Iru colocó la cámara en la bandeja trasera del Lada Niva y llenaron el depósito. Repasaron por vigésima vez el plan y se pusieron en marcha. Tras dos horas de camino llegaron al cruce de rotonda y pararon el vehículo. Miraron la cuesta coronada a lo lejos por el viejo hotel, que apenas se vislumbraba.
— Tengo miedo— dijo ella sin apartar la mirada de la Avenida.
— Todo irá bien, te lo prometo, mi salvaje amazona.
— Ella giro la cara y miró a Iru.
— Lo se, gran hombre.
Respiraron hondo y empezaron a subir la Avenida. Iru le iba indicando los lugares semiderruídos desde donde habían salido los bichos la otra noche.
— Saldrán probablemente de ahí y de ahí. Si cuando bajemos a toda leche se ponen delante, tu ni caso, llévatelos por delante, este trasto es duro.
— Está bien— dijo nerviosa. Le sudaban las manos así que optó por ponerse unos guantes de poda que había en la guantera.
Se colocaron en el sitio previsto, habiendo girado la pequeña rotonda de aparcacoches y encarándose cuesta abajo, dejando la parte trasera del vehículo hacia la salida del hotel. Cerró todas las puertas con seguro y pusieron cartones por fuera de las ventanillas y cinta americana por dentro, por si aquellos bichos decidían romperlas.
Empezaba a anochecer. Los nervios eran cada vez más fuertes. Iru ya había terminado de colocarse las protecciones, encender la cámara del casco y ponérselo. También encendió la cámara trasera del coche. Cogió el bate y besó a la chica.
— Deséame suerte.
— Suerte, gran hombre.
Se bajó del vehículo sin demasiada convicción. Hizo un gesto para que ella cerrara con seguro y estuviera al tanto para abrir cuando regresara.
Se encaminó a la entrada. Se veía luz en el interior, "bien, han empezado su actividad".
Con el bate preparado se acercó a la puerta y entró. En un principio no vio a nadie. Avanzó por el pequeño hall mirando para todos los lados. Pasó por delante de la diminuta oficina de pago y contratación, que estaba vacía. Se dirigió al fondo, hacia las escaleras. Su respiración iba muy rápida y el corazón parecía que se le iba a salir del pecho en cualquier momento. Empezó a oler a cocido, "la cocina, eso es" pensó Iru recordando a la vieja cocinera. La imagen aplastando el cráneo de la niña contra la pared le vino como un flash.
Oyó un crujido a su derecha. Giró la cara y vio al abuelo que bajaba, golpeando su puño derecho contra su palma izquierda. Se paró cuando aun faltaban cinco escalones y lo miró. Aumentó el ritmo de los golpes. Cuando miró a la cocina la abuela estaba en la puerta. Ese rictus horripilante dejó helado a Iru. El abuelo terminó de bajar las escaleras y se puso al lado de la abuela, que ya había salido de la cocina; los tenía justo enfrente, a unos tres metros. La abuela lo señaló dando un grito que no era de este mundo y echaron a correr. Iru se echó a un lado en el último momento y los monstruos pasaron de largo, ventaja que aprovechó Iru para blandir el bate y encajar un buen golpe en la cabeza del abuelo, que cayó al suelo convulsionando. La abuela a su lado se quedó mirando a su compañero sin saber qué hacer, momento que aprovechó Iru para golpear la cabeza de la cocinera y salir corriendo. Por el camino bateó la cabeza del recepcionista, con su camisa blanca con gomas negras en las mangas, y lo tiró contra los sofás del hall.
Ya estaba saliendo del hotel.
— ¡Abre amazona!— gritó Iru. Ella abrió la puerta e Iru dio un salto dentro cerrando con un portazo.
Ella apretaba fuertemente el volante. Le pareció ver a alguien que se movía. Miró con detalle y vio una figura femenina que se le acercaba. En la penumbra no pudo distinguir nada, pero al acercarse la vio.
— ¡Oh Dios mío, Dios mío, mamá, estas viva!
— ¡No, ella ya no es tu madre!— gritó Iru cuando vio lo que estaba ocurriendo.
No sirvió de mucho, ella abrió la puerta y se bajó para arrastrarla al coche y salvarla. Cuando vio el rostro de su madre, con ese rictus inhumano gritó de terror. Dio dos pasos atrás y se giró hacia el coche corriendo. La perseguían tres..., no, cuatro..., no eran por lo menos ocho, salían como moscas de no se sabe donde. Justo cuando llegó al coche la atraparon. Alargó los brazos y se asió al interior del vehículo en un vano intento de salvarse, pero ya era tarde. La arrastraron fuera. La madre le aplastó el cráneo contra el asfalto.
Iru cerró con un portazo y se sentó en el asiento del conductor, puso primera y aceleró, dejando tras de si una montaña de monstruos descuartizando a su querida amazona.
Iru conducía a toda velocidad cambiando de marchas y llevándose por delante a cientos de bichos. Se pusieron en su camino un viejo flacucho y un gordo enorme. Eran Oscar y Hector, con ese rictus en la cara. Iru no quiso atropellarlos, dio un volantazo, perdió el control y casi vuelca el vehículo, pero pudo controlarlo y salir huyendo hasta la rotonda, donde derrapó, dejando el vehículo atravesado con los focos en dirección a la avenida. Con el punto muerto puesto y sin apagar el vehículo, Iru sintió una rabia que le ardía por dentro. Empezó a golpear el volante mientras gritaba. Salió del vehículo y empezó a maldecir a aquellas criaturas, que estaban al borde de la linea de separación de ambos asfaltos, quietos, a la espectativa.
— Hijos de puta, habéis matado a una chica inocente, ¿no teníais bastante con haberos quedado con su madre hace años?. Vais a pagar por esto, lo juro, no me dais ningún miedo, ¿me oís, caraculos? Me cago en vuestros muertos.
Empezó a batear cabezas. Caían uno tras otro, y el resto los recogían y los arrastraban dentro de la multitud. Se echaron unos pasos atrás. Cientos de personas con los ojos desorbitados y la macabra sonrisa imposible, mostrando esos dientes echados hacia adelante. Iru los señalaba con el bate. En lo alto de un poste estaba Colombo, que sin mover la boca le dijo.
— No debiste volver. Sabemos como dar contigo. Iremos a por ti.
— Baja aquí si tienes huevos, fanfarrón— le gritó Iru apuntándole con el bate.
El hombre que vestía como Colombo hizo un gesto y todos dieron media vuelta, como autómatas, y echaron a correr cuesta arriba, desapareciendo en pocos segundos entre alaridos y aullidos. Cuando Iru volvió a mirar en lo alto del poste, Colombo ya no estaba. Se dejó caer de rodillas y lloró de impotencia.
Pasaron dos días. Iru aun no había asimilado lo sucedido. Las grabaciones de ambas cámaras habían sido satisfactorias. Había hecho un dossier con enlaces, fechas, fuentes bibliográficas y referencias de tiempo de las grabaciones, ¿qué haría con todo aquello?. Decidió pedir ayuda a la bibliotecaria.
Ella se mostró muy servicial, y nerviosa. Digitalizaron todo el contenido y lo empaquetaron en un sistema cifrado que enviaron a granes medios nacionales e internacionales. Ella sabía como hacerlo, había estudiado periodismo y fue corresponsal en España de un diario inglés sensacionalista. No compartía la falta de ética de este tipo de medios y lo dejó para meterse a bibliotecaria, pero aprendió el secreto de las buenas filtraciones que hicieron temblar países enteros. Y aun tenía contactos.
A los pocos días los principales noticiarios se hacían eco de la noticia. Los más sensacionalistas ponían las imágenes advirtiendo de lo fuerte que eran y que podían herir sensibilidades, un gancho que funcionaba muy bien. Las redes sociales hervían con el tema y se hicieron multitud de memes que rulaban por whatsapp, telegram o instagram. Tertulias a favor y en contra de la veracidad del asunto inundaban las noches televisivas y los programas de misterio de las madrugadas se frotaban las manos con el fenómeno.
La ciudad se llenó de periodistas y la carretera que llevaba a La Polvorosa nunca había estado tan transitada de periodistas, curiosos, cazafenómenos y demás fauna.
Intervino el ejército, que valló todo el perímetro de La Polvorosa en un área de exclusión cuya violación se castigaba con prisión militar.
Helicópteros militares surcaban el cielo a todas horas, y en Santo Cristo nada más que se hablaba del tema. Proliferaron las tiendas de souvenires, donde se vendía a precio de oro ceniceros, llaveros, tazas y camisetas con las caras de esos bichos y leyendas como "Yo estuve en La Polvorosa".
La noticia salpicó a numerosos políticos, empresarios y banqueros. Rodaron cabezas en los despachos. Este tema destapó un grave caso de corrupción urbanística que tapaba todo tipo de intento de que el tema viera la luz. No podían permitir que el nombre de La Polvorosa y la inminente recuperación del plan urbanístico quedara mancillado. Ya se encargarían del "pequeño problema" cuando fuera necesario.
Iru se enclaustró en la habitación del motel. No quería formar parte de la “fiebre fantasma” como se denominó al asunto en la ciudad.
Y tal como empezó todo, acabó. Los militares se fueron, el tema de moda fue una violación en grupo a una menor y las tiendas de souvenires que no cerraron se convirtieron en Starbucks. Todo volvió a la normalidad.
Iru salió del motel y fue a la biblioteca a agradecer a la bibliotecaria su ayuda. Sintió que había vengado la muerte de Oscar y Héctor y de su salvaje amazona, y no podría haberlo hecho sin su ayuda.
— Quería agradecerte todo lo que has hecho por mi. Eres muy valiente.
— Oh, vamos, tu habrías hecho lo mismo— se ruborizó.
— Bueno, aun así quiero invitarte a cenar esta noche, si no tienes planes.
— No, digo si, eeehhhh, no a los planes sí a cenar quería decir— se ruborizó tanto que tuvo que girarse y simular que ordenaba unos papeles en su mesa. Iru sonrió.
— Bien, pues paso a recogerte cuando cierres.
A las nueve de la noche la recogió. Sin duda debía haber ido a casa a arreglarse en algún momento por que estaba verdaderamente preciosa. Llevaba un vestido de color gris y se había hecho unos tirabuzones muy sexys que le caían por la cara y los hombros. Y olía tan bien... Aquella mujer sin duda le había robado el corazón y no solo era por el sexo, como le había ocurrido con la amazona salvaje, aunque debía reconocer que le excitaba que ella no tuviera experiencia. Era algo más, su timidez, su bondad, cómo lo miraba, cómo se ruborizaba. Juró no dejar escapar a esta chica.
La velada fue muy distendida. Se sorprendió que ella no estuviera incómoda y hablase de muchos temas interesantes.
Cuando terminaron, bien entrada la medianoche, salieron del restaurante. El la cogió de las manos y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Fueron agarrados como una pareja de enamorados, parando para besarse aquí y allí, hasta que llegaron al hotel.
Esta vez si que estaba el recepcionista, un tipo que aparentaba 20 años más, con una camisa llena de mugre y sudor en las axilas. Le dio la llave sin ni siquiera mirarle a la cara.
Subieron muy excitados y esta vez fue ella la que tomó la iniciativa. Cerraron la puerta, ella le quitó la camisa mientras le lamia el cuello. Aquel vestido tenía innumerables botones, así que se lo quitó por arriba y le desabrochó el sujetador fugazmente, cogiéndole los pechos y apretándolos. Entre besos y gemidos fueron a la cama y tuvieron el mejor sexo que habían tenido nunca.
Después de casi tres horas se durmieron. Iru tuvo un sueño extraño. Veía caras girando, como si estuviera mirando a través de un caleidoscopio. Las voces le decían "hazlo, hazlo". De repente las caras desaparecieron. Se vio a sí mismo follando con una chica que estaba en la posición del perrito. El la penetraba desde atrás. Se fijó en la mariposa tatuada en las lumbares.
Como los sueños no suelen tener orden ni sentido aparente, la escena desapareció. Ahora estaba echado en un sofá que no reconoció. Entonces apareció Colombo, con su rictus inhumano. Lo señalaba y se acercaba a él sin mover las piernas, deslizándose como un fantasma. En pocos segundos lo tenía encima. "Te dije que daríamos contigo", se inclinó y lo besó.
Volvió a aparecer la escena de sexo. Seguía follándose a su amazona. La chica se giró, pero no era su amazona, era la bibliotecaria que lo miraba con lascivia mientras se pasaba la lengua por los labios. Aquello lo excitó; la cogió por el cuello y apretó mientras aceleraba el ritmo y la violencia de sus embestidas. La chica empezó a ahogarse, así que la soltó, se inclinó sobre ella sin dejar de penetrarla y le mordió el cuello, arrancando jirones de piel y carne. En aquel momento se despertó de golpe. Respiraba de manera acelerada y sudaba. Miró a su derecha y vio a la bibliotecaria durmiendo a su lado de espaldas. Se tranquilizó e intentó volver a dormir. Cuando lo estaba consiguiendo notó humedad en su costado, ¿que era aquello, se había meado de miedo?. Encendió la luz de la mesita de noche y al mirar las sábanas se levantó de golpe; estaban empapadas en sangre. Se miró los brazos, manchados de arriba a abajo y sintió un escalofrío. Miró poco a poco a la bibliotecaria que dormía a su lado. Tenía algo en el cuello. Se acercó poco a poco y la visión lo horrorizó; tenía el cuello totalmente desgarrado. La sangre aun salía, por lo que había sucedido hacía poco. Se retiró, tropezando. No entendía qué estaba pasando, pero ver aquella mujer desnuda en su cama y desangrándose lo excitó.
Notó una presencia a su izquierda y giró la cara, era él mismo reflejado en el espejo. Se miró en él. Esos ojos, ese rictus imposible y aquellos dientes hacia afuera, boca y cuello manchados de sangre. Sus manos, callosas y con largas uñas negras... "No puede ser". Un malestar le invadió. Empezó a marearse y a sufrir espasmos muy dolorosos. Sin saber muy bien por qué fue al armario y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Palpó tierra. Una imagen le vino a la mente: él huyendo cuesta abajo y aquella mujer del vestido oscuro intentando cogerle por el bolsillo, solo que no intentaba cogerle, si no que le había metido tierra de La Polvorosa dentro, quizás a modo de gps para tenerlo localizado, quizás por que sabían que la necesitaría. El caso es que el malestar y los dolores pasaron al tocarla.
Sabía lo que tenía que hacer. Se vistió, se puso la chaqueta aunque hacía calor, se cargó a la bibliotecaria desnuda a hombros y salió. Nadie les vio, el recepcionista no estaba, como de costumbre. Metió a la chica estirada en el asiento trasero y puso marcha a La Polvorosa. Por el camino iba tocando la tierra.
— No te preocupes mi amor, pronto estaremos en casa.
Miraba por el retrovisor a la bibliotecaria. Esa cinturita y esas caderas desnudas lo ponían enfermo. Pero lo que más le gustaba de ella eran aquellos ojos fuera de los párpados y aquella encantadora sonrisa de oreja a oreja, con aquellos dientes perfectos hacia adelante.
Estaba cansada y quería irse, pero su novio no le dejó, juraba y perjuraba que era cuestión de minutos que encontraran algo.
Aquel par de frikis habían ido a La Polvorosa varias semanas después de que todo acabara. Eran buscatesoros que pretendían encontrar algo que llevarse a casa para su colección. Iban ataviados como Livingstone en sus investigaciones por África, con detectores de metales, mapas y artilugios raros.
Ella, bajita, regordeta, con gafas y con genuvalgia acusada. Él, también gordito, con el pelo churretoso y la cara plagada de acné.
— En serio, llevamos horas aquí y no hemos encontrado nada, ni una mandíbula, ni un cráneo, nada. Los militares hicieron aquí un buen trabajo. Vámonos, estoy cansada.
— No, presiento que falta poco.
— Está anocheciendo, dentro de poco no veremos nada. Venga, vámonos.
El gordito pelirrojo levantó la mirada del plano y vio a unos 300 metros el viejo hotel. La verdad es que él también estaba cansado.
— Mira, haremos noche en aquel hotel y por la mañana reanudamos la búsqueda, ¿te parece?.
— ¿No lo habían clausurado?.
— Lo habrán vuelto a abrir, se ve luz.
— Bueno, no era lo que tenía pensado, pero vale.
Ambos subieron por el descampado hasta la avenida y se dirigieron al hotel. Cuando entraron no vieron a nadie. Ella tocó el clásico timbre redondo de metal que hay en la recepción de los hoteles antiguos, pero no acudió nadie. Se oyó un ruido.
— Ups, perdón, son mis tripas, me ha llegado un olor a cocido.... viene de allí— dijo señalando hacia el fondo, al pie de la escalera, donde se encontraba la cocina.
Se dirigió hacia allí movido por el hambre. Vio a una chica con tirabuzones dentro de la cocina trasteando en los fogones. En la puerta un hombre joven, fornido, dando golpes con su puño derecho en la palma de su mano izquierda.