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El dulce, como algo que hace entrar en un leve trance, sobre todo porque el disfrute permite olvidar cualquier otra cosa por el momento; sobre todo, también, en un estado en el que no existe una preocupación. Posiblemente, alguien deprimido comería dulces por otras razones que las de la banalidad de probarlos por placer. Tal vez por eso se justifica la observación de Peter Sloterdijk: «No se ofrecen caramelos a los héores» (Esferas I), pensando en que se está ante "la presencia de un sabor cuya fuerza me expone a la complacencia y me impulsa a la blandura".
Esta «blandura» representa ser tomado por el dulzor desde la experiencia de quien recibe y parece pasivo, porque se ha vuelto recipiente de algo que lo lo ocupa (como a un espacio) y ante lo cual habría de «rendirse». A este respecto -y en un giro análogo- «Tabaquería», de Fernando Pessoa, contiene una alusión al adormecimiento del intelecto a través del disfrute como distracción de una experiencia del mundo más cierta:
(Come chocolate, pequeña;
¡Come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo sino los chocolates.
Mira que todas las religiones no enseñan mas que confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Si pudiese yo comer chocolates con la misma verdad con que comes!
Mas yo pienso y, al tirar el papel de plata, que es de hojas de estaño,
tiro todo al suelo, como tengo tirada la vida)
Qué decir más que esta aproximación al lejano concepto -tan subjetivo- de felicidad, cuya presencia química se da, precisamente, en el cerebro, mediante la generación de endorfinas y sobre lo cual, el chocholate, es un estimulante apreciado.
Este cuarteto de ilusiones protectoras, de «esferas» que terminan siendo la desilución del s. XX. Sloterdijk compara la experiencia del dulzor con la de la decepción, precidamente, debido a su inevitable fin: «cuando el globo dulce comienza a perder su consistencia, se aplasta y deshace [...] cuando el dulzor va consumiéndose y ya no forma sino la final línea de un inmediato abandono» (pg. 72).
En su comparación con la leche materna, el claro aspecto infantil de bienaventuranza, afirma, mediante la siguiente pregunta:
¿No se convence todo niño que no es víctima del desamparo de la ventaja de haber nacido, sólo porque hay mamilas audaimónicas, espíritus-caramelo benignos, ampollitas conjuradas, hadas bebibles que velan directaente en su cama para irrumpir de vez en cuando tranquilizadoramente en su interior?
(Esferas I).
Siguiendo con la analogía, el chocolate de la metafísica; la confitería de la religión, representa una forma de cápsula que resguarda esa inocencia y que, en la madurez, se quiebra, porque dentro de quien se siente resguardado, existe finalmente, un pozo de soledad que vierte sobre el mundo la certidumbre de que la metafísica es una lindo dulce, una ilusión fugaz.