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¿Alguna vez soñaste con una vida cuya coherencia te invite a saltar de la cama, recorrer una serie de actividades diarias y sonreír al finalizar un día logrado? ¿Una vida en la que puedas elegir qué hacer y qué no, y donde las tareas que requieran esfuerzo sean parte del ejercicio que te mantiene en forma? ¿En la cual no necesites más que lo que vas creando cada día y no hagan falta las compensaciones compulsivas? ¿Una vida donde lo más valioso que tengas sea tu propia existencia? Yo sí la soñé.

Vivimos apurados, con el reloj marcando el paso. El calendario que rige nuestro día está colgado en la pared o en una aplicación del teléfono, lo mismo si vivimos en Ushuaia, Buenos Aires o La Quiaca. No existe relación con los tiempos del día y mucho menos con las estaciones Así los chicos van a la escuela de noche, los padres casi no se encuentran, los viejos son un estorbo, nos quejamos del clima porque no se adapta a nuestra agenda apretada y vamos de actividad en actividad, sin pensar siquiera por qué lo estamos haciendo. Corremos, nos atoramos con cosas para evitar el vacío que provoca una vida pensada por otros. Nos cansamos y lo compensamos consumiendo más de lo que necesitamos.

Desperdiciamos en cantidad por falta de tiempo, de ganas, de recursos, de prestar atención.

Es cómodo creer en un mundo que soluciona los problemas por nosotros y por supuesto es importante creer que lo hace de la manera más eficiente posible. Mi madre decía: La aspiradora, la multiprocesadora, el microondas, el lavavajilla, la batidora, la minipimer, todo eso nos ahorra tiempo y fuerza. También la sopa deshidratada, la comida casi hecha (solo un golpecito en el micro), todo para que tengamos tiempo disponible para hacer eso otro importante que es…

Mi compañero cuenta que su abuelo cortaba el pasto con una máquina elicoidal, de esas cuya fuerza la ejerce uno a mano. Tenía un estado físico impecable. Ya mayor, su familia decidió comprarle una cortadora de pasto eléctrica para que el pobre viejo no tuviera que hacer fuerza. El médico, tiempo después, lo mandó a caminar y hacer ejercicio.

Esa urgencia nos aleja de los tiempos cíclicos, de los naturales, no nos deja reflexionar, ni desarrollar nuestra capacidad de observación y creatividad. Una manera de combatirlo es el arte. Cualquier manifestación artística te obliga a detenerte, agudizar los sentidos y prestarle la atención que se merece a lo importante. Aunque también podemos caer en la tentación de convertir el arte en un producto de consumo, en una búsqueda del éxito y el renombre. Nuestra atención vuelve a desviarse. Entonces un buen poema, una pieza teatral, una melodía resonando, una escultura, una película, una pieza de cerámica trabajada con detalle te trae de vuelta y te invita a contemplar. Ni hablar de lo que implica el proceso creativo pero ya me estoy yendo por las ramas.

Otra manera de salir del tiempo impuesto es el contacto con la naturaleza (no desde una tarjeta postal o un check list, acá no hablamos de un itinerario turístico). Te obliga a cambiar el ritmo. Empezás a mirar el cielo y ves las nubes, ves los cambios de las estaciones en el paisaje, sentís los sonidos, los olores y ya no hacen falta adormecedores ni excitantes artificiales.

De joven, con influencia de San Francisco de Asís y una mirada que se iba volcando hacia la izquierda del mundo, llegué a este razonamiento: si cada uno tiene lo que necesita y nada más, entonces alcanza para todos. ¿Por qué tendríamos más? Veía a mis padres sufriendo por el peso, por llegar a fin de mes, por la injusticia de no cobrar el sueldo a tiempo, o el temor de perder el trabajo por “reducción de personal”. Y veía cómo mis hermanas y yo aprendíamos a divertirnos con mucha imaginación y creatividad. Teníamos libros, muchos, cartones, colores, papeles, cajas de huevos, maderitas. Podíamos hacer lo que quisiéramos. No voy a negarlo, moría por tener una Barbie y fui la más feliz del mundo cuando me regalaron el establo de juguete de los pequeños pony. Sin embargo, pasado el entusiasmo inicial, seguía siendo más divertido dibujar mapas de casas imaginarias o armar la de mis muñecas con las cajitas de cassettes como paredes. Son mis mejores recuerdos de la infancia. Eso y las historias que leía en los libros de cuentos.

Crecí, las dificultades económicas no se fueron hasta que llegué a Ushuaia, paraíso del consumo. Ganaba bien con mi trabajo y pasaba todo el día ocupada. No me quedaba energía más que para dormir y los fines de semana mi pareja de entonces me arrastraba a caminar por el bosque. Debo agradecérselo, porque caminando entre lengas y ñires, apoyando mis pies sobre ese suelo esponjoso, mi mente iba despojándose del estrés diario de un trabajo de atención al público. Me equipé con la vestimenta adecuada para no tener frío, protegerme del viento y de la lluvia, y estar cómoda al caminar. Tenía la ropa adecuada, llevaba solo lo necesario. Aún así, el cansancio me volvió presa de gratificaciones inmediatas en pos de aliviar la tensión y el agotamiento. Muchos años después, casi una década, pude volver a pensar una vida, ya no desde la supervivencia ni tampoco del consumo, sino en armonía con el entorno. No estaba sola, éramos cinco. Una cosa había sido imaginarlo para mí o en pareja, otra muy distinta era con una familia. Además de adquirir nuevos hábitos, había que modificar los arraigados, o al menos algunos de ellos. Y Ushuaia no era precisamente el sitio ideal para lograr ese cambio pero decidimos intentarlo igual. Porque si es la vida en la que creo, también quiero que lo sea para mis hijes.

El inicio: Una familia de cinco personas, dos adultes y tres niñes. Casa alquilada con gastos fijos elevados y tercerizados (luz, gas, agua, teléfono y comunicaciones, impuestos municipales y automotores, seguros de vida, obra social, educación tradicional), vehículo naftero, alimentación a base de productos comprados en el súpermercado y la dietética, todos traídos desde otro lugar. Patio utilizado solo en verano, pocas horas del día. Mucha vida puertas adentro. El espacio de sociabilización: la biblioteca popular y el súper. La plaza, no más de diez días al año.

El objetivo final: tener nuestra propia casa autosustentable, producir parte de nuestra comida e insumos, vivir con un calendario acorde al entorno natural y poder transmitirle la experiencia a nuestres hijes con disfrute. Para eso hacía falta un terreno en un sitio donde poder cultivar, construir una casa, adquirir los conocimientos y recursos para energías alternativas y demostrar que era posible.