Este artículo es la compilación y revisión definitiva de una serie que publiqué en 2022 en mi blog Fórum Técnico y también como hilos en Twitter.
Primer reloj de pulsera de cuarzo. Deutsches Uhrenmuseum, CC BY 3.0.
Mi hijo menor y yo solemos levantarnos a la misma hora: yo para trabajar y él para ir al instituto. Cada uno de nosotros tiene una alarma en el móvil para despertarse (aunque yo por asegurarme, y un poco por nostalgia, también tengo mi viejo despertador Casio).
Yo sé que el despertador, por más que me afanase en ajustarlo, jamás va a sonar a la hora exacta, pues su tecnología no puede mantener esa precisión. Sin embargo, los dos smartphones lanzan sus alarmas exactamente a mismo tiempo, en gloriosa sincronía, de manera que es casi imposible saber cuál de los dos ha sido el primero.
Y lo más sorprendente es que ¡ninguno de nosotros dos ha puesto nunca en hora su móvil! Se sincronizan ellos solitos con varias decenas de los mejores y más sofisticados relojes jamás creados, que viajan por el espacio. Con todos ellos a la vez y con ninguno en concreto.
Ese momento cotidiano me produce una cierta satisfacción interior. Es un hito tecnológico de primer orden; el triunfo de una civilización que ha conseguido atrapar las arenas del tiempo entre los dedos.
En este artículo voy a intentar explicar todo lo que hay detrás de este hecho cotidiano. Lo que ocurre desde que un extraño aparato ha contado miles de millones de oscilaciones de partículas diminutas, hasta que mi celular ajusta su reloj interno de acuerdo con esa medición.
Desde los tiempos más antiguos, calcular el tiempo fue un problema irresoluble. Al principio, en las sociedades nómadas, eso no era inconveniente; bastaba con tener una idea aproximada de cuándo salía el Sol y cuándo se ponía. Luego, con la invención de la agricultura, fue necesario contar además las fases de la Luna para saber cuándo sembrar y cuándo cosechar.
Los antiguos romanos, tan avanzados que estaban en muchos aspectos de la ingeniería, apenas eran capaces de contar las horas "a ojo de buen cubero" a partir de la salida del Sol. Se ayudaban con rudimentarios relojes solares. Cuando hacía falta mayor precisión, por ejemplo, para medir el tiempo que podía tomarse un orador en su discurso -asunto crucial-, recurrían a clepsidras (relojes de agua).
Reloj de Sol de Baelo Claudia (actual provincia de Cádiz). CC BY-SA 3.0
"Al obelisco que está en el Campo de Marte, el divino Augusto le atribuyó la admirable función de medir la sombra proyectada por el Sol, determinando así la duración de los días y las noches: hizo colocar placas que estaban en proporción respecto a la altura del obelisco, de manera que en la hora sexta del solsticio de invierno la sombra fuese tan larga como las placas, y disminuyese lentamente día a día para volver a crecer siguiendo las marcas de bronce insertadas en las piedras". Plinio el Viejo (siglo I)
Avanzando más en el tiempo, tampoco encontramos grandes avances hasta el siglo XVII. El propio Galileo, que supo enunciar el principio del péndulo, no llegó a aplicarlo en la práctica para hacer relojes. Se dice que, cuando realizaba sus famosos experimentos con planos inclinados, contrataba a un músico para que fuera marcando el compás y así tener una cierta medida del tiempo.
Mecanismo de escape en el que se basan los relojes de péndulo. Dominio público.
Las grandes exploraciones marinas y la necesidad de calcular la longitud, hicieron que los relojes mecánicos llegaran al límite de su capacidad. Por muy sofisticados mecanismos que se inventaran, la mecánica era una barrera tecnológica que había que superar.
Hubo que esperar hasta el siglo XX para que se diera un salto cualitativo en la medición del tiempo. La idea era usar otro tipo de oscilaciones no mecánicas, mucho más rápidas y precisas. En 1921, Cady lograba el primer oscilador de cuarzo. Desde entonces, se convirtió en la base de casi todos los relojes que tenemos en nuestras casas.
Casi al mismo tiempo que se desarrollaba el reloj de cuarzo, otras oscilaciones aún más precisas atraían la atención de los físicos. Se trata de ciertas partículas atómicas que cambian su estado cuántico a una regularidad asombrosa. El primer reloj atómico de uso práctico que sobrepasaba ya la precisión del cuarzo se presentó en 1955 y estaba basado en las oscilaciones del Cesio-133.
Pero no nos vengamos muy arriba. Esto no está ganado ni mucho menos. En este momento de aparente triunfo es cuando nos damos cuenta que nos hemos pasado de frenada.
Antes de los relojes atómicos, el segundo se definía como una parte de la duración del año solar medio. Al igual que para los antiguos egipcios, el reloj de referencia era el Sol en su eterno girar (o más bien la Tierra en su giro alrededor del Sol).
En el siglo XIX, el astrónomo estadounidense Simon Newcomb demostró que el número de días varía en una pequeña fracción de un año para otro. La Tierra atrasa en una fracción del orden de 10⁻⁹ (variación relativa para un periodo de tiempo) en su traslación alrededor del Sol y, para colmo, también reduce su velocidad de rotación en una fracción del orden de 10⁻¹⁰.
Ya en la década de los 60 del siglo XX, era evidente que la definición del segundo como la 1/86400 parte del día solar no se sostenía. En un mundo donde se sucedían los descubrimientos en física, astronomía y en otros campos, era necesario cambiar el estándar. La primera medida fue congelar el segundo. Se tomó como referencia el tiempo medio del año 1900 y así nació el Tiempo de Efemérides.
Este estándar estuvo muy pocos años en vigor hasta que los relojes atómicos tomaron el relevo. Finalmente, en 1967 se hizo la definición que, de momento, ha llegado hasta hoy:
Un segundo es la duración de 9 192 631 770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio a una temperatura de cero K.
Esta definición sigue estando ligada, al menos en su origen, al tiempo solar, más concretamente al que se midió en algún momento determinado y que se tomó como referencia.
- Midiendo la posición del Sol en intervalos de 24 horas con gran precisión se obtiene lo que llamamos UT0 o Tiempo Solar Medio.
- Introduciendo en los cálculos los movimientos de cabeceo del eje de rotación de la Tierra y otras irregularidades (como las mareas), obtenemos el denominado UT1 o Tiempo Universal versión 1.
- Con más correcciones basadas en variaciones semi-anuales (¡introduciendo incluso las variaciones de vegetación!) finalmente se calcula la más paranoica medida posible del tiempo basada en el planeta, el llamado UT2 o Tiempo Universal versión 2. No va más, señores.
Una vez realizadas todas esas medidas y correcciones ultraprecisas, comprobamos con decepción que apenas podemos hacer predicciones con un margen de milisegundos. Los relojes atómicos, sin embargo, están en el orden de los nanosegundos (una escala un millón de veces más pequeña).
En los años 70 ya teníamos relojes mejores que la propia Tierra. El problema es que, si contamos el tiempo únicamente con esa extraordinaria precisión, al cabo de los años nos encontraríamos que las estaciones y otros eventos terrestres no se darían en el momento esperado. Para hacernos una idea de la magnitud del problema, decir que entre 1900 y 1996 se ha medido un retraso de unos 62 segundos respecto al movimiento terrestre.
Pero tampoco podemos prescindir de la precisión en esta era tecnológica. Cada vez hay más aplicaciones en todos los ámbitos que requieren una medida de referencia del tiempo suficientemente precisa.
Por si no fuera esto suficiente lío, la física actual, según la Relatividad, nos dice que no hay un tiempo absoluto derivado de un único fenómeno natural. ¡Cada observador tiene su propio tiempo!
Los relojes en distintos lugares del planeta (o en el espacio) se ven afectados principalmente por dos efectos relativistas:
- Por un lado, la velocidad relativa hace que el tiempo fluya más lento. Las ubicaciones en la superficie de la Tierra rotan más rápido cuanto más cercanas están al ecuador, y los relojes a bordo de satélites aún lo hacen a mayor velocidad.
- Por el otro, la altura respecto al centro de la Tierra, el grosor variable de la corteza y la cercanía de grandes cordilleras hacen variar el campo gravitatorio y también la medida del tiempo, que se ralentiza ante los campos gravitatorios.
Estas variaciones, por supuesto, son imperceptibles para nosotros, pero no pasan desapercibidas para los precisos relojes atómicos. Precisamente, las mediciones de estos relojes son una de las evidencias más rotundas de que Einstein dio en el clavo. Y hay que tener en cuenta que no hay un tiempo mejor que otro. La limitación está en las propias leyes de la física. Un reloj en Sidney y otro en Río de Janeiro jamás de los jamases van a dar la misma medida del tiempo. ¡Nunca! ¡Su existencia física no está en el mismo tiempo!
Como vemos, la Relatividad nos enseña que tomar un tiempo de referencia siempre es algo arbitrario. De manera bastante injusta, me he permitido culpar a Einstein, y espero que sepan perdonarme la licencia. Por supuesto, lo que hizo fue mostrarnos de manera genial cómo funciona la Naturaleza.
Aunque en el lenguaje común los usamos como sinónimos, los conceptos de precisión y exactitud no son la misma cosa.
La precisión se define en función de la reproducibilidad de una medida, es decir, la capacidad que tiene un instrumento de repetir la misma medida en las mismas condiciones.
Por su parte, la exactitud nos dice cómo de cerca está esa medida de la medida real. Pero, al referirnos al tiempo, nuestro querido Alberto vino a decirnos que ¡no existe esa medida real! No hay un tiempo absoluto con el que compararse. Por tanto, lo primero que tendremos que hacer es tomar una referencia arbitraria. A esa referencia la llamamos tiempo estándar o estándar de tiempo.
Así pues, aunque un reloj pudiera mantener la máxima precisión, su lectura nunca coincidiría con el estándar, excepto en el instante en el que momentáneamente pasara por la medida precisa, la cual al fin y al cabo, solo lo sería por convención. Hay que ser muy optimista para no venirse abajo con semejante perspectiva.
El estándar actual en todo el mundo es el UTC. Más adelante veremos cómo se calcula esa referencia, pero antes tenemos que saber algo más sobre relojes y la forma de medir su calidad.
Un reloj no es una máquina en sí, sino dos máquinas acopladas:
- Por un lado, tenemos una fuente de regularidad, que suele ser "algo" que oscila.
- Por otro, un contador o acumulador que sume esas oscilaciones para saber cuánto tiempo ha pasado desde un instante de referencia (la "hora cero").
En un reloj mecánico, el oscilador es un péndulo o un muelle en espiral; en un reloj atómico, las transiciones entre estados de un átomo. Ejemplos de fuentes de regularidad no oscilantes serían las del reloj de arena o de agua, donde ese papel lo hace la viscosidad del fluido. Los púlsares son objetos celestes que también se han usado como osciladores para calcular el paso del tiempo con gran precisión.
Por su parte, el acumulador puede ser un depósito de arena, un sistema de ruedas dentadas o un circuito electrónico. Es curioso que, a pesar de que intuitivamente le damos mucha importancia al oscilador, el acumulador suele ser la parte más voluminosa y también la que da mas quebraderos de cabeza a sus diseñadores.
Eso es así porque es muy difícil aislar todo este mecanismo de los cambios en las condiciones ambientales. En el caso de los cronómetros marinos del mítico Harrison, esas condiciones incluían los movimientos del barco y las tormentas. Que el artesano inglés consiguiera tal grado de precisión en esas condiciones es una auténtica proeza.
Aunque los modernos relojes atómicos no están, afortunadamente, a bordo de ningún barco, esta nave llamada Tierra también tiene sus oscilaciones e irregularidades. Incluso las variaciones del campo gravitatorio en los distintos lugares del planeta afectan a la medición del tiempo, teniendo en cuenta las extraordinarias precisiones que pretendemos obtener.
Hay cuatro medidas que describen la calidad de un reloj:
A grandes rasgos, mide cuánto se distancia el segundo medido por el reloj del segundo teórico. Se suele calcular como la relación entre la variación en la medida y el tiempo transcurrido. A esto se le llama desviación normalizada de la frecuencia y se la representa por el símbolo y(t).
Por ejemplo, los cronómetros marinos de Harrison lograron reducir la desviación a tres segundos por día, lo cual nos da la siguiente medida normalizada:
Fórmula de la desviación, que da como resultado 3.5 x 10⁻⁵
El resultado es un número relativo que no depende de las unidades que hayamos usado para calcularlo. Cuanto menor sea el resultado, más preciso es el reloj. Los relojes atómicos actuales se mueven en desviaciones por debajo del orden de 10⁻¹⁴.
Si la precisión nos habla de cuánto se desvía la medida en un periodo de tiempo, la estabilidad nos dice cómo cambia esa medida de un periodo de tiempo al siguiente.
Aunque pudiera parecerlo, no son medidas relacionadas. Un reloj puede tener un error significativo, pero mantenerlo estable a lo largo del tiempo. Por ejemplo, si un reloj varía un segundo por día, un día tras otro siempre igual, diríamos que tiene una precisión muy mala, pero una gran estabilidad.
Suele ocurrir que cada tipo de reloj tiene su punto fuerte en precisión o en estabilidad, pero no en ambas a la vez. Además la estabilidad suele ser muy sensible a los cambios ambientales, por lo que mantenerla en largos periodos de tiempo suele ser tarea difícil.
La precisión en el tiempo mide cuánto se ajusta un reloj al sistema de referencia elegido.
Puede parecer que estamos hablando de la misma precisión en la frecuencia que vimos antes, pero no es así. En este caso no se trata de una referencia ideal, sino de la integración del reloj en un sistema formado por varios relojes localizados en distintos lugares.
Hay ciertos sistemas en los que este tipo de precisión lo es todo, donde lo realmente importante es el tiempo que mide el sistema y no una referencia ideal externa. El ejemplo extremo de este caso es el sistema GPS. La precisión de la localización que nos da nuestro smartphone depende de lo bien integrados que estén todos los relojes a bordo de una constelación de satélites.
Al igual que la estabilidad en la frecuencia, la estabilidad en el tiempo es independiente de la precisión.
En este caso se trata de una medida crucial, puesto que cualquier reloj cuya estabilidad pueda predecirse puede calibrarse respecto a un sistema y, a partir de ese momento, con las correcciones adecuadas, servir de referencia para el propio sistema.
De esta manera, se van creando sistemas primarios y secundarios que dan servicio a todos los usuarios de los sistemas sin tener que acceder directamente a todos los relojes. Esta técnica es la base del estándar UTC.
Para los estándares de medida, la costumbre histórica ha sido elegir una única referencia universal, como la famosa barra de platino que definía el metro. Sin embargo, imaginemos un sistema formado por un único reloj. En principio, no tendríamos manera de saber si se está desviando, al no tener otra referencia. Sería cuestión de fe.
Se impone, por tanto, añadir otro reloj. Pero, ¡cáspita!, con dos relojes seguimos sin tener idea de cuál de los dos está dando la hora más ajustada, a no ser que, de nuevo, depositemos toda nuestra confianza en uno de ellos arbitrariamente.
Pongamos un tercer reloj. Ahora, si uno de ellos se desvía de los otros dos, podríamos suponer con cierta seguridad que está funcionando peor. Entonces, habría que quitarlo del sistema y ¡oh, no! hemos vuelto a tener dos relojes y el sistema se va al garete.
Así que añadimos un cuarto, un quinto, y así sucesivamente sin que nunca estemos del todo seguros de cuál de ellos es el que está siendo más preciso. Lo importante es la estabilidad del sistema. Por suerte, hoy contamos con cientos de relojes en el sistema TAI, de tal manera que podemos confiar con altísima seguridad en que podemos detectar y retirar automáticamente cada reloj que falle de manera puntual. Además, según lo ajustados que se mantiene cada reloj a la media del sistema, podemos asignarle a cada uno un coeficiente de ponderación.
La idea en la ponderación es la siguiente: si la variación de un reloj concreto tiene una media, por ejemplo, de -20 nanosegundos por día, según las mediciones del último mes, es bastante probable que mantenga una variación similar el mes siguiente, por lo que se aplica una corrección y ese dato corregido puede servir a su vez como modelo de comparación con otros relojes. De esa manera se teje una complicada red de dependencias que tarda todo un mes en resolverse.
El Tiempo Atómico (TAI) se ajusta mensualmente mediante esa técnica reuniendo datos de unos 250 relojes. Como no podemos esperar un mes para saber la hora, en 50 centros en todo el mundo se generan estimaciones en tiempo real. Estas estimaciones se denominan UTC(k), donde k son unas siglas indicando el centro de origen. Por ejemplo, UTC(NIST) es el que se calcula en Boulder (Colorado) y UTC(ROA) el de nuestro histórico Real Observatorio de la Armada en San Fernando (Cádiz).
Sede de la hora en el Real Observatorio de la Armada. (Foto del autor)
Para saber por qué existe el UTC, empezaremos por conocer a tres de sus parientes: GMT, TAI y UT1.
Durante siglos, nadie se preocupó por la "estabilidad del sistema de tiempo". El sistema de referencia era el movimiento del planeta, y este era evidentemente inmutable, perfecto y absoluto. Aún así, no había un acuerdo mundial respecto a la hora de referencia, simplemente porque con la tecnología de la época, los horarios locales bastaban y sobraban.
Más tarde, desde el siglo XIX hasta bien entrado el XX, el tiempo medido astronómicamente (según el movimiento de la Tierra) en el Real Observatorio de Greenwich, cerca de Londres, se fue adoptando progresivamente como referencia, primero nacional y después universal.
De los cómputos tomados a mediodía o medianoche (según épocas) en dicho observatorio, resultaba el Tiempo Medio de Greenwich (GMT). En el ámbito militar y aeronáutico también era conocido como Hora Zulú (por el apelativo de la letra Z en el alfabeto radiofónico).
Con la aparición de los relojes atómicos a mediado del siglo XX, surgió el problema, del que hablamos en el anterior artículo, de que la medida atómica es más precisa que la astronómica, y por tanto el uso de GMT como estándar debía cambiar. El cambio se fue gestando a partir de 1960 y adoptado definitivamente en 1967.
Desde entonces, las siglas GMT han pasado a designar una zona horaria, no un estándar de tiempo.
El estándar TAI (Tiempo Atómico Internacional) es el resultado del cómputo de más de 400 relojes atómicos alrededor del mundo. Como tal, es un sistema cerrado y no se ajusta con ninguna referencia externa. De él depende la medida oficial del segundo y es el principal componente, aunque no el único, de UTC.
El Tiempo Universal (UT1) es el heredero del antiguo GMT. Se encarga de calcular la rotación media de la Tierra mediante observaciones astronómicas.
De la combinación de la medida de osciladores atómicos (TAI) con la medida de un oscilador astronómico -la Tierra- (UT1), junto con otros componentes menores, surge el deseado estándar oficial universal UTC (Tiempo Coordinado Universal).
Como curiosidad, decir que las siglas UTC surgen del desacuerdo entre las siglas inglesas (CUT) y las francesas (TUC). La decisión salomónica fue poner unas siglas intermedias.
En nuestra vida diaria nos es imposible ignorar el movimiento de la Tierra, a pesar de que los relojes son mucho más precisos. Esto es así porque seguimos dependiendo de la salida y puesta del Sol, las estaciones, solsticios y otros eventos astronómicos para ordenar nuestra vida y todas nuestras actividades. Debido a ello, la medida de UTC se va ajustando periódicamente mediante los segundos intercalares (leap seconds, en inglés).
Estos son los segundos que se añaden o quitan al final o a la mitad de algunos años con el objetivo de que el fluir de los días no se desvíe demasiado del estándar UTC, lo que afectaría a nuestro ritmo de vida diario. Desde los años 70, se ha recurrido a añadir un segundo en ciertos años. Nunca se ha dado el caso de tener que quitarlos, aunque podría ocurrir. En una ocasión, en 1972, se añadieron dos segundos en el mismo año, uno el 30 de junio y el otro el 31 de diciembre.
¡Eso es! Unos pequeños ajustes cada pocos años y ya tenemos solucionado el problema por los siglos de los siglos... ¿O no?
El ciudadano medio ni se da cuenta de que le han regalado un segundo en un año. Sin embargo, ciertos sistemas informáticos tienen que ser vigilados durante esas jornadas para que no se produzcan errores indeseados. Ya se han dado en el pasado varios problemas de este tipo y cada vez hay más voces pidiendo que se elimine esta práctica. Tengamos en cuenta que desde los años 70 más de la mitad de los años han tenido su segundo añadido, y el número de sistemas vulnerables cada vez es mayor.
Entre las soluciones adoptadas para evitar los segundos intercalares, está la que aplica Google en sus sistemas, que consiste en repartir ese segundo en pequeñas porciones (milisegundos) a lo largo de un periodo más o menos largo. Otra solución sería la opuesta, es decir, acumular retraso y luego añadir toda una hora cada 600 años aproximadamente.
Cualquier apaño, en todo caso, solo funcionará a escalas de unos pocos cientos de años, dado que la constante ralentización de la rotación de la Tierra nos llevaría dentro de 4000 años a tener que introducir ¡dos segundos extra cada mes! para mantener el estándar UTC (si con suerte queda alguien para contarlo).
La solución de acumular retraso es la que, aparentemente, es más práctica. Fue propuesta por la Unión Internacional de Telecomunicaciones, pero hasta hace muy poco no ha logrado un consenso entre todos los países. Aunque, ojo, solo podremos decir adiós a los odiosos segundos intercalares hasta 2035.
Antes que cualquier otro, el sistema de posicionamiento GPS tomó la drástica decisión. El sistema gestionado por la Fuerza Espacial norteamericana simplemente ignora estos segundos intercalares y ya lleva un buen puñado de segundos de diferencia respecto a UTC. La razón es que fue diseñado sin contar con esos saltos, que provocarían que en un instante los miles de millones de dispositivos GPS del mundo perdieran la medida y pasaran por un proceso de resincronización. Semejante apagón tendría un efecto que no podemos ni imaginar.
Otros sistemas de posicionamiento (Galileo y GLONASS) sin embargo, han adoptado sus propias soluciones a medida, distintas de GPS y que cuentan en mayor o menor medida con los segundos intercalares, complicando aún más las posibilidades de llegar a acuerdos entre países.
Finalmente, el 18 de noviembre de 2022, se logró el acuerdo entre los países reunidos en la BIPM (Oficina Internacional de Pesos y Medidas) para eliminar los segundos intercalares. El desacuerdo entre sistemas de posicionamiento, al que aludíamos antes, ha sido el principal escollo para que finalmente se haya tenido que dar un plazo tan largo para la adopción de esta medida, hasta 2035.
Para comprender la importancia de este acuerdo, tenemos que darnos cuenta que, desde que se inventaron los leap seconds, a mediados del s. XX, los sistemas informáticos han evolucionado enormemente, se han hecho globales, extraordinariamente más rápidos y, por tanto, dependen cada vez más de una sincronización ultraprecisa. Sistemas financieros y bursátiles, telecomunicaciones, redes científicas, sistemas de alerta de desastres, y un largo etcétera requieren cada vez más de un flujo constante en la medida del tiempo.
Efectivamente, tan importante como la medida exacta de los segundos, es que su flujo sea constante. Si tenemos que dar "saltos" en el flujo de segundos (para añadirlos o, aún peor, para sustraerlos), cada sistema tiene que solucionar ese salto individualmente, generando un intervalo caótico de resincronización que no podemos permitirnos.
Por si faltara algo más para enredar esta madeja gordiana (si se me permite la expresión), nuestro caprichoso planeta sigue con sus bamboleos, que ahora empiezan a ir en sentido contrario. Muy pronto podrían ser necesarios ¡segundos intercalares negativos!, o sea, suprimir segundos en lugar de añadirlos, como se había estado haciendo hasta ahora. Algo que no se ha hecho nunca y no se sabe muy bien cómo se podrá resolver.
El retraso en paliar este problemón estaba amenazando la propia permanencia de UTC como estándar internacional. Diferentes países y organizaciones utilizan sus propios estándares de tiempo coordinado (el más prominente, el GPS estadounidense), y esta tendencia era cada vez mayor. Cada vez se veía más cercano el momento en que UTC pasara al olvido, con todas las consecuencias que podría desencadenar una ruptura semejante en el consenso del sistema de pesos y medidas internacional.
Para ponernos en contexto, tuvieron que pasar siglos hasta que todos los países llegaron a convencerse de que era buena idea eso de consensuar los pesos y medidas, que no valía eso de medir el "pie del rey" de turno. Que uno de esos consensos se pierda y la confianza en estos sistemas internacionales se resquebraje es la pesadilla de cualquier técnico o científico.
Elisa Felicitas Arias (foto: UNAHUR)
La argentina Felicitas Arias, exdirectora del Departamento de Tiempo de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, ha sido una de las figuras principales para la abolición de los segundos intercalares. En sus propias palabras: "Hay un problema que tenemos que parar, que es la proliferación de pseudoescalas de tiempo, que no son escalas en el sentido metrológico del término".
Es cierto que las razones técnicas han sido la principal razón que ha forzado, por fin, el acuerdo, y ha sentenciado a los molestos segundos intercalares para desaparecer dentro de poco más de una década. No olvidemos, sin embargo, que el problema amenazaba también con saltar a la arena política.
La ITU (Unión Internacional de Telecomunicaciones), dependiente de Naciones Unidas, ya estaba empezando a recomendar el uso de GPS como escala de tiempo, lo que hubiera dado al gobierno estadounidense un control sin precedentes sobre algo tan delicado. Ni que decir tiene que esto ha puesto muy nerviosa a Rusia y su GLONASS, precisamente en unos momentos de altísima tensión por la invasión de Ucrania.
Curiosamente, en la misma postura de Rusia, aunque por razones distintas, se ha posicionado el representante del Vaticano, el reverendo Pavel Gabor. El astrofísico y sacerdote, vicedirector del observatorio astronómico de este pequeño pero influyente estado, defendió que no se pierda la "antigua y sagrada" conexión con la rotación terrestre, las estrellas y el más allá, la cual nos ayuda a ver el tiempo como un "constante recordatorio de nuestra mortalidad".
Aunque ahora su participación sea anecdótica, no olvidemos que históricamente la Iglesia ha sido uno de los motores en la medición del tiempo, y que fue un papa el que promovió en 1582 el calendario que hoy día usamos universalmente.
Por suerte, se ha podido aplacar a Rusia y demás reticentes incorporando un largo periodo de transición hasta 2035. Lo que pasará a medida que el desajuste entre el horario oficial y la rotación terrestre se vaya haciendo más y más grande, es cuestión que tendrán que dilucidar los científicos del futuro. Quizá se añada una hora dentro de 600 años, pero... eso será otra historia muy, muy lejana.
History of timekeeping devices (Wikipedia en inglés).
The Science of Timekeeping (Hewlett-Packard)
La relatividad del tiempo, I, II y III, por César Tomé (serie de artículos en Cuaderno de Cultura Científica):
https://culturacientifica.com/2018/01/02/la-relatividad-del-tiempo-1/
https://culturacientifica.com/2018/01/09/la-relatividad-del-tiempo-2/
https://culturacientifica.com/2018/01/16/la-relatividad-del-tiempo-3/
UTC – The World's Time Standard, en timeanddate.com.
Leap Second Table (AI Solutions)
Time Has Run Out for the Leap Second (The New York Times)
GPS, UTC, and TAI Clocks (leapsecond.com)
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